DESDE la muerte de Jeroboam hasta el momento en que Elías compareció ante Acab, el pueblo de Israel sufrió una constante decadencia espiritual. Gobernada la nación por hombres que no temían a Jehová y que alentaban extrañas formas de culto, la mayor parte de ese pueblo fue olvidando rápidamente su deber de servir al Dios vivo, y adoptó muchas de las prácticas idólatras.
Nadab, hijo de Jeroboam, ocupó el trono de Israel tan sólo durante algunos meses. Su carrera dedicada al mal quedó repentinamente tronchada por una conspiración encabezada por Baasa, uno de sus generales, para alcanzar el dominio. Mataron a Nadab, con toda la parentela que podría haberle sucedido, "conforme a la palabra de Jehová que él habló por su siervo Ahías Silonita; por los pecados de Jeroboam que él había cometido, y con los cuales hizo pecar a Israel."
(1 Rey. 15:29,30).
Así pereció la casa de Jeroboam. El culto idólatra introducido por él atrajo sobre los culpables ofensores los juicios retributivos del Cielo; y sin embargo los gobernantes que siguieron: Baasa, Ela, Zimri y Omri, durante un plazo de casi cuarenta años, continuaron en la misma mala conducta fatal.
Durante la mayor parte de este tiempo de apostasía en Israel, Asa gobernaba en el reino de Judá. Durante muchos años "hizo Asa lo bueno y lo recto en los ojos de Jehová su Dios. Porque quitó los altares del culto ajeno, y los altos; quebró las imágenes, y taló los bosques; y mandó a Judá que buscasen a Jehová el Dios de sus padres, y pusiesen por obra la ley y sus mandamientos. Quitó asimismo de todas las ciudades 81 de Judá los altos y las imágenes, y estuvo el reino quieto delante de él." (2 Crón. 14:2-5).
La fe de Asa se vio muy probada cuando "Zera Etíope con un ejército de mil millares, y trescientos carros" (2 Crón. 14:9) invadió su reino. En esa crisis, Asa no confió en las "ciudades fuertes" que había construido en Judá, con muros dotados de "torres, puertas, y barras," ni en los "hombres diestros."(Vers. 6-8).
El rey confiaba en Jehová de los ejércitos, en cuyo nombre Israel había obtenido en tiempos pasados maravillosas liberaciones. Mientras disponía a sus fuerzas en orden de batalla, solicitó la ayuda de Dios.
Los ejércitos oponentes se hallaban frente a frente. Era un momento de prueba para los que servían al Señor. ¿Habían confesado todo pecado? ¿Tenían los hombres de Judá plena confianza en que el poder de Dios podía librarlos? En esto pensaban los caudillos. Desde todo punto de vista humano, el gran ejército de Egipto habría de arrasar cuanto se le opusiera. Pero en tiempo de paz, Asa no se había dedicado a las diversiones y al placer, sino que se había preparado para cualquier emergencia. Tenía un ejército adiestrado para el conflicto. Se había esforzado por inducir a su pueblo a hacer la paz con Dios, y llegado el momento, su fe en Aquel en quien confiaba no vaciló, aun cuando tenía menos soldados que el enemigo.
Habiendo buscado al Señor en los días de prosperidad, el rey podía confiar en él en el día de la adversidad. Sus peticiones demostraron que no desconocía el poder admirable de Dios. Dijo en su oración: "Jehová, no tienes tú más con el grande que con el que ninguna fuerza tiene, para dar ayuda. Ayúdanos, oh Jehová Dios nuestro, porque en ti nos apoyamos, y en tu nombre venimos contra este ejército. Oh Jehová, tú eres nuestro Dios: no prevalezca contra ti el hombre." (Vers. 11).
La de Asa es una oración que bien puede elevar todo creyente cristiano. Estamos empeñados en una guerra, no contra carne ni sangre, sino contra principados y potestades, y contra 82 malicias espirituales en lo alto. En el conflicto de la vida, debemos hacer frente a los agentes malos que se han desplegado contra la justicia.
Nuestra esperanza no se concentra en el hombre, sino en el Dios vivo. Con la plena seguridad de la fe, podemos contar con que él unirá su omnipotencia a los esfuerzos de los instrumentos humanos, para gloria de su nombre. Revestidos de la armadura de su justicia, podemos obtener la victoria contra todo enemigo.
