martes, julio 27, 2021

LA HISTORIA ROMANA EN LOS DÍAS DEL NUEVO TESTAMENTO (73-99)

I. DE LA REPÚBLICA AL IMPERIO.

Roma se convirtió en república, por lo menos nominalmente, alrededor del año 500 a. C. De vez en cuando surgían líderes fuertes, pero el temor siempre presente de que prevaleciera un poder autocrático conservó intacta la forma y, hasta un punto sorprendente, la realidad del gobierno republicano. Sin embargo, durante los dos siglos anteriores al nacimiento de Cristo, los problemas sociales y políticos que se produjeron como consecuencia de las conquistas hicieron que el vasto imperio fuera cada vez más difícil de administrar mediante una forma de gobierno que, más o menos, había resultado satisfactoria en los días cuando los intereses romanos estaban limitados a Italia.

Ya en el siglo I a. C. esos problemas sociales y políticos exigieron un cambio de la estructura política del Estado, y de esa forma allanaron el camino para una lucha de poderes entre los caudillos nacionales de la época. Pero hasta ese momento ninguno de los rivales se atrevía a asumir el título de emperador. El temor popular despertado por el hecho de que Julio César aspiraba a asumir el título y las prerrogativas de ese cargo, fue lo que causó su asesinato durante los idus de marzo del año 44 a. C. Ese suceso precipitó un estado de anarquía que continuó durante casi 15 años y que, en otros tiempos, habría sido la señal del colapso del poder romano. El que no se llegara a una situación tal debe atribuirse al hecho de que no había quedado ningún pueblo tributario o enemigo extranjero suficientemente fuerte como para rebelarse contra la autoridad romana. Las provincias quedaron sumidas en la indolencia en ese momento de postración política. Aunque perjudicada por un millar de abusos, la estructura financiera romana permaneció intacta durante ese período crucial. A lo que quedó del antiguo y sólido carácter romano, y de su habilidad legal administrativa en los niveles inferiores, particularmente en las municipalidades, debe atribuirse la supervivencia de Roma como nación y como gobierno mundial. A pesar de los trastornos internos, la república permaneció férrea.

El Segundo Triunvirato.- Un segundo triunvirato, o gobierno integrado por tres hombres, fue formado debido a la terminación del primer triunvirato (ver t. V, p.38), 74 o, más específicamente, por la muerte de Julio César. Antonio, partidario de César, se posesionó de la riqueza de su colega muerto y del liderazgo de sus tropas en las proximidades de Roma. Octavio, sobrino y heredero de César, entonces joven de 18 años, hizo valer sus derechos, y mediante un inesperado despliegue de capacidad política logró contrarrestar con éxito el creciente poder de Antonio. Finalmente arreglaron sus diferencias y en el año 43 a. C. formaron sin triunvirato, que incluía a Lépido, otra destacada figura política. Esta alianza llegó a ser conocida como el segundo triunvirato. Por acuerdo mutuo, Octavio, que había tomado el nombre de Julio César Octavio, recibió el dominio de Italia y algunas provincias occidentales. A Lépido le fueron asignadas otras provincias del Occidente, mientras que Antonio se quedó con Grecia y el Oriente. Este arreglo estaba en vigencia en el año 42 a. C., y fue legalizado por un senado dócil e impotente.

Las maniobras políticas que siguieron no fueron de beneficio para Roma, ni tampoco le proporcionaron el monopolio del poder a ninguno de los rivales. Lépido quedó políticamente impotente en el año 36 a. C., y la lucha por el poder se redujo a Octavio en el Occidente y a Antonio en el Oriente. Antonio estableció su cuartel general en Egipto, que todavía estaba bajo el dominio de la antigua casa de los Tolomeos, en la persona de la bella Cleopatra. La reina gobernaba a Egipto como si hubiera sido su propiedad personal, y estaba educando, para un futuro incierto, a sus hijos: uno de su esposo y hermano menor, y otro de Julio César. El rompimiento entre Octavio y Antonio fue mayor debido a que este último se divorció de su esposa Octavia, hermana de Octavio, y luego se casó con Cleopatra. Se temió entonces que Antonio intentara hacerse rey de Roma y que la extranjera Cleopatra fuera su reina.

La Supremacía De Octavio.- Cuando Octavio creyó ser lo bastante fuerte, marchó contra Antonio y lo derrotó completamente en la gran batalla naval de Acción, frente a la costa occidental de Grecia, en el año 31 a. C. Durante la batalla, Cleopatra retiró sus naves y volvió a Egipto. Antonio la siguió, abandonando a sus generales para que se arreglaran lo mejor que pudieran.

Ante Octavio, joven de unos 30 años, quedaba abierto el camino del poder. Invadió a Egipto al año siguiente y venció a las fuerzas de Antonio. Este se suicidó, y Cleopatra, habiendo fracasado en su esfuerzo por seducir a Octavio con sus encantos, más tarde también se quitó la vida. Siguiendo el ejemplo de los faraones y de los Tolomeos anteriores a él, Octavio se posesionó de Egipto como si hubiera sido su propiedad personal. La victoria sobre el último de sus rivales lo elevó a una posición de poder inexpugnable, y el escenario quedó listo para la transición formal de la república al imperio.

II. OCTAVIO, EMPERADOR AUGUSTO (27 A. C.-14 D. C).

A medida que Octavio fue tomando todas las riendas del imperio, procuró que fuera legal cada paso que diera en su ascenso hacia el poder. Mantuvo las formas del gobierno republicano, y al principio no intentó tomar la dignidad imperial, aunque dominaba como emperador. En enero del año 27 a. C. se le concedió el título de Augusto, término que expresaba tanto asombro como gratitud por sus notables hazañas. El mismo año recibió una potestad absoluta de diez años sobre las provincias que lo hicieron comandante en jefe de las fuerzas militares romanas, y puesto que el comando del ejército constituía la base real del poder imperial (ver t. V, p. 39), los historiadores sitúan el comienzo de la fase imperial de la historia romana a partir de este año. El senado le dio anualmente el cargo de cónsul hasta el año 23 a. C., pero, 75 en ese año se le concedió el comando supremo proconsular, y recibió la autoridad tribunicia (ver t. V, p. 227). Esos poderes eran renovados periódicamente. De este modo concentró en su mano todos los hilos del poder.

Pero a pesar de todo, Augusto continuó gobernando mediante formas republicanas. Continuaron tanto el consulado como el tribunado. El senado siguió legislando, y Augusto entregó a procónsules, que respondían ante el senado, el gobierno de las provincias más dóciles. Esos magistrados también aparecen con el nombre de "procónsules" en el libro de los Hechos (cap. 13:78,12; 18:12; 19:38). Pero la autoridad consular de Augusto le daba en realidad poder sobre todas las provincias.

Augusto mantuvo en sus manos el gobierno de las zonas rebeldes. En estas provincias nombró legados como sus agentes. El gobernador de Siria era un representante de Augusto. También nombró procuradores en todas las provincias como sus funcionarios de orden económico. En zonas más pequeñas el administrador era un procurador. Los "gobernadores" de la Judea del NT (Mat. 27:2; Hech. 23:24) eran procuradores responsables ante el emperador, pero en cierta medida también lo eran ante el legado de Siria.

Los "comicios" o asambleas populares habían tenido bajo la república el propósito de contrapesar al senado aristocrático. El senado llegó a tener en la práctica el poder del gobierno supremo de las provincias, mientras que los "comicios" ejercían la autoridad local sobre la ciudad. Sin embargo, en el tiempo de Augusto los "comicios" se convirtieron en una forma nada más, y en tiempo de Tiberio, su sucesor, se redujeron a una sombra. El poder legislativo estaba reservado para el senado, pero aun este organismo estaba subordinado al emperador.

Cuando murió Lépido en el año 13 a. C., Augusto se convirtió en pontífice máximo, el sacerdote principal de la religión del Estado. Este cargo era de gran significado político, principalmente porque regía el calendario, y por lo tanto indirectamente la regulación del tiempo de las elecciones. Augusto tenía ahora en sus manos los más importantes poderes religiosos, militares y civiles; no necesitaba nada más.

El reinado de Augusto fue próspero y exitoso. En realidad salvó a Roma de la desintegración. El imperio era bien gobernado y con firmeza. La famosa Pax Romana (paz romana) se mantenía en el vasto imperio compuesto de pueblos diversos, mediante un ejército permanente de quizá no menos de 250,000 hombres. Acerca de este período comenta M. Rostovtzeff: "El peligro de una invasión extranjera había desaparecido... aun las provincias fronterizas cesaron de temer la irrupción de las tribus vecinas. Y de ese modo el prestigio de Augusto, como defensor y guardián del Estado, alcanzó una cumbre insuperable" (A History of the Ancient World, t. 2, p. 197).

Con excepción del problema de la sucesión imperial, la constitución civil de Roma estaba firme. Se había restringido la extensión de la ciudadanía. Se había legislado cuidadosamente la libertad de los esclavos, teniendo en cuenta el mercado de trabajo y el orden público. Se codificaron de nuevo las leyes matrimoniales y la soltería era castigada. Las diversas medidas que tomó Augusto para la estabilización de la sociedad salvaron a Roma transitoriamente de una completa decadencia moral y de la disolución nacional.

Augusto fomentó durante su reinado el retorno a la religión. Se hizo esto quizá no para beneficio de la religión en sí, ni por causa de los antiguos dioses de Roma, en quienes Augusto y sus consejeros probablemente no tenían especial confianza. Fue más bien el resultado de la convicción de que el respeto por los dioses y la observancia de los ritos religiosos eran buenos para el individuo y también para la sociedad en conjunto. 76

Sistema De Impuestos.- Antes de Augusto, es decir, durante la república, el cobro de los impuestos del gobierno romano en las provincias se hacía por medio de los publicani. Eran hombres encargados de cobrar el dinero de los impuestos de las municipalidades fuera de Italia. Cada publicanus se comprometía mediante un contrato a entregar al gobierno provincial cierta suma de dinero de su distrito. Estaba obligado, pues, a recaudar ese dinero en su distrito, además de cualquier cantidad que pudiera sacar como su ganancia e ingreso personal. En el tiempo de Augusto fue reformado el sistema de contribuciones, de modo que los impuestos directos no fueran entregados más a los publicani, aunque el cobro de algunos impuestos indirectos quizá continuó a cargo de ellos. Los "publicanos" mencionados en el NT evidentemente no eran funcionarios romanos, sino cobradores de impuestos secundarios, empleados por Herodes Agripa. Se los clasifica sencilla y directamente como "pecadores", hombres odiados y despreciados por el pueblo de Palestina (Mat. 9: 9-11; ver t. V, p. 68).

Comunicaciones.- Es necesario destacar la calidad sobresaliente del sistema de comunicaciones; realmente hizo época. El poder del imperio Romano y el magnífico control que tenían las legiones sobre su territorio el más grande en extensión visto hasta entonces, debe relacionarse necesariamente con el gran sistema de caminos construido por los romanos.

Mucho antes de que Roma utilizara el mar para llegar hasta sus provincias conquistadas y aliadas, ya estaba construyendo caminos que comunicaran la capital con los pueblos y las provincias de Italia. Había abundancia de materiales en los diversos lugares. La roca llamada tufo o toba, muy útil para construir casas y edificios públicos, también era muy apropiada para construir caminos. Sobre una gruesa base de piedras cubierta de grava y arena se colocaban bloques de tufo, y cuando el uso que se les iba a dar lo justificaba, se los unía firmemente con cemento. Cerca de las ciudades, especialmente de Roma, donde el tráfico era pesado, el pavimento de la superficie consistía en lajas de granito. La parte central del camino era más alta, en forma de terraplén, y se usaba para el transporte más importante y rápido, mientras que las vías de los lados eran para el tránsito local o más lento. Los caminos atravesaban lomas y aun montañas, y trasponían quebradas y desfiladeros mediante puentes sostenidos por arcos. En esta forma el viaje era más rápido.

A Cayo Graco, el caudillo de la revolución popular del año 133 a. C., se atribuye la construcción del sistema de caminos de Italia, después de suceder a su hermano en el poder. A medida que los límites del dominio romano fueron ampliándose hacia todos los puntos cardinales, los caminos que salían de Roma llegaban hasta los mismos confines del imperio.

