Los CASTIGOS infligidos a los
israelitas lograron por un tiempo refrenar su murmuración y su insubordinación,
pero aún tenían el espíritu de rebelión en el corazón, y produjo al fin los más
amargos frutos. Las
rebeliones anteriores no habían pasado de ser meros tumultos populares, nacidos
de los impulsos repentinos del populacho excitado; pero ahora como resultado
de un propósito obstinado de derrocar la
autoridad de los jefes nombrados por Dios mismo, se tramó una conspiración de
hondas raíces y grandes alcances.
Coré, el instigador
principal de este movimiento, era un levita de la familia de Coat y primo de
Moisés. Era hombre capaz e
influyente. Aunque designado para el
servicio del tabernáculo, se había quedado desconforme de su cargo y aspiraba a
la dignidad del sacerdocio. El
otorgamiento a Aarón y a su familia del oficio sacerdotal, que había sido
ejercido anteriormente por el primogénito de cada familia, había provocado celos
y desafecto, y por algún tiempo Coré había estado resistiendo secretamente la
autoridad de Moisés y de Aarón, aunque sin atreverse a cometer acto alguno de
abierta rebelión. Por último, concibió
el osado propósito de derrocar tanto la autoridad civil como la religiosa; y no
dejó de encontrar simpatizantes. Cerca
de las tiendas de Coré y de los coatitas, al sur del tabernáculo, acampaba la
tribu de Rubén, y las tiendas de Datán y Abiram, dos príncipes de esa tribu,
estaban cerca de la de Coré. Dichos
príncipes concedieron fácilmente su apoyo al ambicioso proyecto. Alegaban que, siendo ellos descendientes del
hijo mayor de Jacob, les correspondía la autoridad civil, y decidieron
compartir con Coré los honores del sacerdocio. 418
El estado de ánimo que
prevalecía en el pueblo favoreció en gran manera los fines de Coré. En la amargura de su desilusión revivieron
sus dudas, celos y odios antiguos, y nuevamente se elevaron sus quejas contra
su paciente caudillo. Continuamente se
olvidaban los israelitas de que estaban sujetos a la dirección divina. No recordaban que el Ángel del pacto era su
jefe invisible ni que, velada por la columna de nube, la presencia de Cristo
iba delante de ellos, como tampoco que de él recibía Moisés todas sus
instrucciones.
No querían someterse a la sentencia terrible de que todos ellos debían morir en el desierto, y en consecuencia estaban dispuestos a valerse de cualquier pretexto para creer que no era Dios, sino Moisés, quien los dirigía, y quien había pronunciado su condenación.
Los mejores
esfuerzos del hombre más manso de la tierra no lograron sofocar la
insubordinación de ese pueblo; y aunque en sus filas quebrantadas y raleadas
tenían a la vista las pruebas de cuánto había desagradado a Dios su perversidad
anterior, no tomaron la lección a pecho.
Otra vez fueron vencidos por la tentación.
La vida humilde de Moisés
como pastor, había sido mucho más apacible y feliz que su puesto actual de jefe
de aquella vasta asamblea de espíritus turbulentos. Sin embargo, Moisés no se atrevía a escoger. En lugar de un cayado de pastor se le había
dado una vara de poder, que no podía deponer hasta que Dios le exonerase.
El que lee los secretos de todos los corazones había observado los propósitos de Coré y de sus compañeros, y había dado a su pueblo suficientes advertencias e instrucciones para permitirle eludir la seducción de estos conspiradores.
Los israelitas habían visto el castigo de
Dios caer sobre María por sus celos y sus quejas contra Moisés. El Señor había declarado que Moisés era más
que profeta. "Boca a boca hablaré
con él," había dicho, y había agregado: "¿Por qué pues no tuvisteis
temor de hablar contra mi siervo Moisés?" (Núm. 12: 8.) Estas eran instrucciones que no iban
dirigidas 419 solamente a Aarón y a María, sino también a todo Israel.
