(Este capítulo 27. Está basado en San Mateo 8:2-4; 9:1-8, 32-34; San Marcos 1:40-45; 2:1-12; San Lucas 5:12-26).
LA LEPRA era la más temida de todas
las enfermedades conocidas en el Oriente. Su carácter incurable y contagioso y
sus efectos horribles sobre sus víctimas llenaban a los más valientes de temor.
Entre los judíos, era considerada como castigo por el pecado, y por lo tanto se
la llamaba el "azote," "el dedo de Dios." Profundamente
arraigada, imposible de borrar, mortífera, era considerada como un símbolo del
pecado. La ley ritual declaraba inmundo al leproso. Como si estuviese ya
muerto, era despedido de las habitaciones de los hombres. Cualquier cosa que
tocase quedaba inmunda y su aliento contaminaba el aire. El sospechoso de tener
la enfermedad debía presentarse a los sacerdotes, quienes habían de examinarle
y decidir su caso. Si le declaraban leproso, era aislado de su familia,
separado de la congregación de Israel, y condenado a asociarse únicamente con
aquellos que tenían una aflicción similar. La ley era inflexible en sus
requerimientos. Ni aun los reyes y gobernantes estaban exentos. Un monarca
atacado por esa terrible enfermedad debía entregar el cetro y huir de la
sociedad. Lejos de sus amigos y parentela, el leproso debía llevar la maldición
de su enfermedad. Estaba obligado a publicar su propia calamidad, a rasgar sus
vestiduras, y a hacer resonar la alarma para advertir a todos que huyesen de su
presencia contaminadora. El clamor "¡Inmundo! ¡Inmundo!" que en tono
triste exhalaba el desterrado solitario, era una señal que se oía con temor y aborrecimiento.
En la región
donde se desarrollaba el ministerio de Cristo, había muchos enfermos tales a
quienes les llegaron nuevas de la obra que él hacía, y vislumbraron un rayo de
esperanza. Pero desde los días del profeta Eliseo, no se había oído nunca que
sanara una persona en quien se declarara esa enfermedad. No se atrevían a
esperar que Jesús hiciese por ellos lo que por 228 nadie había hecho. Sin
embargo, hubo uno en cuyo corazón empezó a nacer la fe. Pero no sabía cómo
llegar a Jesús. Privado como se hallaba de todo trato con sus semejantes, ¿cómo
podría presentarse al Sanador? Y además, se preguntaba si Cristo le sanaría a
él. ¿Se rebajaría hasta fijarse en un ser de quien se creía que estaba
sufriendo un castigo de Dios? ¿No haría como los fariseos y aun los médicos, es
decir, pronunciar una maldición sobre él, y amonestarle a huir de las
habitaciones de los hombres? Reflexionó en todo lo que se le había dicho de
Jesús. Ninguno de los que habían pedido su ayuda había sido rechazado. El pobre
hombre resolvió encontrar al Salvador.
Aunque no podía penetrar en las
ciudades, tal vez llegase a cruzar su senda en algún atajo de los caminos de la
montaña, o le hallase mientras enseñaba en las afueras de algún pueblo. Las
dificultades eran grandes, pero ésta era su única esperanza. El leproso fue
guiado al Salvador. Jesús estaba enseñando a orillas del lago, y la gente se
había congregado en derredor de él. De pie a lo lejos, el leproso alcanzó a oír
algunas palabras de los labios del Salvador. Le vio poner sus manos sobre los
enfermos. Vio a los cojos, los ciegos, los paralíticos y los que estaban
muriendo de diversas enfermedades, levantarse sanos, alabando a Dios por su
liberación. La fe se fortaleció en su corazón. Se acercó más y más a la
muchedumbre. Las restricciones que le eran impuestas, la seguridad de la gente,
y el temor con que todos le miraban, todo fue olvidado. Pensaba tan sólo en la
bendita esperanza de la curación. Presentaba un espectáculo repugnante.