Augusto estableció un sistema de postas o correos reservado exclusivamente para los funcionarios del gobierno. Las postas, en cada una de las cuales había cuarenta caballos, estaban aproximadamente a diez kilómetros una de otra. Con este sistema, un mensajero podía viajar una distancia de más de 150 km en un día, algo extraordinario para ese tiempo. El emperador Nerva (96-98 d. C.) permitió que las postas se emplearan para uso general, y el gasto era pagado por el tesoro imperial. Adriano (117-138 d. C.) extendió esa concesión a todo el imperio, pero gobernantes posteriores añadieron el cuidado de los caminos a los "deberes comunes": mantenimiento de los acueductos, impuestos para el servicio de mensajeros y gravámenes para los ejércitos que estaban en tránsito, asuntos que ya caían pesadamente sobre las municipalidades.

Estas vastas arterias se empleaban principalmente para el movimiento rápido de tropas que vigilaban las líneas vitales del imperio o defendían sus fronteras. Por lo 77 tanto, además de cualquier otro tránsito que pudiera haber, siempre había legionarios en marcha por esos caminos. Se añadían, por supuesto, viajeros importantes y humildes, los apurados y los que iban descansadamente, a caballo o en burro, en literas o a pie, en carros ligeros o en pesadas carretas. Entre tales viajeros del primer siglo de la era cristiana estuvieron Pablo, Pedro y los otros apóstoles, que aprovecharon los caminos romanos y la paz de un imperio unificado para el cumplimiento de sus deberes misioneros.

Debilidad Y Fortaleza De Roma.- Cuando el estudiante de historia contrasta la paz y prosperidad del reinado de Augusto con la anarquía de todo el siglo precedente (ver t. V, pp. 37-38) se siente obligado a admitir cuán cerca estuvo Roma del colapso político, económico y social cuando Augusto tomó firmemente en sus manos las riendas del gobierno (ver t. V, pp. 38-39). Sólo las legiones romanas permanecían como un poderoso factor de unidad; sin embargo, los soldados ya no prestaban su juramento de lealtad (sacramentum) al Estado romano, sino a su comandante general (imperator), quien, mediante su magnetismo personal y su liderazgo, los conducía a la victoria, con su perspectiva de saqueo y de botín. Otro factor de estabilidad era el respeto básico por la ley que demostraba el pueblo, aunque en este respecto había desmejorado en comparación con sus antepasados. A pesar de la tolerancia y corrupción de los funcionarios gubernamentales, los romanos comprendían la importancia de la ley y poseían una habilidad natural para la administración.

El gobierno firme de Julio César y las reformas que instituyó sin duda también contribuyeron a demorar el proceso de decadencia. El impulso que le dio a su gobierno continuó hasta que Augusto consolidó su dominio. Así también el vigor que éste le imprimió, hizo que el Estado subsistiera a través de las vicisitudes que acompañaron a una desdichada sucesión de emperadores ineficientes, hasta los períodos más brillantes de gobernantes como Vespasiano (69-79 d. C.) y Marco Aurelio (161-180). El reinado de este último fue realmente notable, y podría llamarse con justicia una edad de oro, a pesar de la decadencia progresiva de la civilización romana. La influencia de esa edad de oro ayudó para que el imperio pudiera soportar los reinados de una serie de tiranos presuntuosos, hasta que los sólidos reinados de Diocleciano (284-305) y Constantino (306-337) dieron nueva vida a Roma.

Poco de bueno se puede decir acerca de la mayoría de los hombres que ocuparon el trono imperial durante el siglo que siguió a la muerte de Augusto. Una de las causas de esa situación fue la ausencia de un plan claro y consistente para la sucesión.  Esta falta se hizo sentir. Todos los poderes del gobierno de Augusto eran personales (ver t. V, p. 39). El cargo de emperador ni siquiera existía legalmente. Augusto procuró de varias maneras perpetuar la concentración de poderes por medio de una sucesión de padre a hijo. Como no tenía un hijo propio y sus parientes más jóvenes, que podrían haber sido sus sucesores, murieron a temprana edad, adoptó como hijo a su hijastro Tiberio, a pesar de cierta antipatía que sentía por él.

La muerte de Augusto dejó a Tiberio como el único candidato razonable para el cargo imperial. Los arreglos necesarios para asegurar su coronación revelan la debilidad de la constitución imperial. Los emperadores posteriores procuraron también que su sucesor fuera un pariente suyo a quien habían adoptado. Pero con este procedimiento no se consiguió que se estableciera un linaje imperial estable; al contrario, durante el primer siglo de imperio, hombres lamentablemente débiles llegaron a gobernar el mundo. Pero a comienzos del siglo II los emperadores escogían a sucesores teniendo en cuenta sus méritos personales y no su relación de parentesco. De este modo hombres más capaces fueron investidos con la dignidad imperial. 78

III. TIBERIO (14-37 D. C.)

Algunos de los contemporáneos de Tiberio (sucesor de Augusto) hablan favorablemente de él; pero son más los que lo hacen desfavorablemente. Su reinado puede considerarse débil, excepto por unas campañas militares exitosas que él no llevó a cabo personalmente. No importa cuánto se esforzara en su trabajo, y cuán cuidadoso procurara ser, hay pocos indicios de que entendiera el tiempo en que le tocó vivir. Gobernaba mecánicamente de acuerdo con normas establecidas, tomadas, en parte, de su experiencia anterior en los campamentos militares. Nunca pudo sobreponerse a los problemas causados por consejeros deficientes y chismosos.

Una de las desafortunadas características de su reinado fue que las acusaciones judiciales llegaron a ser habituales. No había procesos públicos, y la acusación se convirtió en una profesión. Cualquier ciudadano que fuera testigo de una infracción de la ley, o sospechara de ella, o que quisiera implicar a alguien en una acusación, tenía derecho a presentar una denuncia y hacer que el culpable fuera procesado. Durante el gobierno de Tiberio surgió una clase de acusadores profesionales llamados delatores, que acusaban a cualquiera que pudiera haberlos ofendido. Esto era una tergiversación de la justicia; sin embargo, Tiberio apoyó ese sistema. Aunque parezca raro, esta práctica resultó perjudicial para el emperador, quien se convirtió en la víctima de los cuentos más desagradables. La reputación de Tiberio ha sido muy atacada por los historiadores, debido, en parte, a esa situación.

El Ejército.- El poder del ejército romano era notable. Durante algún tiempo las legiones estuvieron constituidas por soldados profesionales que se alistaban por veinte años. Como ya se ha dicho, la lealtad de los soldados se centraba más en su comandante general que en el gobierno romano; sin embargo, los soldados estaban bien preparados y luchaban fielmente. El ánimo del ejército era excelente, y vez tras vez demostró ser superior al espíritu y a la habilidad de las fuerzas enemigas. En los días de Augusto y de Tiberio era costumbre situar legiones permanentes en puntos estratégicos por todo el imperio, a lo largo de las fronteras y en las provincias conquistadas. En el año 23 d. C., 25 legiones de soldados romanos regulares mantenían el imperio bajo un excelente control militar. Las regiones del alto y del bajo Rin estaban bajo el dominio de cuatro legiones, mientras que en España sólo había tres. El norte del África, sin contar Mauritania, que era un reino tributario con su ejército propio, estaba bajo el dominio de dos legiones; y Egipto necesitaba sólo dos. En Palestina y Siria, había cuatro legiones. Tracia era un reino tributario y tenía su propio ejército. Había dos legiones en el bajo Danubio, dos en Mosia y dos en Dalmacia.  Estas 25 legiones se aumentaban con aproximadamente el mismo número de soldados auxiliares, lo que hacía un total de unos 250,000 hombres, calculando 5,000 soldados por legión. Estas estaban formadas casi exclusivamente de infantería pesada, aunque unas pocas contaban con contingentes de caballería. La legión también tenía su cuerpo de ingenieros, pues los romanos habían inventado un tipo eficiente de maquinarias para sitiar ciudades. Cada con unto de legiones, que formaban un ejército, estaba bajo el comando de un jefe supremo, o imperator, y cada legión estaba presidida por un legado. La legión, a su vez, consistía de unas cincuenta centurias, cada una de las cuales tenía de 50 a 100 hombres bajo el mando de un oficial llamado centurión.

Religión.- Tiberio se esforzó en los comienzos de su reinado por mejorar la vida religiosa de su pueblo. Por eso prohibió el culto de Isis, debido a las inmoralidades de ese culto. También ordenó que no continuara el culto de los judíos en Italia, y que fueran todos expulsados de ese país. (Un estudio de Tiberio y su relación con 79 los judíos puede leerse en el t. V, p. 67.) También se esforzó por destruir la astrología. Muchos astrólogos estudiaban el sol, la luna y los cinco planetas visibles, procurando, mediante encantamientos, obtener ayuda divina de los dioses que se creía que habitaban en esos cuerpos celestes (cf. t. 1, pp. 224-225, y t. IV, pp. 790-791). Pero los esfuerzos de Tiberio para suprimir a los astrólogos no tuvieron éxito, y en los últimos años de su reinado él mismo se hizo adicto de sus misterios. Los consultaba constantemente y, bajo la influencia de sus consejos, llegó a ser cada vez más pesimista y sombrío.

Administración Civil.- Durante el reinado de Tiberio no hubo notables adquisiciones de territorio, pero se hizo mucho para consolidar el dominio en las provincias remotas. Tracia fue puesta bajo un gobernador romano, y pronto fue anexada. Cuando Arquelao, rey de Capadocia, murió en el año 17 d. C., su reino fue constituido en una provincia gobernada por un procurador, y al mismo tiempo, el reino de Commagene, en la frontera oriental, fue puesto bajo el gobierno de un propretor. La inquieta y rica posesión de Judea había sido puesta por Augusto bajo el gobierno de un procurador (ver t. V, p. 65), y Tiberio dejó que continuara así; sin embargo, Judea estaba bajo la jurisdicción de Siria, que era más extensa, y el procurador de Judea tenía que rendir cuentas al gobernador de aquella provincia, cuya capital era Antioquía. Siria estaba rodeada por un círculo de pequeños Estados semiautónomos como Calcis, Emesa, Damasco y Abílene. Ver t. V, mapa frente a p. 289.

Los primeros nueve años del reinado de Tiberio pueden considerarse buenos, y su gobierno de éxito; pero alrededor del año 23 d. C. ocurrió un importante cambio. Sejano (o Seyano), ministro de Tiberio, ambicionaba reemplazar al emperador. Para lograrlo formó varias alianzas políticas y se esforzó por eliminar cualquier apoyo que Tiberio pudiera encontrar en el círculo inmediato de sus camaradas. Ni la familia del emperador escapó. Cuando murió Druso, hijo del emperador, después de una prolongada enfermedad, los historiadores de ese tiempo afirmaron que Sejano lo había envenenado.

Ultimos Años De Tiberio.- Tiberio comenzó a cosechar los amargos frutos de su apoyo a los delatores, de su fe en los astrólogos y de la libertad que dio a Sejano, su inescrupuloso ministro. El palacio abundaba en rumores, chismes y viles relatos que no perdonaban al emperador. Los lúgubres pronósticos de los astrólogos tenían la peor influencia sobre su mente, y las intrigas de Sejano amenazaban al mismo Tiberio. Este, vencido por la melancolía, por los temores en cuanto a su bienestar personal y por el odio que sentía aun por la atmósfera de Roma, se apartó completamente de esta ciudad y nunca más volvió a ella. Viajaba, pero nunca iba lejos dentro de Italia, y no salía de ésta. Pasó la mayor parte de los restantes trece años de su reinado en la isla de Capri.

Pero en su retiro tampoco halló paz. Lo perseguían su pesimismo y sus temores. No se sentía seguro frente a las intrigas de Sejano, a quien finalmente hizo matar. Las lenguas no cesaban de ocuparse del emperador, sencillamente porque se había retirado a una bella isla; en realidad, por esto mismo hablaban más de él. Como la gente no podía conocer la realidad de la vida privada de Tiberio, se comentaba mucho que se entregaba a tremendas orgías en la mansión de su aislamiento.