La fe del rey Asa quedó señaladamente recompensada. "Y Jehová deshizo los Etíopes delante de Asa y delante de Judá; y huyeron los Etíopes. Y Asa, y el pueblo que con él estaba, los siguió hasta Gerar: y cayeron los Etíopes hasta no quedar en ellos aliento; porque fueron deshechos delante de Jehová y de su ejército." (Vers. 12, 13).
Mientras los victoriosos ejércitos de Judá y Benjamín regresaban a Jerusalén, "fue el espíritu de Dios sobre Azarías hijo de Obed; y salió al encuentro a Asa, y díjole: Oídme, Asa, y todo Judá y Benjamín: Jehová es con vosotros, si vosotros fuereis con él: y si le buscareis, será hallado de vosotros; mas si le dejareis, él también os dejará." "Esforzaos empero vosotros, y no desfallezcan vuestras manos; que salario hay para vuestra obra." (2 Crón. 15:1,2,7).
Muy alentado por estas palabras, Asa no tardó en iniciar una segunda reforma en Judá. "Quitó las abominaciones de toda la tierra de Judá y de Benjamín, y de las ciudades que él había tomado en el monte de Ephraim; y reparó el altar de Jehová que estaba delante del pórtico de Jehová.
"Después hizo juntar a todo Judá y Benjamín, y con ellos los extranjeros de Ephraim, y de Manasés, y de Simeón: porque muchos de Israel se habían pasado a él, viendo que Jehová su Dios era con él. Juntáronse pues en Jerusalem en el mes tercero del año décimoquinto del reinado de Asa. Y en aquel mismo día sacrificaron a Jehová, de los despojos que habían traído, setecientos bueyes y siete mil ovejas. Y entraron en concierto de que buscarían a Jehová el Dios de sus padres, de 83 todo su corazón y de toda su alma . . . . Y fue hallado de ellos; y dióles Jehová reposo de todas partes." (Vers. 8-12, 15).
Los largos anales de un servicio fiel prestado por Asa quedaron manchados por algunos errores cometidos en ocasiones en que no puso toda su confianza en Dios. Cuando, en cierta ocasión, el rey de Israel invadió el reino de Judá y se apoderó de Rama, ciudad fortificada situada a tan sólo ocho kilómetros de Jerusalén, Asa procuró su liberación mediante una alianza con Ben - adad, rey de Siria.
Esta falta de confianza en Dios solo en un momento de necesidad fue reprendida severamente por el profeta Hanani, quien se presentó delante de Asa con este mensaje: "Por cuanto te has apoyado en el rey de Siria, y no te apoyaste en Jehová tu Dios, por eso el ejército del rey de Siria ha escapado de tus manos. Los Etíopes y los Libios, ¿no eran un ejército numerosísimo, con carros y muy mucha gente de a caballo? con todo, porque te apoyaste en Jehová él los entregó en tus manos. Porque los ojos de Jehová contemplan toda la tierra, para corroborar a los que tienen corazón perfecto para con él. Locamente has hecho en esto; porque de aquí adelante habrá guerra contra ti." (2 Crón. 16:7-9).
En vez de humillarse delante de Dios por haber cometido este error, "enojado Asa contra el vidente, echólo en la casa de la cárcel, porque fue en extremo conmovido a causa de esto. Y oprimió Asa en aquel tiempo algunos del pueblo." (Vers. 10).
"El año treinta y nueve de su reinado enfermó Asa de los pies para arriba, y en su enfermedad no buscó a Jehová, sino a los médicos." (Vers. 12.) El rey murió el cuadragésimo primer año de su reinado y le sucedió Josafat, su hijo.
Dos años antes de la muerte de Asa, Acab comenzó a gobernar en el reino de Israel. Desde el principio, su reinado quedó señalado por una apostasía extraña y terrible. Su padre, Omri, fundador de Samaria, "hizo lo malo a los ojos de Jehová, e hizo peor que todos los que habían sido antes de él" (1 Rey. 16:25); pero los pecados de Acab fueron aún mayores. "Añadió Achab 84 haciendo provocar a ira a Jehová Dios de Israel, más que todos los reyes de Israel que antes de él habían sido." Actuó como si le fuera "ligera cosa andar en los pecados de Jeroboam hijo de Nabat." (Vers. 33, 31).
No conformándose con el aliento que daba a las formas de culto religioso que se seguían en Betel y Dan, encabezó temerariamente al pueblo en el paganismo más grosero, y reemplazó el culto de Jehová por el de Baal. Habiendo tomado por esposa a Jezabel, "hija de Ethbaal rey de los Sidonios" y sumo sacerdote de Baal, Acab "sirvió a Baal, y lo adoró.