La enfermedad
había hecho terribles estragos; su cuerpo decadente ofrecía un aspecto
horrible. Al verle, la gente retrocedía con terror. Se agolpaban unos sobre
otros, en su ansiedad de escapar de todo contacto con él. Algunos trataban de
evitar que se acercara a Jesús, pero en vano. El ni los veía ni los oía. No
percibía tampoco sus expresiones de horror. Veía tan sólo al Hijo de Dios. Oía
únicamente la voz que infundía vida a los moribundos. Acercándose con esfuerzo
a Jesús, se echó a sus pies clamando: "Señor, si quieres, puedes
limpiarme." Jesús replicó: "Quiero: sé limpio," y puso la mano
sobre él. Inmediatamente se realizó una transformación en el 229 leproso. Su
carne se volvió sana, los nervios recuperaron la sensibilidad, los músculos, la
firmeza. La superficie tosca y escamosa, propia de la lepra, desapareció, y la
reemplazó un suave color rosado como el que se nota en la piel de un niño sano.
Jesús encargó al
hombre que no diese a conocer la obra en él realizada, sino que se presentase
inmediatamente con una ofrenda al templo. Semejante ofrenda no podía ser
aceptada hasta que los sacerdotes le hubiesen examinado y declarado
completamente sano de la enfermedad. Por poca voluntad que tuviesen para
cumplir este servicio, no podían eludir el examen y la decisión del caso. Las
palabras de la Escritura demuestran con qué urgencia Cristo recomendó a este
hombre la necesidad de callar y obrar prontamente. "Entonces le apercibió,
y despidióle luego. Y le dice: Mira, no digas a nadie nada; sino ve, muéstrate
al sacerdote, y ofrece por tu limpieza lo que Moisés mandó, para testimonio a
ellos."
Si los sacerdotes
hubiesen conocido los hechos relacionados con la curación del leproso, su odio
hacia Cristo podría haberlos inducido a dar un fallo falto de honradez. Jesús
deseaba que el hombre se presentase en el templo antes de que les llegase rumor
alguno concerniente al milagro. Así se podría obtener una decisión imparcial, y
el leproso sanado tendría permiso para volver a reunirse con su familia y sus
amigos. Jesús tenía otros objetos en vista al recomendar silencio al hombre. Sabía que sus enemigos procuraban siempre
limitar su obra, y apartar a la gente de él. Sabía que si se divulgaba la
curación del leproso, otros aquejados por esta terrible enfermedad se
agolparían en derredor de él y se haría correr la voz de que su contacto iba a
contaminar a la gente. Muchos de los
leprosos no emplearían el don de la salud en forma que fuese una bendición
para sí mismos y para otros. Y al atraer a los leprosos en derredor suyo, daría
ocasión de que se le acusase de violar las restricciones de la ley ritual. Así
quedaría estorbada su obra de predicar el Evangelio.
El acontecimiento
justificó la amonestación de Cristo. Una multitud había presenciado la curación
del leproso, y anhelaba conocer la decisión de los sacerdotes. Cuando el hombre
volvió 230 a sus deudos, hubo mucha agitación. A pesar de la recomendación de
Jesús, el hombre no hizo ningún esfuerzo para ocultar el hecho de su curación.
Le habría sido imposible en verdad ocultarla, pero el leproso publicó la
noticia en todas partes. Concibiendo que era solamente la modestia de Jesús la
que le había impuesto esa restricción, anduvo proclamando el poder del gran
Médico. No comprendía que cada manifestación tal hacía a los sacerdotes y
ancianos más resueltos a destruir a Jesús. El hombre sanado consideraba muy
precioso el don de la salud. Se regocijaba en el vigor de su virilidad, y en
que había sido devuelto a su familia y a la sociedad, y le parecía imposible
dejar de dar gloria al Médico que le había curado.