Tiberio, ya anciano, cayó enfermo cuando estaba de viaje. Se opuso a todos los esfuerzos que se hicieron para que se le prestara atención médica, y tomó parte muy activa en los juegos que se celebraron en su honor; sin embargo, finalmente tuvo que ser llevado a su lecho, aunque se le negó la oportunidad de morir de muerte natural. Macrón, sucesor de Sejano, prefecto del pretorio y suegro de Gayo, a quien 80 esperaba hacer emperador, asesinó a Tiberio en su lecho, asfixiándolo con la ropa de cama.

IV. GAYO CALÍGULA (37-41 D. C.)

Gayo, hijo adoptivo de Tiberio, generalmente conocido como Calígula (que significa "zapatilla"), se convirtió entonces en el emperador. En su juventud había sido amigo de Herodes Agripa, nieto de Herodes el Grande. (En cuanto a la relación de Roma con los Herodes, ver t. V, pp. 42-43, 65-67, 70.) Este príncipe palestino había sido educado en Roma con otros hijos de reyezuelos cuyos territorios estaban bajo el dominio romano. En Roma se hizo amigo de Claudio y de su sobrino Calígula. Ambos estaban destinados a ser emperadores. Calígula era un joven débil, nervioso y dado a los placeres. Con demasiada facilidad se dejaba influir por Agripa para practicar las despóticas costumbres del Medio Oriente, con lo cual puso una desventurada base para su futuro ejercicio del poder imperial.

A pesar de todo comenzó bien su reinado. Decretó una amnistía general para liberar a todos los presos y repatriar a todos los desterrados políticos. Se incorporaron nuevos miembros al senado, escogidos de entre los miembros de la clase adinerada de los caballeros. Muchos habitantes de las comunidades provinciales recibieron la ciudadanía romana. Fue un período de notable prosperidad que evidentemente agradó al pueblo.

Pero después de su primer año de reinado, Calígula se entregó a una vida disipada. No sólo dio al pueblo costosas diversiones, forzando a los senadores a que participaran en los juegos, sino que él mismo descendía a la arena para representar el papel de gladiador.

Durante su primer año, Calígula decretó que Herodes Agripa, con el nombre de Herodes Agripa I, fuera rey en Palestina; pero lo retuvo en Roma para tenerlo cerca. Poco después del nombramiento de Agripa como etnarca, murió su tío Felipe, y Gayo le entregó la tetrarquía de Felipe, además de Abilene y Celesiria.  Ver diagrama, t. V, p. 224.

Calígula pronto pretendió ser un dios. Ordenó que todos le rindieran culto, e hizo que se pusieran imágenes suyas en diversas comunidades, una de las cuales fue Alejandría, Egipto, donde vivían muchos judíos. Estos nombraron una delegación dirigida por el filósofo judío Filón, para que fueran a Roma y le rogaran al emperador que no obligara a los judíos a adorar su imagen, pues eso sería completamente contrario a sus convicciones religiosas. 

La delegación entrevistó a Calígula, pero fue en vano; no tuvieron ningún efecto las súplicas de Filón. El emperador ordenó que su imagen fuera levantada y que los judíos la adoraran.  Murió en el año 41 d. C. mientras insistía en que fuera instalada una imagen en el templo de Jerusalén, lo que hizo que los judíos estuvieran a punto de rebelarse.

Calígula trató de gobernar. Procuró imitar a los césares que lo habían precedido, y prestó seria atención a sus deberes; pero no quería gobernar siguiendo las normas republicanas, como lo habían hecho Augusto y Tiberio. Sentía desprecio por el senado y deseaba gobernar, no como imperator o cónsul, sino como rey. Quizo ser constructor; derribaba edificios y los sustituía con otros. Hizo construir un enorme acueducto, cuyos restos aún llaman la atención de los que visitan la ciudad de Roma.

Reedificó el palacio de los césares con un derroche extravagante. Comenzó nuevas facilidades portuarias para la ciudad de Roma en la desembocadura del Tíber, lo que podría haber sido provechoso; pero quedaron inconclusas cuando murió. Fue un derrochador que empobreció la tesorería que Tiberio, con su sentido de la economía, había mantenido con muchos recursos. Era arrebatado, voluble, e indudablemente 81 sufría de desequilibrio mental. Le gustaba hacer bromas, pero junto con éstas manifestaba una crueldad que le hizo decir una vez, por ejemplo, que deseaba que el pueblo de Roma tuviera un solo cuello para poder cortarle la cabeza de un solo golpe.

Calígula sólo reinó cuatro años. Fue asesinado por un oficial de la cohorte pretoriana a quien había insultado. Lo abandonaron completamente sus amigos, y Herodes Agripa fue quien se encargó de preparar su cuerpo para que fuera sepultado.

Cuando llegó al senado la noticia de que Calígula había muerto, inmediatamente comenzó a debatirse qué debía hacerse en cuanto a la sucesión. Se pronunciaron discursos en los que se insistía que Roma volviera al gobierno senatorial y que se restauraran los antiguos procedimientos republicanos. Eso habría eliminado todo el problema de la sucesión imperial. Sin embargo, había otros que creían que Roma había prosperado bajo el gobierno de un solo hombre, a pesar de que algunos césares habían sido malos, y que se debía nombrar el sucesor de Calígula.

V. CLAUDIO (41-54 D. C.)

Cuando los soldados pretorianos oyeron de la súbita muerte de Calígula, empezaron a recorrer el palacio en busca de botín. Uno de ellos encontró a Claudio, tío de Calígula, de unos cincuenta años de edad, agachado detrás de una cortina del palacio. Lo sacó arrastrando delante de los otros soldados, y gritó con una risotada: "Aquí está nuestro emperador". Esta versión se divulgó. La idea tomó fuerza, y poco después toda la guardia pretoriana apoyaba a Claudio como emperador de Roma. Siendo ya un hecho consumado, el senado romano no podía menos que reconocerlo. Poco tiempo después el derecho de nombrar los emperadores pasó de las manos de los pretorianos a las de los soldados romanos que estaban en servicio. En el caso de Claudio el pueblo ya estaba, en realidad, fuera del edificio del senado pidiendo que el senado nombrara a uno solo para que dirigiera el imperio, y cuando la soldadesca presentó ante los senadores el nombre de Claudio, ellos se apresuraron a aceptarlo como emperador.

La personalidad de Claudio era extraña. Tuvo una niñez desventurada; fue ridiculizado por sus compañeros y despreciado por sus familiares. Como no tenía relaciones normales y agradables con sus iguales, se vio forzado a confraternizar con lacayos, y vivió aislado la mayor parte de su vida. Había dedicado su tiempo a estudiar, especialmente historia. Escribía muchísimo; se interesaba en el arte dramático, y era un anticuario empeñoso, aunque mediocre. Conocía mucho de lo que había acontecido en Roma en lo pasado, pero evidentemente no estaba a tono con la Roma de sus propios días.

Administración Civil.- Claudio procuró ser un gobernante considerado. Concedió amnistía a los presos políticos y a los exiliados, y se prohibieron las confiscaciones. Los templos fueron restaurados, y se pusieron de nuevo las estatuas que habían sido retiradas, especialmente las que habían sido quitadas para colocar las de Calígula. Ordenó que algunas tropas cruzaran las fronteras para ocupar lugares donde se necesitaba fuerza militar, y se hizo notable por las colonias romanas que estableció en varias provincias por todo el imperio.

Uno de los logros importantes de Claudio fue la reorganización del senado. Tuvo la valentía de eliminar a algunos de sus componentes que no podían soportar la carga económica que implicaba la senaduría. Después ocupó las vacantes con caballeros que eran suficientemente ricos para hacer frente a las normas senatoriales. Muchos de esos caballeros eran de las provincias. Esto hizo que el senado fuera un cuerpo representativo más genuino, y ayudó a que el imperio no fuera el apéndice 82 de un gran municipio sino una vasta entidad política centralizada en una capital, con ciudades confederadas y provincias que ayudaban en el gobierno imperial.

Un censo hecho en el año 47 d. C. mostró que había casi 7,000,000 de ciudadanos en el imperio. Esto representaba un gran aumento sobre el censo del año 14 d. C., que dio unos 5,000,000 de ciudadanos. Reveló cómo los tiempos de comparativa paz y prosperidad a partir de Augusto habían ayudado al crecimiento de la población. También indicaba una amplia expansión de la ciudadanía por todo el imperio. A esa cifra de 7,000,000 debían añadirse las esposas y los hijos de los ciudadanos, lo que elevaba el total de los ciudadanos romanos y los que dependían de ellos a unos 20,000,000, de acuerdo con la estimación de Gibbon. A esta cifra debía añadirse la gran cantidad de provincianos que no tenían ciudadanía romana y las multitudes de esclavos que poblaban el mundo romano. El historiador Gibbon estima que a mediados del siglo I d. C. la población total era de 120,000,000, cifra, sin duda, demasiado alta; quizá fluctuaba entre los 80,000,000 y los 100,000,000 de personas (ver Edward Gibbon, The History of the Decline and Fall of the Roman Empire, ed. de J. B. Bury, t. 1, p. 42).

La afición de Claudio por las cosas antiguas hacía de él un verdadero romano de corazón y de espíritu. En su corte se notaba una atmósfera menos extranjera. Era considerado en su proceder con los extranjeros, es decir, los no romanos, pero los vigilaba para asegurarse de la plena lealtad de ellos. Los judíos eran tolerados, y evidentemente fueron tratados con más bondad que en tiempos de Tiberio; sin embargo, estallaron revueltas entre ellos, y como resultado Claudio dio un edicto expulsando a los judíos de Roma (ver t. V, p. 72). Entre los expulsados estaban Aquila y Priscila, judíos con quienes Pablo se relacionó mientras predicaba en Corinto, en su segundo viaje misionero (Hech. 18:2).

Era asombrosa la laboriosidad de Claudio en su esfuerzo por ser un emperador eficiente. Estaba en su despacho desde temprano en la mañana hasta tarde por la noche. Pasaba horas en el Foro, trabajando como juez de su pueblo. La gente acudía a él, le refería sus problemas y le pedía su ayuda y solución. Cuando se disponía a marcharse, con frecuencia la gente insistía en que se quedara hasta que todos los casos hubieran sido oídos. Se ocupó activamente en su programa de edificación, mayormente para completar las obras comenzadas por Calígula. El nuevo puerto de Ostia en la desembocadura del Tíber, tan útil para Roma porque el río se estaba llenando de cieno, Claudio lo concluyó con éxito. Terminó el enorme acueducto que Calígula había comenzado, y completó un gran túnel para llevar agua a Roma. Bretaña fue subyugada por completo, y Caractaco, uno de sus caudillos, fue llevado a Roma en triunfo. La religión de los druidas fue suprimida en las Galias y en gran medida ocurrió lo mismo en Britannia.

Claudio gastó tiempo y dinero en diversiones para el pueblo romano, pero era claro para los que lo conocían, y quizá también lo advertía la multitud, que lo hacía sólo por cumplir un deber, como si el anticuario hubiera continuado con la antigua rutina romana sin participar genuinamente en la vida del pueblo. Pero el tesoro público quedó exhausto. Hubo carencia de cereales, y el pueblo culpó al emperador. Mientras más se afanaba por resolver los problemas del pueblo, más responsable se hacía de las dificultades de la gente. Esto le impidió llegar a ser un gobernante popular.

Vida Personal.- Por otra parte, caía en la complacencia propia, y a medida que envejecía se entregaba más a la intemperancia en la comida y la bebida. Como ya se ha dicho, trabajaba infatigablemente, y luego comía en exceso en un intenso esfuerzo por restaurar su decadente fuerza física. Su salud se deterioró gradualmente, y 83 las intrigas y los males de la vida del palacio aceleraron el proceso.

Claudio se casó cuatro veces. Su tercer matrimonio, con Mesalina, fue especialmente repugnante. La inmoralidad de la conducta de ella fue descarada y, de acuerdo con un relato de ese tiempo, hasta participó en una ceremonia nupcial con uno de sus amantes. Mesalina fue muerta debido a sus infidelidades. Claudio se casó después con su sobrina Agripina, quien logró que Nerón, hijo de ella, fuera el sucesor del trono cuando muriera su padrastro. Esto equivalía a dejar a un lado al hijo de Claudio, joven que fue muerto después. Agripina pronto se cansó de esperar la muerte de su esposo, lo que abriría el camino para que su hijo Nerón ocupara el trono, y finalmente tramó un complot para que su esposo fuera envenenado. Clandio bebió el primer brebaje de veneno, pero ya fuera porque había comido demasiado o había tomado mucho vino, el veneno no tuvo efecto. Un médico llamado por Agripina introdujo una pluma envenenada en la garganta del emperador, evidentemente con el pretexto de proporcionarle algún alivio gastronómico. Claudio se sumió gradualmente en la inconsciencia y murió por los efectos del veneno así aplicado. Nerón fue su sucesor. Esto ocurrió en el año 54 d. C.

