La tierra presentaba un indescriptible aspecto de confusión y desolación. Las montañas, una vez tan bellas en su perfecta simetría, eran ahora quebradas e irregulares. Piedras, riscos y escabrosas rocas estaban ahora diseminados por la superficie de la tierra. En muchos sitios, las colinas y las montañas habían desaparecido, sin dejar huella del sitio en donde habían estado; y las llanuras dieron lugar a cordilleras. Estos cambios eran más pronunciados en algunos lugares que en otros.
Donde habían estado los tesoros más valiosos de oro, plata y piedras preciosas, se veían las señales mayores de la maldición, mientras que ésta pesó menos en las regiones deshabitadas y donde había habido menos crímenes.
En ese tiempo inmensos bosques fueron sepultados. Desde entonces se han transformado en el carbón de piedra de las extensas capas de hulla que existen hoy día, y han producido también enormes cantidades de petróleo. Con frecuencia la hulla y el petróleo se encienden y arden bajo la superficie de la tierra. Esto calienta las rocas, quema la piedra caliza, y derrite el hierro.
La acción del agua sobre la cal intensifica el calor, y ocasiona terremotos, volcanes y brotes ígneos. Cuando el fuego y el agua entran en contacto con las capas de roca y mineral, se producen terribles explosiones subterráneas, semejantes a truenos sordos.
El aire se calienta y se vuelve sofocante. A esto siguen erupciones volcánicas, pero a menudo ellas no dan suficiente escape a los elementos encendidos, que conmueven la tierra. El suelo se levanta entonces y se hincha como las olas de la mar, aparecen grandes grietas, y algunas veces ciudades, aldeas, y montañas encendidas son tragadas por la tierra. Estas maravillosas manifestaciones serán más frecuentes y terribles poco antes de la segunda venida de Cristo y del fin del mundo, como señales de su rápida destrucción. PP EGW 99
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