Pero su divulgación del asunto estorbó la obra del Salvador. Hizo que la gente acudiese a él en tan densas muchedumbres, que por un tiempo se vio obligado a suspender sus labores. Cada acto del ministerio de Cristo tenía un propósito de largo alcance. Abarcaba más de lo que el acto mismo revelaba. Así fue en el caso del leproso. Mientras Jesús ministraba a todos los que venían a él, anhelaba bendecir a los que no venían. Mientras atraía a los publicanos, los paganos y los samaritanos, anhelaba alcanzar a los sacerdotes y maestros que estaban trabados por el prejuicio y la tradición. No dejó sin probar medio alguno por el cual pudiesen ser alcanzados. Al enviar a los sacerdotes el leproso que había sanado, daba a los primeros un testimonio que estaba destinado a desarmar sus prejuicios. Los fariseos habían aseverado que la enseñanza de Cristo se oponía a la ley que Dios había dado por medio de Moisés; pero la orden que dio al leproso limpiado, de presentar una ofrenda según la ley, probaba que esa acusación era falsa. Era suficiente testimonio para todos los que estuviesen dispuestos a ser convencidos. Los dirigentes de Jerusalén habían enviado espías en busca de algún pretexto para dar muerte a Cristo. El respondió dándoles una muestra de su amor por la humanidad, su respeto por la ley y su poder de librar del pecado y de la muerte. Así testificó acerca de ellos: "Pusieron contra mí mal por bien, y odio por amor."* (Salmos 109:5). El que desde el monte dio el precepto: "Amad a vuestros enemigos," ejemplificó él mismo este 231 principio, "no volviendo mal por mal, ni maldición por maldición, sino antes por el contrario, bendiciendo." (Mateo 5:44; 1Pedro 3:9).
Los Mismos Sacerdotes que habían condenado al leproso al destierro, certificaron
su curación. Esta sentencia, promulgada y registrada públicamente, era un
testimonio permanente en favor de Cristo. Y como el hombre sanado quedaba
reintegrado a la congregación de Israel, bajo la garantía de los mismos
sacerdotes, de que no había en él rastro de la enfermedad, venía a ser un
testigo vivo a favor de su Benefactor. Con alegría presentó su ofrenda y
ensalzó el nombre de Jesús. Los sacerdotes quedaron convencidos del poder
divino del Salvador. Tuvieron oportunidad de conocer la verdad y sacar provecho
de la luz. Si la rechazaban, se apartaría de ellos para no volver nunca. Muchos
rechazaron la luz, pero no fue dada en vano. Fueron conmovidos muchos corazones
que por un tiempo no dieron señal de serlo. Durante la vida del Salvador, su
misión pareció recibir poca respuesta de amor de parte de los sacerdotes y
maestros; pero después de su ascensión "una
gran multitud de los sacerdotes obedecía a la fe."* (Hechos 6:7).
La obra de Cristo al
purificar al leproso de su terrible enfermedad es una ilustración de su obra de
limpiar el alma de pecado. El hombre que se presentó a Jesús estaba "lleno
de lepra." El mortífero veneno impregnaba todo su cuerpo. Los discípulos
trataron de impedir que su Maestro le tocase; porque el que tocaba un leproso
se volvía inmundo. Pero al poner su mano sobre el leproso, Jesús no recibió
ninguna contaminación. Su toque impartía un poder vivificador. La lepra fue
quitada. Así sucede con la lepra del pecado, que es arraigada, mortífera e
imposible de ser eliminada por el poder humano. "Toda cabeza está enferma, y todo corazón doliente. Desde la
planta del pie hasta la cabeza no hay en él cosa ilesa, sino herida, hinchazón
y podrida llaga."* (Isaías 1:5,6).
Pero Jesús, al venir a
morar en la humanidad, no se contamina. Su presencia tiene poder para sanar al
pecador. Quien quiera caer a sus pies, diciendo con fe: "Señor, si
quieres, puedes limpiarme," oirá la respuesta: "Quiero: sé
limpio." En algunos casos de curación, Jesús no concedió inmediatamente la
bendición pedida. Pero en el caso del leproso, apenas hecha la súplica fue
concedida. Cuando pedimos bendiciones 232 terrenales, tal vez la respuesta a
nuestra oración sea dilatada, o Dios nos dé algo diferente de lo que pedimos,
pero no sucede así cuando pedimos liberación del pecado. Él quiere limpiarnos
del pecado, hacernos hijos suyos y habilitarnos para vivir una vida santa.
Cristo "se dio a sí mismo por
nuestros pecados para librarnos de este presente siglo malo, conforme a la
voluntad de Dios y Padre nuestro." Y "ésta es la confianza que tenemos en él, que si demandáremos
alguna cosa conforme a su voluntad, él nos oye. Y si sabemos que él nos oye en
cualquiera cosa que demandáremos, sabemos que tenemos las peticiones que le
hubiéremos demandado."* (Gálatas 1:4; 1Juan 5:14,15). "Si confesamos
nuestros pecados, él es fiel y justo para que nos perdone nuestros pecados, y
nos limpie de toda maldad."* (1Juan 1:9).