Coré y sus compañeros en la
conspiración habían sido favorecidos con manifestaciones especiales del poder y
de la grandeza de Dios. Pertenecían al
grupo que acompañó a Moisés en el ascenso al monte y presenció la gloria
divina. Pero desde entonces habían
cambiado. Habían albergado una
tentación, ligera al principio, pero ella se había fortalecido al ser alentada,
hasta que sus mentes quedaron dominadas por Satanás, y se aventuraron a
emprender su obra de desafecto. Con la
excusa de interesarse mucho en la prosperidad del pueblo comenzaron a susurrar
su descontento el uno al otro, y luego a los jefes de Israel. Sus insinuaciones encontraron tan buena
acogida que se aventuraron a ir más lejos, y por último, creyeron
verdaderamente que los movía el celo por Dios.
Lograron conquistar a doscientos cincuenta
príncipes, que eran hombres de mucho renombre en la congregación. Con estos poderosos e influyentes
sostenedores se creyeron capaces de efectuar un cambio radical en el gobierno,
y de mejorar en gran manera la administración de Moisés y Aarón.
Los celos habían provocado la
envidia; y la envidia, la rebelión. Tanto habían discutido el derecho de Moisés a su
gran autoridad y honor, que llegaron a considerarlo como ocupante de un cargo
envidiable que cualquiera de ellos podría desempeñar tan bien como él. Se convencieron erróneamente, a sí mismos y
mutuamente, de que Moisés y Aarón habían asumido de por sí los puestos que
ocupaban. Los descontentos decían que
aquellos caudillos se habían exaltado a sí mismos por sobre la congregación del
Señor, al investirse del sacerdocio y el gobierno, sin que la casa de ellos
mereciese distinguirse por sobre las otras casas de Israel. No eran más santos que el pueblo, y debiera
bastarles el estar equiparados a sus hermanos, quienes eran igualmente
favorecidos con la presencia y protección especiales de Dios.
Los conspiradores trabajaron luego con el pueblo. A los que yerran y merecen reprensión, nada les agrada más que 420 recibir simpatía y alabanza. Y así obtuvieron Coré y sus asociados la atención y el apoyo de la congregación.
Declararon errónea la acusación de que las murmuraciones del pueblo
habían atraído sobre él la ira de Dios.
Dijeron que la congregación no era culpable, puesto que sólo había
deseado aquello a lo cual tenia derecho; pero Moisés era un gobernante
intolerante que había reprendido al pueblo como pecador, cuando era un pueblo
santo, entre el cual se hallaba el Señor.
Coré reseñó la historia de
su peregrinación por el desierto, donde se los había puesto en estrecheces, y
muchos habían perecido a causa de su murmuración y de su desobediencia. Sus oyentes creyeron ver claramente que se
habrían evitado sus dificultades si Moisés hubiera seguido una conducta
distinta. Decidieron que todos sus
desastres eran imputables a él, y que su exclusión de Canaán se debía por lo
tanto a la mala administración y dirección de Moisés y Aarón; que si Coré fuese
su adalid, y les animara, espaciándose en sus buenas acciones en vez de
reprender sus pecados, realizarían un viaje apacible y próspero; en vez de
errar de acá para allá en el desierto, procederían inmediatamente a la tierra
prometida.
En esta obra de desafecto
reinó entre los elementos discordantes de la congregación mayor unión y armonía
que en cualquier momento anterior. El éxito
de Coré con el pueblo aumentó su confianza, y confirmó su creencia de que si no
se la reprimía la usurpación de la autoridad por Moisés resultaría fatal para
las libertades de Israel; también alegaba que Dios le había revelado el asunto,
y le había autorizado para cambiar el gobierno antes de que fuese demasiado
tarde. Pero muchos no estaban dispuestos
a aceptar las acusaciones de Coré contra Moisés. Recordaban la paciencia y las labores
abnegadas de éste último y el recuerdo perturbaba su conciencia. Fue menester, en consecuencia, atribuir a
algún motivo egoísta el profundo interés de Moisés por Israel; y se reiteró la
vieja imputación de que los había sacado a perecer en el desierto a fin de
apoderarse de sus bienes. 421
Por algún tiempo esta obra
se llevó adelante secretamente. No
obstante, tan pronto como el movimiento hubo adquirido suficiente fuerza como
para permitir una franca ruptura, Coré se presentó a la cabeza de la facción, y
públicamente acusó a Moisés y Aarón de usurpar una autoridad que Coré y sus
asociados tenían derecho a compartir.