VI. NERÓN (54-68 D. C.)

La familia del nuevo emperador desde hacía mucho tiempo había tenido importancia en el ambiente de Roma; unos doscientos años antes se habían elevado de la clase plebeya. Ese clan había producido dos cónsules, un pontífice máximo y varios generales. El padre de Nerón había sido acusado de muchos crímenes: incesto, adulterio, asesinato y traición. Se casó con Agripina, hermana de Calígula, y el hijo de ambos, Lucio Domicio, fue el Nerón de la historia. El padre murió cuando Nerón sólo tenía tres años de edad; su madre fue desterrada, y una tía fue su tutora. Calígula se apropió del patrimonio del niño, pero Claudio más tarde se lo restituyó.

La educación del muchacho había incluido muchas cosas perjudiciales. Conocía buenas maneras, la etiqueta de la corte, sus derechos y prerrogativas, pero estaba demasiado versado en los vicios y en las corrupciones de sus días. Su desventura fue la de muchos jóvenes romanos de buena cuna: su instrucción había estado en manos de sirvientes poco supervisados. Una excepción a esto fue que tuvo a Séneca como su tutor. Este tutor, hermano del Galión que fue procónsul de Acaya cuando Pablo estaba en Corinto (Hech. 18:12), nació en una familia de maestros, y llegó a ser filósofo y versado en los asuntos materiales. Sabía cómo retener amigos influyentes y cómo beneficiarse mediante su amistad. Sus principios eran buenos, propios del estoicismo que profesaba. Sabía cómo vivir sin corromperse en una época y un ambiente perversos. Es evidente que tuvo una buena influencia sobre Nerón, la que se extendió durante los primeros años del nuevo reinado. También es obvio que su influencia no fue ni lo bastante buena ni lo suficientemente decisiva. Las malas características inherentes del joven, los mismos de que había sido objeto y la corrupción que lo rodeaba, pudieron más que la capacidad de Séneca o quizá que su voluntad para vencer.

Otro de los primeros favoritos de Nerón fue Burro, prefecto de los pretorianos, de larga experiencia en la corte. Era un hombre de sagacidad innata, disciplinado y de una sensibilidad moral sorprendente para una persona de su posición.

Nerón padecía de obsesiones. Temía a su madre. Temía a Británico, el hijo de Claudio, a quien Agripina había logrado desplazar para promover a su propio hijo. Pero cuando Nerón fue presentado por Burro ante los pretorianos como el idóneo sucesor de Claudio, lo aclamaron. Ya no hubo ningún poder que pudiera disputarle 84 esa aprobación, mucho menos al negligente senado. Nerón tenía unos 17 años de edad cuando fue hecho emperador.

Agripa sumió entonces el papel de emperatriz, en lo cual cooperó con Nerón. Se hacia llevar en la tierra imperial junto con su hijo, daba consejos y recibía embajadas. Disponía de envenenadores para eliminar a las personas que parecían ser obstáculos en su camino. Procuraba dominar completamente a su hijo, el joven emperador. Para contrarrestar ese dominio materno, Séneca y Burro convinieron en mantener su influencia sometiéndose a la voluntad de Nerón. Pensaron que la forma más efectiva de influir en Nerón era someterse a los caprichos del soberano. De ese modo, Nerón fue envileciéndose gradualmente desde sus primeros años de gobierno.

Muchos de los actos del joven emperador fueron deliberadamente malos. Hizo envenenar a Británico. Por una concubina abandonó a su esposa a su esposa Octavia, a quien Agripina tomó entonces bajo su protección. Eliminó a Palas, liberto que había sido ministro de Claudio y protegido de Agripina. Halagado por los aplausos de la multitud, se exhibía despreocupadamente en el circo y en el teatro, y hasta participaba en pequeños robos callejeros y peleas las que se disfrazaba, pero no suficientemente. Lo mejor que se puede decir de Nerón es que dejaba los asuntos de gobierno a sus ministros. Séneca y Burro mantenían siempre bien informado al senado de todo lo relacionado con el gobierno y de ese modo se protegían de la ira de la madre de Nerón. Nerón actuaba públicamente como juez, y realmente procuraba ser justo en su fallos. No tomaba en cuenta las burlas que el populacho insolente con frecuencia había dirigido contra el trono. Por todas estas razones, sus primeros años parecieron tolerables, especialmente si se compara con la última parte de su reinado.

En el año 58 d. C. precenció un cambio para mal en la vida del emperador. Lo primero que sucedió en este segundo periodo fue su enamoramiento de Popea, la disoluta esposa de Otón, favorito de la corte del emperador. Cuando pareció que Otón se opondría a las familiaridades de Nerón con su esposa, le fue dado un cargo en Lusitania (moderno Portugal), para que no interfiriera en esas relaciones. El siguiente hecho, y que sin duda resulto de la mala influencia de Popea, fue el asesinato de Agripina, la madre de Nerón. 

El emperador temió las consecuencias de ese terrible acto, pero cuando entró de nuevo a Roma después de la muerte de su madre, fue recibido con más exorbitante adulación que le prodigaron tanto los senadores como el pueblo. Desde ese momento, el emperador se volvió sumamente egocéntrico, pero al mismo tiempo era débil y vacilante, supersticioso y cobarde, desenfrenado y lascivo, y de un temperamento peligroso para todos los que lo rodeaban. Se entregaba cada vez más a las disipaciones más públicas y corruptas. Inducía a esos desenfrenos tanto a nobles como plebeyos mediante cenas públicas en la que se practicaban y se estimulaba una inmoralidad descarada. Parecía que el mismo populacho estaba siendo inducido a una completa corrupción.

Burro y Séneca continuaron desempeñándose como ministros de Nerón, pero su influencia iba declinando. Hombres perversos, Tigelino y Rufo, iban ganando influencia. Burro murió en el año 62 d. C., quizá envenenado. Séneca procuró fructuosamente retirarse a la vida privada. Nerón repudió públicamente a Octavia, después la hizo matar en muy forma muy cruel, y se casó con Popea. Entonces, como la tesorería estaba vacía debido al libertinaje del emperador, se eliminaba a ciudadanos ricos para que su fortuna pudiera ser confiscada.

Incendio De Roma.- Este trágico holocausto, el acontecimiento mejor conocido del reinado de Nerón, ocurrió en el año 64 d. C. De los catorce sectores que constituían la ciudad, sólo se salvaron cuatro, tres se quemaron completamente, y los otros 85 siete sufrieron daños más o menos graves. Fueron destruidos algunos de los edificios más famosos de la ciudad, tanto públicos como palacios. Hasta el palacio de Nerón sufrió con el fuego. Miles de las casas de los plebeyos y de las hacinadas viviendas de los distritos más pobres fueron destruidas. Se perdieron obras de arte de valor incalculable, e indudablemente se quemaron documentos de gran valor legal e histórico.

Podría ser cierto que Nerón hizo incendiar a Roma para que le sirviera como telón de fondo para recitar con lenguaje de tragedia el poema épico El saqueo de Troya. No hay motivo especial para rechazar esta idea, aunque circularon otras versiones. Se dijo que sólo había impedido que se hicieran esfuerzos eficaces para detener el incendio; según otra versión, Nerón incendio la ciudad porque deseaba tener una oportunidad de reedificarla con toda magnificencia y dar su nombre a la ciudad restaurada.

Ya sea que haya incendiado Roma, o que lo haya permitido, Nerón se extralimitó. Esto lo comprendió, y mando hacer ofrendas expiatorias especiales a los dioses. Con todo, los sobrevivientes del incendio murmuraban contra él. Tácito, historiador romano, escribiendo unos cien años después del nacimiento de Cristo, dijo: "Ni la reparación humana, ni la munificencia imperial, ni todas las formas de aplacar el cielo, pudieron sofocar el escándalo o desvanecer la creencia de que el incendio había sido intencional" (Anales xv. 44).

Persecución De Los Cristianos.- ¿Qué podría ser Nerón? Debía buscar a alguien a quien culpar del desastre. Encontró la víctima propiciatoria en la secta ilegal de los cristianos, quienes en ese tiempo sin duda habían llegado a ser numerosos en la ciudad. Dice Tácito: "Por lo tanto Nerón, para acallar el rumor, presentó como criminales y castigó con el máximo refinamiento de crueldad, a una clase de hombres detestados por sus vicios, a quienes la turba llamaba cristianos. Crhistus, el que dio origen al nombre, había padecido la pena de muerte durante el reinado de Tiberio, por sentencia del procurador Poncio Pilato; y la perniciosa supertición fue reprimida por un momento, sólo para irrumpir una vez más no sólo en Judea, donde se originó la enfermedad, sino en la capital misma, donde proliferan y se ponen de moda todas las cosas horribles y vergonzosas del mundo" (Ibíd.). Esto basta para conocer la opinión de Tácito. Después prosigue describiendo la forma en que Nerón persiguió a los cristianos:

"Primero eran arrestados los miembros reconocidos de la secta; después, por confesión propia, eran condenados en gran número, no tanto a causa de un incendio premeditado como por odiar a la raza humana. Y el escarnio acompañaba a su fin. Eran cubiertos con pieles de fieras y muertos a dentalladas por perros, o eran atados a cruces, y cuando terminaba la luz del día eran quemados para que sirvieran como antorchas por las noches. Nerón había cedido sus jardines para el espectáculo, y presentó una exhibición en su circo mezclándose con la turba disfrazado de auriga, o montado en su carro. Por lo tanto, a pesar de una culpa que había merecido el castigo más ejemplar, se despertó un sentimiento de compasión debido a la impresión de que estaban siendo sacrificados no para el bienestar del Estado, sino debido a la ferocidad de un solo hombre" (Ibíd.).

Pedro Y Pablo.- Esta persecución de Nerón, que comenzó en el año 64 d. C., no fue la expresión de una política gubernamental acerca de los cristianos, sino que surgió del antojo y capricho de Nerón, como una manera de eludir su culpa. La persecución fue severa, pero ahora es imposible determinar hasta donde llegó su persecución. Suetonio, contemporáneo de Tácito, dice que "se infligió castigo a los cristianos, una clase de hombres entregados a una nueva y maligna superstición" 86 (Nerón vi. 16). No cabe duda de que centenares de cristianos sufrieron el martirio en la ciudad de Roma, y que también pudo haber habido estallidos de persecución contra ellos en las provincias. Ninguno de los escritores paganos se refiere a Pedro o a Pablo por nombre, pero los primeros autores cristianos unánimemente se refieren al martirio de esos apóstoles en el tiempo de Nerón, y en Roma. Entre ellos están Tertuliano (m. c. 230 d. C.; Contra Marción iv. 5) y Eusebio (c. 325 d. C; Historia eclesiástica ii. 25).

La antigua mazmorra Mamertina que se halla situada en las proximidades del Foro Romano, y no lejos del antiguo recinto del senado, aún es mostrada a los turistas como el lugar donde se supone que Pablo estuvo encarcelado. La fecha de su muerte puede ubicarse entre los años 66 y 68 d. C., el año en que murió Nerón. De acuerdo con una antigua tradición, Pedro fue martirizado después de Pablo, siendo crucificado con la cabeza hacia abajo (Eusebio, Historia eclesiástica iii. l; cf.  HAp 428-429).

Muerte De Nerón.- Mientras continuaba esporádicamente la persecución de los cristianos en Roma, Nerón se ocupaba de reedificar la ciudad. Se diseñaron nuevamente las calles y se levantaron edificios que mostraban belleza y criterio artístico. Grandes sumas de dinero se gastaron en la reconstrucción, dinero que tuvo que provenir de la gente rica de las provincias y de gravosos impuestos. Pero eso no apaciguaba al pueblo. Ya no se trataba sólo de murmuraciones entre la plebe. La nobleza, los líderes de la vida social y económica de Roma, estaban determinados a que hubiera un cambio en el gobierno. Se descubrió uno de los complots más organizados, y los conspiradores fueron juzgados, condenados y muertos. Entre ellos estaba el antiguo amigo y mentor de Nerón, Séneca, que en vano había procurado retirarse de la vida pública, apartándose de la ciudad de Roma y de sus peligros. Nerón pudo entonces incluirlo en la lista de los conspiradores y hacerlo morir como un criminal.