EN LA CURACIÓN DEL PARALÍTICO DE CAPERNAÚM, Cristo volvió a enseñar la misma verdad. Hizo ese milagro
para que se manifestase su poder de perdonar los pecados. Y la curación del
paralítico ilustra también otras verdades preciosas. Es una lección llena de
enseñanza y estímulo, y por estar relacionada con los cavilosos fariseos,
contiene también una advertencia. Como el leproso, este paralítico había
perdido toda esperanza de restablecerse. Su enfermedad era resultado de una
vida de pecado, y sus sufrimientos eran amargados por el remordimiento. Mucho
antes, había apelado a los fariseos y doctores con la esperanza de recibir
alivio de sus sufrimientos mentales y físicos. Pero ellos lo habían declarado fríamente
incurable y abandonado a la ira de Dios. Los fariseos consideraban la aflicción
como una evidencia del desagrado divino, y se mantenían alejados de los
enfermos y menesterosos. Sin embargo, cuán a menudo los mismos que se exaltaban
como santos, eran más culpables que aquellos dolientes a quienes condenaban.
EL PARALÍTICO se
hallaba completamente desamparado y, no viendo perspectiva de ayuda en ninguna
parte, se había sumido en la desesperación. Entonces oyó hablar de las obras
maravillosas de Jesús. Le contaron que otros tan pecaminosos e imposibilitados
como él habían quedado sanos; aun leprosos habían sido limpiados. Y los amigos
que le referían estas cosas, le animaban a creer que él también podría ser
curado, si lo pudieran llevar a Jesús. Pero su esperanza decaía cuando 233
recordaba cómo había contraído su enfermedad. Temía que el Médico puro no le
tolerase en su presencia. Sin embargo, no era tanto la curación física como el
alivio de su carga de pecado lo que deseaba. Si podía ver a Jesús, y recibir la
seguridad del perdón y de la paz con el Cielo, estaría contento de vivir o de
morir, según fuese la voluntad de Dios.
El clamor del moribundo
era: ¡Oh, si pudiese llegar a su presencia! No había tiempo que perder; sus
carnes macilentas mostraban ya rastros de descomposición. Rogó a sus amigos que
le llevasen en su camilla hasta Jesús, y con gusto ellos intentaron hacerlo.
Pero tan densa era la muchedumbre que se había congregado alrededor y en el
interior de la casa en que Jesús estaba, que era imposible para el enfermo y
sus amigos llegar hasta él, o siquiera llegar al alcance de su voz. Jesús
estaba enseñando en la casa de Pedro. Según su costumbre, los discípulos
estaban sentados alrededor de él, y "los Fariseos y doctores de la ley
estaban sentados, los cuales habían venido de todas las aldeas de Galilea, y de
Judea y Jerusalem." Habían venido como espías, buscando un motivo para
acusar a Jesús. Fuera del círculo de estos oficiales, se hallaba la turbamulta,
compuesta de los ansiosos, los reverentes, los curiosos y los incrédulos.
Estaban representadas diversas nacionalidades, y toda la escala social. "Y
la virtud del Señor estaba allí para sanarlos." El Espíritu de vida se
cernía sobre la asamblea, pero los fariseos y doctores no discernían su presencia.
No sentían necesidad alguna, y la curación no era para ellos. "A los hambrientos hinchió de bienes;
y a los ricos envió vacíos."* (Lucas 1:53).
Repetidas veces,
los que transportaban al paralítico trataron de abrirse paso a través de la
muchedumbre, pero en vano. El enfermo miraba en derredor suyo, con angustia
indecible. ¿Cómo podía abandonar su esperanza cuando la ayuda que había
anhelado durante tanto tiempo estaba tan cerca? Por su indicación, sus amigos
le llevaron al techo de la casa, y abriendo un boquete en dicho techo, le
bajaron a los pies de Jesús. El discurso quedó interrumpido. El Salvador miró
el rostro entristecido, y vio los ojos suplicantes que se clavaban en él.