Alegó, además, que el pueblo había sido privado de su libertad y de su
independencia. "¡Mucho os arrogáis
-dijeron los conspiradores,- ya que toda la Congregación, cada individuo de
ella, es santo, y Jehová está en medio de ellos! ¿por qué pues os ensalzáis
sobre la Asamblea de Jehová?" (Núm. 16:3, V.M.)
Moisés no había sospechado
la existencia de tan arraigada maquinación y cuando comprendió su terrible
significado, cayó postrado sobre su rostro en muda y fervorosa súplica a
Dios. Se levantó entristecido, pero
sereno y fuerte. Había recibido
instrucciones divinas.
"Mañana-dijo-mostrará Jehová quien es suyo, y al santo harálo
llegar a sí; y al que él escogiera, él lo allegará a sí." (Véase Números
16.) La prueba había de postergarse
hasta el día siguiente, a fin de dar a todos tiempo para reflexionar. Entonces los que aspiraban al sacerdocio
habían de venir cada uno con un incensario y ofrecer incienso en el tabernáculo
en presencia de la congregación. La ley
decía explícitamente que sólo los que habían sido ordenados para el oficio
sagrado debían oficiar en el santuario.
Y aun los sacerdotes, Nadab y Abiú, habían perecido por haber
despreciado el mandamiento divino y ofrecido "fuego extraño." No obstante, Moisés desafió a sus acusadores
a que refirieran el asunto a Dios, si osaban hacer una apelación tan peligrosa.
Hablando directamente a Coré
y a sus coasociados levitas, Moisés dijo: "¿Os es poco que el Dios de
Israel os haya apartado de la congregación de Israel, haciéndoos allegar a sí
para que ministraseis en el servicio del tabernáculo de Jehová, y estuvieseis
delante de la congregación para ministrarles? ¿Y que te hizo acercar a ti, y a
todos tus hermanos los hijos de 422 Leví contigo; para que procuréis también el
sacerdocio? Por tanto, tú y todo tu
séquito sois los que os juntáis contra Jehová: pues Aarón, ¿qué es para que
contra él murmuréis?"
Datán y Abiram no habían
asumido una actitud tan atrevida como la asumida por Coré; y Moisés, movido por
la esperanza de que se hubieran dejado atraer por la conspiración sin haberse
corrompido totalmente, los llamó a comparecer ante él, para oír las acusaciones
que ellos tenían contra él. Pero no
quisieron acudir, e insolentemente se negaron a reconocer su autoridad. Su contestación, pronunciada a oídos de la
congregación, fue: "¿Es poco que nos hayas hecho venir de una tierra que
destila leche y miel, para hacernos morir en el desierto, sino que también te
enseñorees de nosotros imperiosamente?
Ni tampoco nos has metido tú en tierra que fluya leche y miel, ni nos
has dado heredades de tierras y viñas; ¿has de arrancar los ojos de estos
hombres? No subiremos."
Así aplicaron al escenario
de su esclavitud las mismas palabras con que el Señor había descrito la
herencia prometida. Acusaron a Moisés de
simular estar actuando bajo la dirección divina para afianzar su autoridad; y
declararon que ya no se someterían a ser dirigidos como ciegos, primero hacia
Canaán, y luego hacia el desierto, como mejor convenía a sus propósitos
ambiciosos. Así se le atribuyó al que
había sido como un padre tierno y paciente pastor, el negrísimo carácter de
tirano y usurpador. Se le imputó la exclusión
de Canaán que el pueblo sufriera como castigo de sus propios pecados.
Era evidente que el pueblo
simpatizaba con el partido desafecto; pero Moisés no hizo esfuerzo alguno para
justificarse. En presencia de la
congregación, apeló solemnemente a Dios como testigo de la pureza de sus motivos
y la rectitud de su conducta, y le imploró que lo juzgase.