En los últimos años de su vida Nerón se había vuelto más libertino, más indigno de confianza, más disipado, más cruel. Parecía no tener límites su infundado egotismo. Sus precoces alardes de poeta y artista continuaron hasta el fin. Antes del incendio de Roma había decidido hacer un viaje al Medio Oriente; pero esos planes fueron interrumpidos por su deseo de hacer que Roma fuera reedificada. Por fin emprendió viaje en el año 66, y estuvo ausente cerca de dos años. Su gira fue una exhibición pública de vanidad depravada y corrupta. A su regreso efectuó una entrada triunfal en Roma, pero eso no distrajo al público de su descontento, lo que se notó especialmente entre los nobles.

Nerón recibió entonces noticias de graves defecciones entre los generales de las provincias. Se mencionaba especialmente a Galba, destacado en España, pues Víndex, prefecto de una de las provincias de las Galias, le había hecho proposiciones formales para que fuera emperador. Galba vaciló en participar de la conspiración, pero Víndex siguió adelante con el complot. Nerón consiguió que Víndex fuera declarado enemigo público, pero para entonces Galba estaba resuelto a seguir adelante con la conspiración. El pueblo clamaba contra Nerón, los senadores se mantenían apartados de él, y los pretorianos le negaban su protección. El emperador huyó de Roma, por lo que el senado lo proclamó enemigo público y decretó su muerte. Escondido en una casucha a la vera del camino, Nerón se puso un arma contra el pecho, y un esclavo lo traspasó con ella. Murió en el momento en que llegaban los soldados para apresarlo. El tirano murió vergonzosamente a la edad de 30 años, después de un afrentoso reinado de catorce años.  Eso sucedió en el año 68 d. C. 87

VII. DESDE GALBA HASTA ADRIANO (68-138 D.C.)

Sucesores De Nerón, 68-69 D.C.- Galba, jefe supremo del ejército en España, fue elegido rápidamente por sus soldados para que ocupara el lugar de Nerón. Esta fue la primera vez que un emperador fue nombrado por sus soldados en la provincia, lejos de Roma. Con esta elección Roma también se apartó de la antigua familia juliana, de la cual habían salido hasta entonces todos los Césares. Galba se dirigió a Roma. Por supuesto, hubo otros aspirantes al trono, y Galba hizo matar a varios nobles conspiradores, a algunos sin juicio previo. El nuevo emperador no estaba dispuesto a esgrimir solo la autoridad imperial, y aceptó que se le nombrara como asociado a un romano notable llamado Pisón. El hecho de que el senado aclamara el nombramiento de Pisón, ofendió profundamente a Otón, el que una vez fuera esposo de Popea, mujer de Nerón. Otón, que también era general, conquistó el favor de algunos de los soldados, y después fue presentado ante la guardia pretoriana que lo aclamó como emperador. Los soldados abandonaron a Galba, y cuando éste y Pisón se presentaron en el Foro, Galba fue asesinado inmediatamente, y poco después Pisón sufrió la misma suerte.

Las noticias de este disturbio y derramamiento de sangre llegaron a las Galias, donde el legado Vitelio aceptó las súplicas de los soldados de que fuera emperador. Las legiones de las Galias y de Alemania apoyaron a Vitelio, y éste marchó hacia Roma. Otón salió a hacerle frente en el norte de Italia, y en la batalla que se riñó fue muerto y su ejército fue derrotado. Vitelio marchó sobre la capital, donde el impotente senado lo aclamó emperador.

Mientras tanto había surgido Vespasiano, otro candidato, que entonces servía como legado en Judea. Su familia era prácticamente desconocida, pero él había cumplido con éxito importantes responsabilidades. Había sido legado de una legión en Britannia y finalmente había llegado al consulado. En los últimos años de la vida de Nerón habían estallado graves desórdenes en Palestina, y Vespasiano había sido enviado allí para aplastar la revolución judía. Mientras estaba cumpliendo esa comisión, el ejército de Oriente lo proclamó emperador. Los ejércitos del norte de Italia también le ofrecieron su lealtad. Vespasiano marchó hacia Roma y derrotó a las fuerzas de Vitelio. El senado de buena gana declaró emperador a Vespasiano. Nerón había tenido tres sucesores en menos de un año.

Durante estos importantes cambios dinásticos, ¿qué había sucedido al Imperio Romano en su conjunto? Debe destacarse de nuevo que fuera del imperio no había ningún poder fuerte que pudiera aprovecharse del desorden de Roma. Partía, el único posible retador del poder imperial, acababa de sufrir una derrota ante los romanos. Dentro de los límites del imperio no había ningún partido organizado, de "oposición", que aprovechara de los disturbios; por lo tanto, el ritmo de la vida del imperio prosiguió a pesar de los tumultos de la capital. Es cierto que fueron perturbadas las zonas por donde pasaban los ejércitos que iban a entronizar a sus respectivos generales en Roma, y que fueron depuestos los legados, procuradores y procónsules de algunas de las provincias. Era inevitable que hubiera perturbaciones en los negocios, especialmente, a medida que los nobles que tenían un capital invertido se veían implicados en sucesivos cambios de gobierno. Pero en su conjunto la vida del imperio prosiguió como lo había hecho durante cien años antes, cuando casi se llegó a la anarquía con motivo del asesinato de julio César. Continuaba el comercio marítimo. Los agricultores proseguían sus labores. Las legiones continuaban con su misión de vigilancia, y elegían a los generales a quienes querían permanecer leales. A pesar de toda la corrupción, había una base sólida en el pueblo, en los hogares en los cuales padres y madres continuaban con sus deberes al lado de sus hijos y echaban el 88 fundamento imprescindible de la vida de sus comunidades. Los sacerdotes continuaban con sus deberes en los templos paganos. Los adictos a los cultos de misterio proseguían con sus prácticas religiosas. El cristianismo también continuaba creciendo entre la gente como una levadura de bien.

Vespasiano, 69-79 D. C.- Vespasiano dejó a Tito, su hijo mayor, para que continuara subyugando a los rebeldes judíos, mientras él continuaba lentamente su viaje a Roma. Sus intereses en la capital estaban a cargo de Muciano, legado de Siria, y de Domiciano, el hijo menor del emperador.

Tito completó con eficacia la tarea comenzada por su padre. Jerusalén fue cercada en la primavera (marzo-mayo) del año 70 d. C., y a fines de agosto, después de una tenaz resistencia, fue tomada y casi completamente destruida. Tito regresó triunfalmente a Roma, llevando consigo a miles de cautivos y un gran botín. En el arco de Tito que aún está en Roma se conmemora su victoria. (Hay una detallada descripción de las guerras judías y de la destrucción de Jerusalén en el t. V, pp. 74-79.)  

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Cuando Vespasiano estaba por vestir la púrpura imperial, algunas de las legiones que lo habían apoyado en las Galias y en la parte baja de Alemania trataron de terminar sus relaciones con Roma y de formar un gobierno separado en las provincias galas; pero sólo bastó una demostración de fuerza de Muciano para que las legiones se sometieran, y se apagó la revuelta. Como una cantidad de legiones auxiliares de naturaleza tribal habían participado en la rebelión, el gobierno romano comenzó desde entonces la práctica de asignar los auxiliares tribales en partes del imperio distantes de su terruño para disminuir el riesgo de tales rebeliones.

Cuanto Tito regresó de Palestina, Vespasiano lo convirtió en prefecto del pretorio y le dio el poder tribunicio: la autoridad, pero no el cargo de tribuno. Juntos manejaron con sabiduría el imperio. Su principal contribución quizá fue en lo que atañe a las finanzas, donde el sentido de economía de Vespasiano restauró la tesorería que había quedado vacía debido a los despilfarros de los emperadores anteriores. Fueron reorganizadas varias provincias, y la defensa imperial se fortaleció por el norte hasta Britannia y en las fronteras formadas por los ríos Rin, Danubio y Eufrates. La construcción de imponentes edificios en Roma dio un aire de prosperidad al nuevo régimen. Fue restaurado el incendiado templo capitalino, se erigió un templo de la paz y se comenzó la obra del Coliseo monumental, cuyas ruinas existen todavía. Tan estable fue el gobierno de Vespasiano, que cuando él murió en el año 79, Tito pudo sucederlo sin disturbios.

Tito, 79-81 D. C.- El hijo demostró ser un digno sucesor de su eficiente padre. Por desgracia, su reinado fue corto; por eso no pudo cumplir muchas de sus primeras promesas. El recuerdo de su gobierno fue también entenebrecido por dos desastres. En el año 79 el Vesubio hizo erupción y su lava volcánica sepultó las ciudades de Pompeya y Herculano, cuyas ruinas, al ser excavadas, han proporcionado una rica fuente documental acerca de la vida romana en Italia durante el siglo I de nuestra era. Un año más tarde Roma sufrió otra vez un desastroso incendio que ardió durante tres días y dejó gran parte de la ciudad en ruinas. Sin embargo, nadie culpó a Tito por esas catástrofes, y su muerte en el año 81 d. C. fue profundamente lamentada en el imperio. Domiciano, su hermano menor, ocupó el trono sin oposición.

Domiciano, 81-96 D. C.- El nuevo gobernante tenía un interés genuino en la vida política, social y literaria del imperio; pero el bien que realizó quedó anulado por el odio que despertaban sus métodos violentos y autocráticos. A pesar de todo, la historia registra los progresos imperiales durante su mandato. Autorizó una campaña 89 desde Britannia a Caledonia (Escocia), y él mismo comandó un ejército que penetró en Alemania cruzando el Rin. Allí anexó al imperio un territorio al este de ese río. Una rebelión de dos legiones destacadas en Mainz fue fácilmente sofocada. Esto dio lugar a la política de no tener más de una legión estacionada permanentemente en un lugar. Una revuelta de las tribus germánicas al otro lado del bajo Danubio fue dominada con más dificultad, y el acuerdo que Domiciano hizo con esas tribus no fue duradero.

En los comienzos de su reinado se esforzó por deificar a los emperadores, y estableció un colegio sacerdotal de los Flavios para el culto de su difunto padre y de su hermano. Se dio a sí mismo el título de dominus et deus ("señor y dios"), y así intensificó el culto del emperador por todo el imperio, lo que contribuyó a la persecución de la iglesia cristiana. Sin duda, el apóstol Juan fue desterrado en ese tiempo a la isla de Patmos, y se supone que una cantidad de otros discípulos fueron muertos durante su reinado. Es imposible decir ahora cuán abarcante y cuán cruel fue la persecución, pues muy poco se dice de ella en los registros de la época. La mayor parte de las referencias se encuentran en escritos cristianos posteriores, como los de Tertuliano. Esa persecución no representa una política imperial deliberada, sino que, como la de Nerón, fue el resultado del proceder autocrático del emperador y su resentimiento contra un conjunto de religiosos fanáticos que se negaban a ajustarse a la conducta general del pueblo romano. Por esa misma razón castigó duramente a ciertos judíos que seguían rebelándose después de su derrota unos veinte años antes.

El reinado de Domiciano, que duró hasta que fue asesinado en el año 96 d. C., fue notable por los enconados conflictos del emperador con el senado. Una cantidad de senadores eminentes fueron ejecutados, acusados de traición, y cuando murió el tirano, su nombre fue borrado de los registros oficiales por el senado y su memoria fue maldita.

Nerva, 96-98 D. C.- Los conspiradores que eliminaron a Domiciano en el otoño (septiembre-noviembre) del año 96, eligieron como su sucesor a un anciano senador llamado Nerva. Este era de carácter recto, pero no lo bastante fuerte para hacer frente a las dificultades heredadas de su predecesor. Por lo tanto, adoptó a Trajano, el legado de la alta Alemania, para que gobernara con él. Así como Vespasiano lo había hecho con Tito, Nerva dio a Trajano la autoridad tribunicia y el imperium de un procónsul. Además de transferir los costos del servicio postal del gobierno de las ciudades a la tesorería imperial y de una decisión de dar ayuda estatal a los huérfanos, poco es lo que se registra del reinado de Nerva. Cuando murió en el año 98, Trajano ocupó su lugar.