Comprendía el caso; había atraído a sí este espíritu perplejo y combatido por
la duda. Mientras el paralítico
estaba todavía en su casa, el Salvador había convencido su conciencia. Cuando
234 se arrepintió de sus pecados, y creyó en el poder de Jesús para sanarle, la
misericordia vivificadora del Salvador había bendecido primero su corazón
anhelante.
Jesús había visto el
primer destello de la fe convertirse en la creencia de que él era el único
auxiliador del pecador, y la había visto fortalecerse con cada esfuerzo hecho
para llegar a su presencia. Ahora, con palabras que cayeron como música en los
oídos del enfermo, el Salvador dijo: "Confía, hijo; tus pecados te son
perdonados." La carga de desesperación se desvaneció del alma del enfermo;
la paz del perdón penetró en su espíritu y resplandeció en su rostro. Su dolor
físico desapareció y todo su ser quedó transformado. El paralítico impotente
estaba sano, el culpable pecador, perdonado. Con fe sencilla aceptó las
palabras de Jesús como la bendición de una nueva vida. No presentó otro pedido,
sino que permaneció en bienaventurado silencio, demasiado feliz para hablar. La
luz del cielo se reflejaba en su semblante, y los concurrentes miraban la
escena con reverencia.
LOS
RABINOS habían esperado ansiosamente para ver en qué forma iba a disponer
Cristo de ese caso. Recordaban cómo el hombre se había dirigido a ellos en
busca de ayuda, y le habían negado toda esperanza o simpatía. No satisfechos
con esto, habían declarado que sufría la maldición de Dios por causa de sus
pecados. Esas cosas acudieron nuevamente a su mente cuando vieron al enfermo
delante de sí. Notaron el interés con que todos miraban la escena y los abrumó
el temor de perder su influencia sobre el pueblo. Estos dignatarios no
cambiaron palabras entre sí, sino que mirándose los rostros unos a otros
leyeron el mismo pensamiento en cada uno, de que algo había que hacer para
detener la marea de los sentimientos. Jesús había declarado que los pecados del
paralítico eran perdonados.
LOS FARISEOS se
aferraron a estas palabras como una blasfemia, y concibieron que podrían ser
presentadas como un pecado digno de muerte. Dijeron en su corazón:
"Blasfemias dice. ¿Quién puede perdonar pecados, sino sólo Dios?"
Fijando en ellos una mirada bajo la cual se atemorizaron y retrocedieron, Jesús
dijo: "¿Por qué pensáis mal en vuestros 235 corazones? Porque, ¿qué es más
fácil, decir: Los pecados te son perdonados; o decir: Levántate, y anda? Pues
para que sepáis que el Hijo del hombre tiene potestad en la tierra de perdonar
pecados, (dice entonces al paralítico): Levántate, toma tu cama, y vete a tu
casa." Entonces el que había sido traído en una camilla a Jesús, se puso
de pie con la elasticidad y fuerza de la juventud. La sangre vivificadora
corrió raudamente por sus venas. Todo órgano de su cuerpo se puso en repentina
actividad. El rosado color de la salud sucedió a la palidez de la muerte
cercana. "Entonces él se levantó luego, y tomando su lecho, se salió
delante de todos, de manera que todos se asombraron, y glorificaron a Dios,
diciendo: Nunca tal hemos visto. "¡Oh admirable amor de Cristo, que se
inclina a sanar al culpable y afligido! ¡La divinidad se compadece de los males
de la doliente humanidad y los calma! ¡Oh maravilloso poder así manifestado en
favor de los hijos de los hombres! ¿Quién puede dudar del mensaje de salvación?
¿Quién puede despreciar las misericordias de un Redentor compasivo? Para
restaurar la salud a ese cuerpo que se corrompía, no se necesitaba menos que el
poder creador. La misma voz que infundió vida al hombre creado del polvo de la
tierra, había infundido vida al paralítico moribundo. Y el mismo poder que dio
vida al cuerpo, había renovado el corazón. El que en la creación "dijo, y fue hecho," "mandó,
y existió,"* (Salmos 33:9).