Al día siguiente, los
doscientos cincuenta príncipes, encabezados por Coré, se presentaron con sus
incensarios. Se los hizo entrar en el
atrio del tabernáculo, mientras el pueblo se reunía afuera, para esperar el resultado. No fue Moisés quien reunió 423 la
congregación para presenciar la derrota de Coré y su compañía, sino que los
rebeldes, en su presunción ciega, la convocaron para que todos fuesen testigos
de su victoria. Gran parte de la congregación
se puso abiertamente de parte de Coré, cuyas esperanzas de realizar su
propósito contra Aarón eran grandes.
Cuando estaban todos así
reunidos delante de Dios, "la gloria de Jehová apareció a toda la
congregación." Moisés y Aarón recibieron esta divina advertencia:
"Apartaos de entre esta congregación, y consumirlos he en un
momento." Pero ellos se postraron de hinojos y rogaron: "Dios, Dios
de los espíritus de toda carne, ¿no es un hombre el que pecó? ¿y airarte has tú
contra toda la congregación?"
Coré se había retirado de la asamblea, para unirse a Datan y a Abiram, cuando Moisés, acompañado por los setenta ancianos, bajó para dar la última advertencia a los hombres que se habían negado a comparecer ante él. Como multitudes los seguían, antes de pronunciar su mensaje, Moisés ordenó al pueblo por instrucción divina: "Apartaos ahora de las tiendas de estos impíos hombres, y no toquéis ninguna cosa suya, porque no perezcáis en todos sus pecados."
La advertencia fue obedecida, porque se apoderó de todos la
aprensión de que iba a caer un castigo. Los rebeldes principales se vieron abandonados por aquellos a quienes
habían engañado, pero su osadía no disminuyó. Se quedaron de pie con sus familias a las puertas de sus tiendas, como
desafiando la advertencia divina.
Entonces Moisés declaró, en
el nombre del Dios de Israel, a oídos de la congregación: "En esto
conoceréis que Jehová me ha enviado para que hiciese todas estas cosas; que no
de mi corazón las hice. Si como mueren
todos los hombres murieren éstos, o si fueren ellos visitados a la manera de
todos los hombres, Jehová no me envió.
Mas si Jehová hiciese una nueva cosa, y la tierra abriere su boca, y los
tragare con todas sus cosas, y descendieron vivos al abismo, entonces
conoceréis que estos hombres irritaron a Jehová." 424
De pie, llenos de terror y
expectación, en espera del acontecimiento, todos los israelitas fijaron los
ojos en Moisés. Cuando terminó de
hablar, la tierra sólida se partió, y los rebeldes cayeron vivos al abismo, con
todo lo que les pertenecía, "y perecieron de en medio de la
congregación." El pueblo huyó, sintiéndose condenado como copartícipe del
pecado.
Mientras Moisés suplicaba a
Israel que huyera de la destrucción inminente, todavía podría haberse evitado
el castigo divino, si Coré y sus asociados se hubiesen
arrepentido y hubiesen pedido perdón.
Pero su terca persistencia selló su perdición. La congregación entera
compartía su culpa, pues todos, cual más, cual menos, habían simpatizado con
ellos. Sin embargo, en su gran
misericordia Dios distinguió entre los jefes rebeldes y aquellos a quienes
habían inducido a la rebelión. Al pueblo
que se había dejado engañar se le dio plazo para que se arrepintiera. Había tenido una evidencia abrumadora de que
los rebeldes erraban y de que Moisés estaba en lo justo. La señalada manifestación del poder de Dios
había eliminado toda incertidumbre.
Jesús, el Ángel que iba
delante de los hebreos, trató de salvarlos de la destrucción. Se prolongó el plazo para obtener
perdón. El juicio de Dios había venido
muy cerca, y los exhortó a arrepentirse.
Una intervención especial e irresistible del Cielo había detenido la rebelión
de ellos. Si querían responder a la
intervención de la providencia de Dios, podían salvarse. Pero aunque huyeron de los juicios, por temor
a la destrucción, su rebelión no fue curada.
Regresaron a sus tiendas aquella noche, horrorizados, pero no
arrepentidos. 425
Tanto los había lisonjeado Coré y sus asociados, que se creyeron realmente muy buenos, y que habían sido perjudicados y maltratados por Moisés. Si llegaban a admitir que Coré y sus compañeros estaban equivocados, y que Moisés estaba en lo justo, entonces se verían obligados a recibir como palabra de Dios la sentencia de que debían morir en el desierto.