Trajano, 98-117 D. C.- El nuevo emperador había nacido en Itálica, España, y fue el primer gobernante elegido de una provincia. La elección resultó buena. Su carácter era firme, tenía buen talento administrativo, era un general de éxito, y pronto ganó el afecto y el respeto de su pueblo. Bajo su conducción prosperó un gobierno bien ordenado, las tropas estuvieron bajo control, fueron alimentados los niños pobres, la agricultura fue estimulada, se emprendió un extenso programa de construcciones y los caminos que cruzaban las provincias se mejoraron y ampliaron. Tales planes exigían dinero, pero las finanzas se hallaban sobre una sólida base, y transitoriamente pudieron soportar la presión ejercida sobre ellas.

Una gran parte del reinado de Trajano correspondió a las campañas militares. En dos duras guerras, Trajano añadió a Dacia (al norte del Danubio) a la lista de las provincias romanas. Posteriormente, a partir del año 113, trató de conquistar a Partia. Esto representaba ir más allá de las fronteras establecidas por Augusto, y 90 muchos historiadores creen que Trajano no fue sabio al tratar de extender tanto el territorio de Roma.

Salvo la lucha contra Partia, este reinado fue próspero, pero se menoscabó por dos hechos. Uno de ellos fue una grave rebelión de los judíos en el norte del África, Chipre, Egipto y Mesopotamia. La rebelión fue tan grave que se necesitó un gran número de soldados romanos para dominarla. La pérdida de vidas fue numerosa en ambos lados. Los judíos lucharon fanáticamente, y tanto éstos como sus enemigos perpetraron horribles matanzas antes de que la revolución fuera sofocada.

El otro hecho fue una persecución desatada contra los cristianos. Trajano trazó una política para raer el cristianismo. Existe una interesante e importante carta de Plinio el joven, gobernador del Ponto, quien escribe al emperador que el cristianismo se ha extendido tanto en su zona que los templos están desiertos, y los artesanos que hacen materiales para el culto de los dioses se han quedado sin trabajo. Declara que ha seguido el procedimiento de hacer comparecer ante él a los acusados de ser cristianos, y si reconocen su fe, ha ordenado darles muerte. Como resultado, el culto de los templos se ha restaurado en gran medida.

Trajano respondió y aprobó lo que había hecho Plinio; pero es digno de alabanza porque especifica que si alguno es acusado de ser cristiano, no debe ser procesado a menos que el acusador firme la acusación, y que los que reniegan de su fe cristiana no deben ser castigados; sin embargo, la pena de muerte es el castigo del que se reconoce como cristiano o se le compruebe que lo es (Plinio, Cartas x. 96-97).

Esta es la primera de una serie de medidas específicas establecidas por los emperadores romanos contra los cristianos.  Estas medidas no fueron abrogadas durante 140 años, y debido a ellas murieron miles de cristianos. En el año 250 d. C., en los días del emperador Decio, se anunciaron nuevas disposiciones que resultaron mucho más duras. Su propósito era la exterminación de toda la iglesia.

Entre los cristianos que sufrieron el martirio en los días de Trajano, está la discutida figura de Ignacio, el que presidía en la iglesia de Antioquía de Siria. Según las tradiciones incorporadas en posteriores biografías de él, fue arrestado y llevado a Roma. Se ha supuesto que durante su viaje escribió una serie de epístolas, las cuales han suscitado preguntas que han perturbado por mucho tiempo a los eruditos. Si son genuinas tales cartas, son una notable prueba del antiguo establecimiento de un episcopado que tenía mucha autoridad.

Los historiadores concuerdan en que el reinado de Trajano fue uno de los mejores en los extensos anales romanos. Su muerte en Cilicia en el año 117, cuando regresaba a Roma, fue una gran pérdida para el imperio.

Adriano, 117-138 D. C.- Trajano adoptó poco antes de morir a un primo suyo, conocido en la historia como Adriano, y éste fue su sucesor en el trono imperial. Era extraordinariamente enérgico, profundamente interesado en el arte y en la literatura, y apreciaba mucho el helenismo. Sentía a fondo su responsabilidad de gobernador, y pasó mucho de su tiempo viajando por el imperio. No era expansionista, y retiró las fuerzas romanas de los territorios orientales que Trajano acababa de anexar al imperio. Efectuó una cantidad de reformas administrativas y se ocupó en un activo programa de construcción de caminos, edificios y acueductos. Su actividad militar más importante fue haber sofocado otra rebelión judía que comenzó cuando él emprendió el establecimiento de una colonia en el antiguo lugar de Jerusalén. Las revueltas fueron esporádicas al principio, y sofocadas localmente; pero en 132 la rebelión estuvo mejor organizada y fue necesario movilizar un ejército contra ella. Esta rebelión no fue sofocada sino hasta el año 135. Hubo muchos muertos entre los judíos. (Esta revolución se trata más ampliamente en el t. V, p. 80). 91

Adriano continuó con la política de que la sucesión fuera por medio de la adopción de hombres dignos, política que había sido iniciada por Nerva y continuada por Trajano. Pero ya estamos más allá del período histórico que es el tema de este capítulo: La historia romana en los días del Nuevo Testamento.

VIII. CULTURA ROMANA, FILOSOFÍA Y RELIGIÓN

Cultura Romana.- La cultura romana fue tomada de Grecia. Los romanos no eran un pueblo naturalmente inclinado a las artes ni a la poesía, sino más bien eran gente práctica, dada a las leyes y a la vida militar. Pero cuando comenzaron a disfrutar de más comodidad debido a sus conquistas territoriales en el Cercano Oriente, prestaron atención a la cultura helenística que había salido de Grecia durante la era alejandrina, y se había esparcido por todo el Medio Oriente. Esta cultura agradó a los romanos, y procuraron adaptarla a sus necesidades. Los dramaturgos, poetas, pintores, escultores y filósofos griegos penetraron en Roma, fueron protegidos allí por senadores y por gente rica, y al pasar los años, los intelectuales romanos, estimulados por la belleza y gracia del arte griego, comenzaron a imitar y a romanizar las formas griegas que florecían entre ellos.

Filosofía Romana.- En ninguna otra disciplina se vio más claramente el préstamo tomado de una cultura como en la adopción que hizo Roma de la filosofía griega. Las filosofías de Platón y de Aristóteles experimentaban un eclipse transitorio en los albores de la era cristiana, pero la resurrección del platonismo en el siglo III tuvo un notable efecto sobre la teología de Clemente y Orígenes, cristianos de Alejandría. El neoplatonismo se convirtió a su vez en una especie de secta rival del cristiano, y proporcionó a Agustín el germen para su doctrina de la predestinación. De ese modo la influencia del paganismo continuó hasta alcanzar al mundo mediante algunas enseñanzas erróneas en la iglesia.

Los sofistas continuaron esgrimiendo su cínica influencia. Enseñaban que el hombre era la medida de todas las cosas y que, por lo tanto, el conocimiento y la verdad eran relativos y que lo que cada hombre conocía llegaba a ser la verdad para él. Según esto, dos proposiciones opuestas podían ser ambas verdaderas. La pregunta cínica de Pilato, aunque patética, "¿Qué es la verdad?", dirigida al Señor de la verdad y registrada por el teólogo Juan (cap. 18:38), ilustra la incómoda posición de los sofistas. Ejercían una fuerte influencia sobre una gran cantidad de los seudointelectuales que rodeaban a personajes de la más encumbrada sociedad romana.

La filosofía epicúrea era popular en Roma. Sus seguidores enseñaban que toda la materia está constituida de átomos. Vida, mente, alma y cuerpo están formados de átomos. Enseñaban que no hay pasado ni futuro para la personalidad, pues los átomos de que está formada el alma se disipan con la muerte y, por lo tanto, es imposible la continuación de la personalidad. Por eso se debiera aprovechar la vida al máximo mientras se tiene conciencia de ella. Una enseñanza tal significaba para los epicúreos de buenas inclinaciones la satisfacción de hacer el bien y de ser útiles, de dar lo mejor de sí, pero para los de malas inclinaciones daba pábulo para la complacencia propia y la satisfacción de las más bajas inclinaciones. Horacio y Lucrecio fueron exponentes del epicureísmo romano.

En la filosofía estoica se entratejía una admirable cualidad ética. Su originador fue el filósofo Zenón, quien enseñó en la Stóa poikíl', el "pórtico pintado" de Atenas, alrededor del año 300 a. C. Zenón afirmaba que la vida está en el lógos o principio divino, que impregna toda la materia. Esto era el resultado de un concepto panteísta de Dios, y parecía dar racionalidad al universo material. Encontrar una forma racional de vida era encontrar el camino del orden piadoso y dar un sentido piadoso a la 92 existencia. Esto es lo que los estoicos llamaban vivir de acuerdo con la naturaleza. Lograr esto con éxito era alcanzar la virtud, el propósito máximo de la vida humana. La expresión suprema de la virtud era cumplir los deberes individuales para con el Estado, los hombres y uno mismo. Una sociedad bien ordenada debía derivarse de esta forma de vida; por lo tanto, un Estado fuerte, bien gobernado, que condujera a los hombres por el buen camino, era la condición óptima de la sociedad.  Pablo hizo frente a esta filosofía y al epicureísmo en el Areópago de Atenas (ver Hech. 17:16-21).,

Los emperadores romanos fueron estoicos durante 70 años a partir de Nerva, sucesor del despótico Domiciano, y dieron a Roma una de sus raras edades "de oro". Las Meditaciones de Marco Aurelio han sobrevivido hasta hoy como una lectura inspiradora; pero como querían lo mejor para el Estado estoico como ellos lo concebían, dichos emperadores fueron severos en su persecución de la secta ilegal de los cristianos y de los judíos recalcitrantes. Los estoicos fueron rivales del cristianismo en la ética.

El pensamiento griego y su cultura, en su forma helenística cosmopolita, triunfaron sobre la Roma belicosa y carente de filosofía; pero no pudieron salvarla, pues el helenismo no tenía las cualidades de una forma de vida que salvara. Roma declinaba por la edad, por ambicionar demasiado, por falta de autodisciplina, por su deslealtad a lo mejor que había en sí misma y, sobre todo, por haber fracasado en encontrar a Dios. Aceptó el helenismo, ineficaz como era, pero lo prostituyó.  Finalmente aceptó el cristianismo, pero lo condujo a la apostasía. ¿Resultado? La decadencia militar, económica, política y ética: decadencia senil causada por la corrupción.

Religión Primitiva.- Al principio la religión romana era un sistema sencillo en el cual se mezclaban fetichismo y magia. Los primeros romanos eran animistas: creían que los espíritus vivían en las cosas materiales como árboles, piedras y en algunos animales y aves que tenían poder para afectar las vidas humanas. Hasta bien entrada la historia de la Roma clásica, los sacerdotes continuaron practicando la adivinación observando el vuelo de las aves. La palabra "auspicio" deriva de dos vocablos latinos: avis, "ave", y el verbo specio, "contemplo", que se refieren a la observación de un pájaro que vuela.

Esta supersticiosa consideración de las cosas de la naturaleza llevó a la creencia que los espíritus o demonios, que generalmente eran de una naturaleza diabólica, debían ser aplacados para evitar su maligna intervención en las actividades humanas. Por lo tanto, los ritos de la religión principalmente se practicaban para evitar la interferencia de los demonios y, en segundo lugar, para conseguir su ayuda.

Por esto la religión romana se convirtió en una especie de contrato entre los hombres y los dioses. Cuando los ritos de la religión se llevaban a cabo de la debida manera, se suponía que los espíritus estaban en la obligación de proteger, o por lo menos de no molestar, a aquellos que los habían aplacado. La religión romana perpetró este concepto hasta mucho después de que cayeron en el olvido los espíritus a quienes se ofrecían los ritos. Esto se refleja en el culto a los santos.