Había infundido por su
palabra vida al alma muerta en delitos y pecados. La curación del cuerpo era
una evidencia del poder que había renovado el corazón. Cristo ordenó al
paralítico que se levantase y anduviese, "para que sepáis --dijo-- que el
Hijo del hombre tiene potestad en la tierra de perdonar pecados." El paralítico
halló en Cristo curación, tanto para el alma como para el cuerpo. La curación
espiritual fue seguida por la restauración física. Esta lección no debe ser
pasada por alto. Hay hoy día miles que están sufriendo de enfermedad física y
que, como el paralítico, están anhelando el mensaje: "Tus pecados te son
perdonados." La carga de pecado, con su intranquilidad y deseos no
satisfechos es el fundamento de sus enfermedades. No pueden hallar alivio hasta
que vengan al 236 Médico del alma. La paz que el solo puede dar, impartiría
vigor a la mente y salud al cuerpo. Jesús vino para "deshacer las obras del diablo." "En él estaba la
vida," y él dice: "Yo he venido para que tengan vida, y para que la
tengan en abundancia." Él es un "espíritu vivificante."* (1 Juan
3:8; Juan 1:4; 10:10; 1 Corintios 15:45).
Y tiene todavía el mismo
poder vivificante que, mientras estaba en la tierra, sanaba a los enfermos y
perdonaba al pecador. El "perdona
todas tus iniquidades," él "sana todas tus dolencias.'* (Salmos
103:3).
El efecto producido sobre
el pueblo por la curación del paralítico fue como si el cielo, después de
abrirse, hubiese revelado las glorias de un mundo mejor. Mientras que el hombre
curado pasaba por entre la multitud, bendiciendo a Dios a cada paso, y llevando
su carga como si hubiese sido una pluma, la gente retrocedía para darle paso, y
con temerosa reverencia le miraban los circunstantes, murmurando entre sí:
"Hemos visto maravillas hoy." Los fariseos estaban mudos de asombro y
abrumados por su derrota. Veían que no había oportunidad de inflamar a la
multitud con sus celos. El prodigio realizado en el hombre, a quien ellos
habían entregado a la ira de Dios, había impresionado de tal manera a la gente,
que por el momento los rabinos quedaron olvidados. Vieron que Cristo poseía un
poder que ellos habían atribuido a Dios solo; sin embargo, la amable dignidad
de sus modales, estaba en marcado contraste con el porte altanero de ellos.
Estaban desconcertados y avergonzados; y reconocían, aunque no lo confesaban,
la presencia de un Ser superior. Cuanto más convincente era la prueba de que Jesús
tenía en la tierra poder de perdonar los pecados, tanto más firmemente se
atrincheraban en la incredulidad.
Salieron de la casa de Pedro, donde habían visto al paralítico curado por la palabra de
Jesús, para inventar nuevas maquinaciones con el fin de hacer callar al Hijo de
Dios. La enfermedad física, por maligna que fuese y arraigada que estuviera,
era curada por el poder de Cristo; pero la enfermedad del alma se apoderaba más
firmemente de aquellos que cerraban sus ojos para no ver la luz.
La Lepra Y La Parálisis no eran tan terribles como el fanatismo y la incredulidad.
En la casa del paralítico sanado, hubo gran regocijo cuando 237 él volvió a su
familia, trayendo con facilidad la cama sobre la cual se le había llevado de su
presencia poco tiempo antes. Le rodearon con lágrimas de alegría, casi sin
atreverse a creer lo que veían sus ojos. Estaba delante de ellos, en el pleno
vigor de la virilidad. Aquellos brazos que ellos habían visto sin vida,
obedecían prestamente a su voluntad. La carne que se había encogido,
adquiriendo un color plomizo, era ahora fresca y rosada. El hombre andaba con
pasos firmes y libres. En cada rasgo de su rostro estaban escritos el gozo y la
esperanza; y una expresión de pureza y paz había reemplazado los rastros del
pecado y del sufrimiento. De aquel hogar subieron alegres palabras de
agradecimiento, y Dios quedó glorificado por medio de su Hijo, que había
devuelto la esperanza al desesperado, y fuerza al abatido. Este hombre y su
familia estaban listos para poner sus vidas por Jesús. Ninguna duda enturbiaba
su fe, ninguna incredulidad manchaba su lealtad hacia Aquel que había impartido
luz a su obscurecido hogar. DTG(EGW
(Este capítulo 27. Está basado en San Mateo
8:2-4; 9:1-8, 32-34; San Marcos 1:40-45; 2:1-12; San Lucas 5:12-26).
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