No querían someterse a esto, y procuraron
creer que Moisés los había engañado.
Habían acariciado la esperanza de que se estaba por establecer un nuevo
orden de cosas, en el cual la alabanza reemplazarla a la reprensión, y el ocio
y el bienestar a la ansiedad y la lucha.
Los hombres que acababan de perecer habían pronunciado palabras de
adulación, y habían profesado gran interés y amor por ellos, de modo que el
pueblo concluyó que Coré y sus compañeros debieron ser buenos hombres, cuya
destrucción Moisés había ocasionado por alguno u otro medio.
Es casi imposible a los
hombres infligir a Dios mayor insulto que el que consiste en menospreciar y
rechazar los instrumentos que él quiere emplear para salvarlos. No sólo habían hecho esto los israelitas,
sino que hasta se habían propuesto dar muerte a Moisés y a Aarón. No obstante, no se percataban de la necesidad
que tenían de pedir perdón a Dios por su grave pecado. No dedicaron aquella noche de gracia al
arrepentimiento y la confesión, sino a idear alguna manera de resistir a las
pruebas de que eran los mayores de los pecadores. Seguían albergando odio contra los hombres
designados por Dios, y se preparaban para resistir la autoridad de ellos. Satanás estaba allí para pervertir su juicio,
y llevarlos con los ojos vendados a la destrucción.
Todo Israel había huido
alarmado cuando oyó el clamor de los pecadores condenados que descendían al abismo,
y dijo: "No nos trague también la tierra." Pero al "día
siguiente toda la congregación de los hijos de Israel murmuró contra Moisés y
Aarón, diciendo: Vosotros habéis muerto al pueblo de Jehová." Y estaba a punto de hacer violencia a sus
fieles y abnegados jefes. 426
Se vio una manifestación de
la gloria divina en la nube sobre el tabernáculo y salió de la nube una voz que
habló a Moisés y a Aarón, diciendo: "Apartaos de en medio de esta
congregación, y consumirélos en un momento."
No había culpabilidad de
pecado en Moisés. Por tanto, no temió ni
se apresuró a irse para dejar que la congregación pereciera. Moisés se demoró y con ello manifestó en esta
temible crisis el verdadero interés del pastor por el rebaño confiado a su
cuidado. Rogó para que la ira de Dios no
destruyera totalmente al pueblo por él, escogido. Su intercesión impidió que el brazo de la
venganza acabara completamente con el
desobediente y rebelde pueblo de Israel.
Pero el ángel de la ira
había salido; la plaga estaba haciendo su obra de exterminio. Atendiendo a la orden de su hermano, Aarón tomó un incensario, y con él se dirigió
apresuradamente al medio de la congregación, "e hizo expiación por el
pueblo." "Y púsose entre los muertos y los vivos." Mientras
subía el humo de incienso, también se elevaban a Dios las oraciones de Moisés
en el tabernáculo, y la plaga se detuvo; pero no antes que catorce mil
israelitas yacieran muertos, como evidencia de la culpabilidad que entraña la
murmuración y la rebelión.
Pero se dio otra prueba de
que el sacerdocio se había instituido en la familia de Aarón. Por orden divina cada tribu preparó una vara,
y escribió su nombre en ella. El nombre
de Aarón estaba en la de Leví. Las varas
fueron colocadas en el tabernáculo, "delante del testimonio." (Véase
Números 17,) El florecimiento de cualquier vara
indicaría que Dios había escogido a esa tribu para el sacerdocio. A la mañana siguiente aconteció que ... vino
Moisés al tabernáculo del testimonio; y he aquí que la vara de Aarón de la casa
de Leví había brotado, y echado flores, y arrojado renuevos, y producido
almendras." Fue mostrada al pueblo, y colocada después en
el tabernáculo como testimonio para las generaciones venideras. El milagro decidió definitivamente el asunto
del sacerdocio.
Quedó plenamente probado que
Moisés y Aarón habían hablado 427 por
autoridad divina; y el pueblo se vio obligado a creer la desagradable verdad de
que había de morir en el desierto.