Los espíritus del campo y de la casa -los lares y los penates- recibían una atención particular, y se los honraba mediante ritos domésticos especiales. Vesta se convirtió en la diosa del hogar y Ceres en la diosa del campo. Vulcano era adorado como el espíritu del fuego. También había dioses más grandes y más poderosos que eran adorados por la nación entera. Se cree que Marte, más tarde el dios de la guerra, en los tiempos primitivos fue una deidad de la agricultura. Júpiter, el dios del cielo atmosférico, llegó a ocupar el lugar supremo en el panteón romano.

El Panteón Ampliado.- El panteón de los dioses romanos creció con el transcurso 93 de los siglos, pues la vida romana se hizo más compleja. La tendencia fue la de buscar motivos de adoración en ideas y conceptos antes que en personas reales. El amor, el hogar, la maternidad, la fertilidad, la riqueza, el genio político y aun el espíritu de la ciudad misma, Roma, eran todos adorados. Estas abstracciones eran a veces personalizadas; otras veces, no. La influencia extranjera afectó grandemente la religión romana. La filosofía griega aceleró la destrucción de la confianza de los intelectuales romanos en sus antiguos dioses. 

El escepticismo, ya fuera con tendencia al agnosticismo o al ateísmo, se había difundido mucho, especialmente en las décadas anteriores al nacimiento de Cristo. Al mismo tiempo muchos dioses extranjeros eran incorporados a medida que se expandía el poder militar romano. Si los dioses que Roma ya reverenciaba habían propiciado tal prosperidad, se pensaba que la añadidura de los dioses de los Estados vencidos o aliados aumentaría más beneficios. Además, los romanos se dieron cuenta que si aceptaban a los dioses extranjeros les era más fácil ganar la lealtad de los pueblos conquistados. La política romana era en realidad muy tolerante con las prácticas políticas y religiosas de los pueblos vencidos, y las dejó intactas siempre que le fue posible.

Las religiones locales fueron raídas sólo en las provincias donde persistió la resistencia. Allí se impusieron las formas romanas.  Esto sucedió, por ejemplo, en las Galias, donde los sacerdotes del druidismo fueron acusados, bajo el gobierno romano, de fomentar la rebeldía entre el pueblo. Aun en la turbulenta Judea, con la cual Roma había estado aliada durante un siglo, se permitió a los judíos que mantuvieran su sistema político local hasta que el clamor popular contra Arquelao en el año 6 d. C. obligó a que ese sistema fuera sustituido por el de un procurador imperial; pero se permitió que siguiera practicándose la religión judía, aunque a los romanos les parecía como si fuera una extraña forma de ateísmo debido a su falta de imágenes.  Si bien los judíos se negaban a dirigir sus oraciones a Roma como el genio abstracto del Imperio Romano, o al gobierno, o al emperador, se les permitía que mantuvieran su culto a Jehová con la condición de que oraran por Roma.

Los Cultos O Religiones De Misterios.- Por otro lado, los cultos orientales de misterios no fueron aceptados de muy buena gana por las autoridades romanas porque estos cultos eran eminentemente ritualistas y personales. Cada culto de misterios se centraba en la adoración de una deidad particular, como Dionisio o Baco, Isis, la Gran Madre (la naturaleza personificada), o Mitra. El adorador podía rendir culto a otros dioses en forma incidental, pero la mayor parte de sus prácticas devocionales se dirigían al culto de su dios o su diosa. El sacerdote del culto iniciaba al neófito después de darle la instrucción necesaria, y luego, paso a paso y gradualmente, lo conducía más profundamente dentro de los misterios del culto de esa secta. Se suponía que así iba adquiriendo un conocimiento más y más íntimo del dios, y que finalmente disfrutaría de la hermosa experiencia de una unión mística con ese dios. Siempre debería depender de esa deidad especial para recibir ayuda en tiempos de dificultad.

Aun cuando algunos de los ritos de los cultos eran tranquilos por naturaleza, y en su mayor parte sumamente secretos, algunas formas de los cultos de estas sectas eran orgías desenfrenadas. Debido a su naturaleza sumamente inmoral y socialmente peligrosa, el senado prohibió en Roma algunos de estos cultos.

Los cultos o religiones de misterios fueron muy populares entre la plebe en los días de Augusto, y ocuparon el lugar de los dioses romanos de la naturaleza, en los cuales la gente había perdido en gran medida la fe. El culto de Mitra, con frecuencia llamado culto persa, que había sido traído del Oriente por los soldados de Pompeyo 94 unos setenta años antes de Cristo, se divulgó mucho en el ejército romano, y en el siglo III d. C. era un fuerte competidor del cristianismo.

Culto Al Emperador.- La religión de los griegos básicamente era un culto de lo grande y lo bello. Conceptos universales tales como amor, belleza y fertilidad, o elementos concretos tales como tierra, mar y sol, eran personificados y deificados. Los héroes y las heroínas famosos por haber tenido mucha influencia en la antigüedad eran elevados a la posición de dioses. Se pensaba que esas numerosas personalidades deificadas se habían unido con los dioses más antiguos en el hogar de esos dioses en el monte Olimpo, que allí vivían, amaban y luchaban, mientras que supervisaban los asuntos del mundo, aunque siempre aislados, debido a su divinidad, de cualquier preocupación profundamente personal por la humanidad.

Sin embargo, había tres vías por las cuales se suponía que los dioses se relacionaban con la humanidad. Se pensaba que si un hombre alcanzaba mucho éxito, despertaba los celos de los dioses, y que éstos destruirían su riqueza, y quizá aun a la persona misma. Por lo tanto, debía ocultar su éxito para que los dioses no lo castigaran. También se suponía que, de vez en cuando, los dioses se unían íntimamente con mujeres, o diosas con hombres, y aparecían nuevas generaciones de hombres notables o de dioses. Se pensaba por ejemplo, que Heracles, conocido por los romanos como Hércules, era el hijo de Zeus, el Júpiter romano, y de la mujer Alcmena (o Alcumena); y que Afrodita, la Venus romana, era hija de Zeus y de la mujer Dione. Se creía advertir una tercera evidencia de la intervención divina cuando alguien lograba un éxito resonante en alguna empresa o designio. Por eso les pareció evidente a los pueblos orientales, a quienes había conquistado Alejandro, que éste estaba poseído por un espíritu divino -o "genio", como lo llamaban los latinos-, y los griegos finalmente llegaron a compartir esa creencia.

Lo mismo sucedió con Julio César según la opinión popular, y cuando Octavio, su sobrino y heredero, alcanzó un éxito extraordinario en la administración de los extensos territorios de Roma, pronto se convirtió en objeto de adoración, especialmente en algunas localidades del Asia Menor. Hasta el malhumorado Tiberio, el demente Calígula y el tímido Claudio, fueron considerados como divinos. Aunque el vil Nerón se reía de su propia supuesta divinidad, sin embargo, estaba orgulloso de ella con el orgullo de un adolescente. Cuando murió Vespasiano (79 d. C.), quien parcialmente sacó a Roma del abismo adonde la había conducido Nerón, el Senado lo proclamó divino, es decir, lo deificó. En términos generales, el culto de los emperadores mientras vivían estuvo restringido a ciertas zonas de las provincias y no fue fomentado en Roma, donde los emperadores eran deificados sólo después de su muerte; sin embargo, Calígula y Domiciano se afanaron por recibir el culto de sus súbditos.

No es de extrañarse entonces que cuando los romanos oían hablar a los judíos de su Mesías o Libertador, y a los cristianos de Jesucristo como Dios, y de la expectativa de su retorno triunfante como Rey, llegaran a la conclusión de que ambos seres debían ser rivales de su emperador, y por lo tanto ambos grupos religiosos resultaban enemigos del imperio. Esto explica en parte la firmeza con que los romanos aplastaron repetidas veces las rebeliones judías y su creciente determinación de raer el cristianismo. El apologista cristiano, Tertuliano, escribió esta explicación alrededor del año 225 d. C.: " 'Vosotros no adoráis a los dioses -decís- y no ofrecéis sacrificios por los emperadores'. Bien, no ofrecemos sacrificios por otros por la misma razón que no los ofrecemos por nosotros, a saber: que vuestros dioses no son de ninguna manera el objeto de nuestro culto. Somos así acusados de sacrilegio y traición. Esta es la base principal de acusación contra nosotros; pero no, esta acusación 95 constituye la suma total de nuestra falta" (Apología, 10). Y en realidad, así era.

En el tiempo cuando Augusto estaba ya afirmado en su gobierno, aproximadamente cuando nuestro Señor nació en Belén, se despertó en Roma una intensa expectativa: que de la desesperación del período precedente de guerra civil, resultaría una edad de oro. Se esperaba que Augusto pudiera tener un hijo que diera comienzo a esa gloriosa y permanente era de paz y seguridad. Varios escritores de esa época se refieren a esa esperanza mesiánica (ver t. V, pp. 62-63).

IX. EL CRISTIANISMO Y EL IMPERIO

El Cristianismo Y El Estado.- Los romanos, según lo expuesto, eran tolerantes con las otras religiones. A medida que dilataban sus conquistas territoriales y sus adquisiciones, aceptaban los dioses de sus nuevos súbditos con lo que se aumentaba mucho el panteón que ya poseían. Una religión era declarada ilegal sólo cuando era dañina para la moral pública, como en los casos de los cultos de Baco y de Isis, o cuando era evidente que la religión favorecía una rebelión, como fue el caso del druidismo en las Galias.

Los romanos procuraron ser liberales aun con los judíos, decididos y tenaces en su religión. Pero no podían entender por qué éstos se oponían y se rebelaban cuando eran introducidos los dioses romanos en Palestina. No podían comprender cómo los judíos podían adorar a un Dios a quien no podían ver. Eso les parecía una forma de ateísmo. Se mofaban de la observancia del sábado semanal; para ellos era sólo una oportunidad que se daban los judíos para estar ociosos. Se resentían porque los judíos se negaban a rendir culto a Roma al -espíritu divino del pueblo romano- o al "genio" de los emperadores. Sabían que había una relación entre ciertos dogmas de la fe judía, especialmente su mesianismo, y su rebeldía cívica bajo el gobierno romano.  Consideraciones de esta naturaleza, sumadas al espíritu rebelde de los judíos y sus actos provocativos, produjeron finalmente las guerras que casi destruyeron a la raza judía.

Pero en su relación durante los años anteriores, los conquistadores procuraron ser comprensivos. Cuando los dirigentes judíos consintieron en orar por el emperador y por su pueblo, los romanos aceptaron esa concesión. Vigilaban a los judíos, y suprimieron con mano férrea sus rebeliones esporádicas; pero toleraban su religión.

Si los judíos hubiesen aceptado el cristianismo como una secta judía más, semejante a la de los esenios o de los fariseos, la condición del cristianismo hubiera sido diferente, con seguridad, en más de una forma. Los cristianos de origen judío iniciaron el concepto de que el cristianismo era un movimiento de reforma religiosa dentro del judaísmo, una levadura de salvación que finalmente impregnaría a toda la raza judía y la redimiría. Pero la mayoría de los judíos no compartían ese punto de vista.  Miles de ellos aceptaron la fe cristiana, pero la raza judía la rechazó oficialmente por razones que se presentan con claridad en los Evangelios y en los Hechos.

El cristianismo no podía presentarse ante el mundo como una secta judía; por lo tanto, no tenía raíces nacionales. Para los romanos era una secta advenediza y no fue reconocida legalmente sino hasta principios del siglo IV. Por esto, cuando Nerón necesitó de algo para explicar la causa del incendio de Roma, creyó que el cristianismo era el chivo expiatorio apropiado. Un siglo más tarde resultó fácil culpar a esta secta ilegal de los desastres causados por un terremoto y una peste que sufrió el pueblo romano durante los reinados de Antonino Pío y Marco Aurelio, y esos emperadores -que en lo demás fueron nobles y benévolos- persiguieron cruelmente a los cristianos. 96

La Ciudadanía Romana Y El Cristianismo.- No se sabe con claridad cómo la ciudadanía romana se extendió más allá de los límites de las clases privilegiadas en la ciudad capital. En los días de Augusto César fue concedida gradualmente a las provincias o a las ciudades, pero era difícil que la consiguiera un individuo.