E hizo altar a Baal, en el templo de Baal que él edificó en Samaria." (Vers. 31, 32).
No sólo introdujo Acab el culto de Baal en la capital, sino que bajo la dirección de Jezabel erigió altares paganos en muchos "altos," donde, a la sombra de los bosquecillos circundantes, los sacerdotes y otros personajes relacionados con esta forma seductora de la idolatría ejercían su influencia funesta, hasta que casi todo Israel seguía en pos de Baal.
"A la verdad ninguno fue como Achab, que se vendiese a hacer lo malo a los ojos de Jehová; porque Jezabel su mujer lo incitaba. El fue en grande manera abominable, caminando en pos de los ídolos, conforme a todo lo que hicieron los Amorrheos, a los cuales lanzó Jehová delante de los hijos de Israel." (1 Rey. 21:25,26).
Acab carecía de fuerza moral. Su casamiento con una mujer idólatra, de un carácter decidido y temperamento positivo, fue desastroso para él y para la nación. Como no tenía principios ni elevada norma de conducta, su carácter fue modelado con facilidad por el espíritu resuelto de Jezabel. Su naturaleza egoísta no le permitía apreciar las misericordias de Dios para con Israel ni sus propias obligaciones como guardián y conductor del pueblo escogido.
Bajo la influencia agostadora del gobierno de Acab, Israel se alejó mucho del Dios vivo, y corrompió sus caminos delante de él. Durante muchos años, había estado perdiendo su sentido de reverencia y piadoso temor; y ahora parecía que no hubiese nadie capaz de exponer la vida en una oposición destacada a las 85 blasfemias prevalecientes.
La obscura sombra de la apostasía cubría todo el país.
Por todas partes podían verse imágenes de Baal y Astarte. Se multiplicaban los templos y los bosquecillos consagrados a los ídolos, y en ellos se adoraban las obras de manos humanas. El aire estaba contaminado por el humo de los sacrificios ofrecidos a los dioses falsos. Las colinas y los valles repercutían con los clamores de embriaguez emitidos por un sacerdocio pagano que ofrecía sacrificios al sol, la luna y las estrellas.
Mediante la influencia de Jezabel y sus sacerdotes impíos, se enseñaba al pueblo que los ídolos que se habían levantado eran divinidades que gobernaban por su poder místico los elementos de la tierra, el fuego y el agua. Todas las bendiciones del cielo: los arroyos y corrientes de aguas vivas, el suave rocío, las lluvias que refrescaban la tierra y hacían fructificar abundantemente los campos, se atribuían al favor de Baal y Astarte, en vez del Dador de todo don perfecto. El pueblo olvidaba que las colinas y los valles, los ríos y los manantiales, estaban en las manos del Dios vivo; y que éste regía el sol, las nubes del cielo y todos los poderes de la naturaleza.
Mediante mensajeros fieles, el Señor mandó repetidas amonestaciones al rey y al pueblo apóstatas; pero esas palabras de reprensión fueron inútiles. En vano insistieron los mensajeros inspirados en el derecho de Jehová como único Dios de Israel; en vano exaltaron las leyes que les había confiado. Cautivado por la ostentación de lujo y los ritos fascinantes de la idolatría, el pueblo seguía el ejemplo del rey y de su corte, y se entregaba a los placeres intoxicantes y degradantes de un culto sensual. En su ciega locura, prefirió rechazar a Dios y su culto. La luz que le había sido daba con tanta misericordia se había vuelto tinieblas. El oro fino se había empañado.
¡Ay! ¡Cuánto se había alejado la gloria de Israel! Nunca había caído tan bajo en la apostasía el pueblo escogido de Dios. Los "profetas de Baal" eran "cuatrocientos y cincuenta," además de los "cuatrocientos profetas de los bosques." Nada que 86 no fuese el poder prodigioso de Dios podía preservar a la nación de una ruina absoluta. Israel se había separado voluntariamente de Jehová. Sin embargo, los anhelos compasivos del Señor seguían manifestándose en favor de aquellos que habían sido inducidos a pecar, y estaba él por mandarles uno de los más poderosos de sus profetas, uno por medio de quien muchos iban a ser reconquistados e inducidos a renovar su fidelidad al Dios de sus padres. 87 PR/EGW
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