Tarso, la ciudad donde nació Pablo, quizá ilustre la forma en que se adquiría la ciudadanía romana. Durante siglos antes del nacimiento de Pablo, Tarso había sido un centro político y comercial importante. Allí se mezclaba la población como suele ocurrir en cualquier ciudad comercial. Además de los habitantes autóctonos, había griegos que se habían establecido antes de Alejandro Magno y durante su tiempo. Después de muchas vicisitudes y de alguna decadencia, la ciudad fue reorganizada por Antíoco Epífanes, y a Cilicia y a su ciudad capital llegaron más griegos, además de otras personas procedentes de territorios de habla griega menos favorecidos.

En Tarso sin duda hubo judíos durante muchas generaciones, pero muchos más llegaron en tiempo de Antíoco Epífanes. Quizá muchos de ellos eran conservadores, a quienes Antíoco de muy buena gana hizo salir de Palestina, la cual procuraba helenizar. Como resultado se fundó una gran colonia judía en Tarso, comparable, aunque no tan grande, con la de Alejandría en el extremo sur del Mediterráneo oriental. En Tarso, así como en Alejandría, había entonces dos principales elementos en la población: gentiles y judíos, y los dos no convivían bien. Ver mapa, p. 140.

Tarso evolucionó con el correr de los años, y se convirtió en una metrópoli de gobierno propio, y quizá los griegos y los judíos eran ciudadanos con plenos derechos en la comunidad. Los judíos de Tarso, como los de Alejandría, quizá ejercían su ciudadanía en forma de "tribu", un recurso gubernamental empleado con frecuencia tanto en las ciudades griegas como en las romanas. Se ha sugerido que los "parientes" que Pablo menciona en Rom. 16:7,11,21 eran miembros de la misma "tribu" en un sentido político, y que procedían de Tarso.

Pero esa ciudadanía de Tarso no significaba ciudadanía romana. Durante las guerras julianas de 55-31 a. C., los de Tarso favorecieron al partido cesariano, y por eso apoyaron tanto a Julio César como a Octavio. Si la ciudadanía romana no había sido concedida a la gente selecta de Tarso durante la era de Pompeyo o antes, quizá se concedió como una recompensa por su lealtad a Julio César durante esos años de intensa lucha partidista. Este pudo haber sido el tiempo cuando la familia de Pablo recibió la ciudadanía romana. Se habría tratado de una ciudadanía plena, válida en cualquier parte de la amplísima jurisdicción de Roma. No se sabe qué comprobante de esa condición de ciudadano podría haberse llevado estando de viaje, pues todavía no se han descubierto credenciales de esa naturaleza.

Es imposible saber cuándo se trasladó a Tarso la familia de Pablo. No hay base para aceptar la tradición que repite Jerónimo: que la familia llegó allí procedente de Gischala, Palestina, a principios de las guerras romanas en dicho lugar. El hecho de que Pablo fuera fariseo indica una de dos cosas: o que la familia llegó a Tarso alrededor del año 150 a. C., cuando ya se había constituido la secta farisaica, o que después de establecerse en Tarso aceptaron allí los dogmas de los fariseos a medida que éstos se propagaron entre los judíos dispersos de la diáspora.

Sea como fuere, Pablo, ciudadano de Tarso y quizá perteneciente a una de las "tribus" políticas, también era ciudadano romano. Había recibido esa ciudadanía de su padre, no la había comprado (Hech. 22:28). Esto afirmó más de una vez, y usó bien de sus privilegios (cap. 16:37; 22:25-28; 25:8-12, 21-25; 26:30-32; 28:17-20).

La ciudadanía romana daba a su poseedor cierta medida de protección frente a posibles abusos de los magistrados o de la policía, y le daba derecho a apelar en caso de una sentencia. Un ciudadano acusado de una falta grave no podía ser legalmente 97 azotado, y menos aún, sin un justo juicio. Tenía derecho de apelar al emperador como funcionario principal del Estado romano.  Que esto no siempre libraba a un hombre del descuido, la indiferencia o la tiranía de las autoridades locales, se ve porque Pablo fue azotado en Filipos sin antes haber sido juzgado (Hech. 16:19-24) y por lo menos dos veces más en otras ocasiones (2 Cor. 11:25). Que la ciudadanía romana le daba a un hombre más esperanza de justicia, se ve por el cuidado con que los magistrados de Filipos trataron de expiar su previa falta en su proceder con Pablo (Hech. 16:35-39), y por el hecho de que la apelación de Pablo a César lo libró de las manos de los fanáticos y vengativos judíos de Jerusalén (cap. 25:8-12).

Hay pruebas suficientes para inferir que el tiempo máximo para apelar contra una acusación formal, antes de que se diera por terminado el caso, era de dos años. Puesto que desde que Pablo llegó a Roma como preso, los judíos de esa ciudad no tenían acusaciones contra él (Hech. 28:17-22), y como evidentemente no llegó ninguna acusación procedente de Palestina, sin duda su caso se dio por terminado por falta de pruebas, y fue liberado.

El Cristianismo Y La Caída De Roma.- En vista del debilitante decaimiento que existía en la constitución y en la vida romana pública y privada, parece extraño que un historiador tan capaz como Edward Gibbon hubiera basado su gran historia sobre una premisa completamente falsa. Este autor de la famosa y aún fidedigna History of the Decline and Fall of the Roman Empire estaba sentado en medio de las ruinas de la antigua Roma en un atardecer de 1764. 

Frente a los despojos de esa ciudad, Gibbon comenzó a cavilar acerca de las causas del colapso de lo que una vez había sido un glorioso imperio, así como muchos historiadores lo han hecho antes y después de él. Bien versado como estaba en la historia de la iglesia de Roma durante la Edad Media y en la pretensión de esa iglesia de ser la sucesora y heredera de la Roma imperial, Gibbon pensó que había identificado la causa básica de la caída de Roma: se trataba del cristianismo, dijo él. No es de extrañarse que los cristianos evangélicos hayan rechazado la teoría de Gibbon. 

La verdad es que Roma ya estaba en una condición peligrosa, pues le faltaba sólo un fuerte enemigo externo que le propinara el golpe fatal, cuando Julio César la salvó. Vez tras vez Roma fue salvada apenas a tiempo por un Augusto César, un Vespasiano, un Trajano, un Marco Aurelio y un Constantino. El cristianismo, la sal salvadora de Roma, permitió que se prolongara la vida del imperio. Una gran parte de la esencia de la Roma pagana -su religión, ley y gobierno- se perpetuó entonces en la iglesia de Roma, cuyos historiadores consideran que es, en algunos aspectos significativos, la sucesora legítima del difunto Imperio Romano.

Bibliografía

Fuentes Documentales

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Dión Casio. Historia romana. Ver nota bibliográfica, t. V, p. 82.

Josefo, Flavio. Obras completas de Flavio Josefo. Traducción, Luis Farré. Buenos Aires: Acervo. Cultural Editores, 1961. Ver nota bibliográfica, t. V, p. 82.

Livio, Tito. Historia de Roma. Tito Livio escribió a los comienzos de la era cristiana una historia completa de Roma hasta los días del autor. La escribió desde el punto de vista senatorial. 98 Comenzó con la llegada de Eneas a Italia. Su obra es artística, patriótica y moralizadora. Le faltaba criterio crítico y no siempre fue exacto. Faltan importantes pasa es de su gran obra.

Plutarco. Vidas paralelas (7 t.). Traducción del griego por Antonio Ranz Romanillos. T. 17, 19 y 22-26 de la colección "Las Cien Obras Maestras de la Literatura Universal", dirigida por D. Pedro Henríquez Ureña. 2.ª ed. Buenos Aires: Editorial Iberia, 1947-1951 (300 pp. cada tomo). Plutarco nació en Grecia (47-120 ó 125 d. C.). Vivió en Roma (77-92). Estudia 23 parejas de griegos y romanos comparándolos entre sí, y cuatro independientes.

Vidas de varones ilustres (5 t.). Buenos Aires: Rodríguez Hnos. Editores. Con notas y un estudio preliminar sobre el autor.  Contiene un valioso estudio crítico sobre el autor y su obra, escrito por D. Pedro Henríquez Ureña (1884-1946).

Salustio, Cayo Crispo. Guerra de Yugurta. La conjuración de Catilina. Con los fragmentos de la Gran historia de Roma y dos cartas a César sobre el arreglo de la república. Traducción, José Torrens Béjar. Barcelona: Editorial Iberia, S. A., 1959. Esta fuente documental cubre el período de 120 a 65 a. C., aunque es fragmentaria en su parte final. Es muy estimada. Salustio fue partidario de Julio César.

Séneca, Lucio Anneo. Tratados morales. Traducción, Pedro Fernández Navarrete. Buenos Aires: Espasa Calpe Argentina, S. A., 1946. Este mentor de Nerón escribió estos tratados con un criterio filosófico y moralizador.

Suetonio, Cayo Tranquilo. Los doce Césares. Buenos Aires: Librería el Ateneo Editorial, 195 l. Obra escrita alrededor de 120 d. C.

Tácito, Cayo Cornelio. Los anales (2 t.). Traducción, Carlos Coloma. Buenos Aires: Espasa Calpe Argentina, S. A., 1948. Ver nota bibliográfica, t. V, p. 82.

The Loeb Classical Library. Cambridge, Mass.: Harvard University Press. Se trata de magníficas ediciones eruditas de diversos autores clásicos, en sus idiomas originales, acompañadas de su versión inglesa efectuada por varios traductores.

Veleyo, Patérculo Cayo. Compendio de historia romana. Corto bosquejo de las guerras civiles romanas hasta el año 30 d. C. No es imparcial, pues favorece a Tiberio. Se encuentra en la biblioteca clásica de Loeb.

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Aymard, André; Auboyer, Jeannine. Roma y su imperio. T. 2 de la colección "Historia General de las Civilizaciones", dirigida por Maurice Crouzet (7 t.). 3.ª ed. Barcelona: Ediciones Destino, 1967 (663 pp.). Aymard es profesor de la Sorbona, y

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Canfield, Leon Hardy. Early Persecutions of the Christians.  New York: Columbia University Press, 1913. Una historia cuidadosa y crítica de las persecuciones dirigidas contra los cristianos por la Roma pagana hasta el tiempo de Adriano, inclusive.

Durant, Will  James. César y Cristo. T. 5 de la colección "Historia de la Civilización". Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 1967. El autor, filósofo norteamericano, nació en 1885. Otras obras: La filosofía y el problema social; Filosofía, cultura y vida; Historia de la filosofía, etc.

Ferrero, Guglielmo. Grandeza y decadencia de Roma (3 t.). Buenos Aires: El Ateneo, 1959. Fue escrita de 1904 a 1905, y se publicó en italiano en 6 t. Fue traducida al castellano de 1908 a 1909. El autor, historiador y sociólogo italiano, la escribió después de 40 años de reflexionar sobre el fenómeno romano.

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Friedlaender, Ludwig. Roman Life and Manners Under the Early Empire (4 t.). Traducción del alemán. Londres: G. Routledge and Sons, Ltd., 1908-1913. Una obra muy informativa, que se destaca por estar libre de prejuicios. 99

Gibbon, Edward.  The History of the Decline and Fall of the Roman Empire (7 t.). Editado por J. B. Bury. Londres: Methuen and Co., Ltd. Continúa siendo una autoridad después de casi dos siglos. Abreviada y detallada, se advierte su prejuicio anticristiano. La mejor edición es la de Bury.

Grenier, Albert. El genio romano. Traducción, Ceferino Palencia. T. 18 de la colección "La Evolución de la Humanidad".  Biblioteca de síntesis histórica, dirigida por Henri Berr. México: Editorial UTEHA, 1961 (384 pp.). Grenier fue profesor en el Colegio de Francia.

Grimal, Pierre. El siglo de Augusto. 2.ª ed. Traducción, Ricardo Anaya. Buenos Aires: EUDEBA, 1965 (127 pp.). El autor, erudito profesor de la Sorbona, presenta en forma clara un cuadro coherente sobre Augusto y su tiempo. La primera ed. EUDEBA apareció en 1960. Hay reediciones.

Mommsen, Teodoro. Historia de Roma. 2.ª ed. Traducción, A. García Moreno.  Buenos Aires: Joaquín Gil Editor, 1960 (884 pp.). Historia cabal, cuidadosa y sin prejuicios.  Incluye un análisis magistral de las fuentes documentales de información. 100 (6CBA) MHP


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