"He aquí nosotros somos muertos -dijeron,- perdidos somos, todos
nosotros somos perdidos." Confesaron que habían pecado al rebelarse contra
sus jefes, y que Coré y sus coasociados habían recibido de Dios un castigo
justo.
En la rebelión de Coré se ve en
pequeña escala el desarrollo del espíritu que llevó a Satanás a rebelarse en el
cielo. El orgullo y la ambición
indujeron a Lucifer a quejarse contra el gobierno de Dios, y a procurar
derrocar el orden que había sido establecido en el cielo. Desde su caída se ha propuesto inculcar el mismo
espíritu de envidia y descontento, la misma ambición de cargos y honores en las
mentes humanas. Así obró en el ánimo de
Coré, Datán y Abiram, para hacerles desear ser enaltecidos, y para incitar en
ellos envidia, desconfianza y rebelión.
Satanás les hizo rechazar a Dios como su jefe, al inducirles a desechar
a los hombres escogidos por el Señor. No
obstante, mientras que, murmurando contra Moisés y Aarón, blasfemaban contra
Dios, se hallaban tan seducidos que se creían justos, y consideraban a los que habían
reprendido fielmente su pecado como inspirados por Satanás.
¿No subsisten aún los mismos males básicos que ocasionaron la ruina de Coré? Abundan el orgullo y la ambición y cuando se abrigan estas tendencias, abren la puerta a la envidia y la lucha por la supremacía; el alma se aparta de Dios, e inconscientemente es arrastrada a las filas de Satanás. Como Coré y sus compañeros, muchos son hoy, aun entre quienes profesan ser seguidores de Cristo, los que piensan, hacen planes y trabajan tan anhelosamente por su propia exaltación, que para ganar la simpatía y el apoyo del pueblo, están dispuestos a tergiversar la verdad, a calumniar y hablar mal de los siervos del Señor, aun a atribuirles los motivos bajos y ambiciosos que animan su propio corazón.
A fuerza de reiterar la mentira, y eso contra
toda evidencia, llegan finalmente a creer que es la verdad. Mientras procuran destruir la 428 confianza
del pueblo en los hombres designados por Dios, creen estar realmente ocupados
en una buena obra y prestando servicio a Dios.
Los hebreos no querían
someterse a la dirección y a las restricciones del Señor. Estas los dejaban inquietos, y no querían
recibir reprensiones. Tal era el secreto
de las murmuraciones de ellos contra Moisés.
Si se les hubiera dejado hacer su voluntad, habría habido menos quejas
contra su jefe. A través de toda la
historia de la iglesia, los siervos de Dios han tenido que arrostrar el mismo
espíritu.
Al ceder al pecado, los hombres dan a Satanás acceso a sus mentes, y avanzan de una etapa de la maldad a otra. Al rechazar la luz, la mente se obscurece y el corazón se endurece de tal manera que les resulta más fácil dar el siguiente paso en el pecado y rechazar una luz aun más clara, hasta que por fin sus hábitos de hacer el mal se hacen permanentes. El pecado pierde para ellos su carácter inicuo. El que predica fielmente la Palabra de Dios y así condena a los pecados de ellos, es con demasiada frecuencia el objeto directo de su odio. No queriendo soportar el dolor y el sacrificio necesarios para reformarse, se vuelven contra los siervos del Señor, y denuncian sus reprensiones como intempestivas y severas.
Como Coré, declaran que el pueblo no tiene culpa; quien lo reprende es
causa de toda la dificultad. Y aplacando
su conciencia con este engaño, los celosos y desconformes se combinan para
sembrar la discordia en la iglesia y debilitar las manos de los que quieren
engrandecerla.
Todo progreso alcanzado por
aquellos a quienes Dios llamó a dirigir su obra, despertó sospechas; cada una
de sus acciones fue falseada por críticos celosos. Así fue en tiempo de Lutero, Wesley y otros
reformadores, y así sucede hoy.
Coré no hubiera tomado el
camino que siguió si hubiera sabido que todas las instrucciones y reprensiones
comunicadas a Israel venían de Dios.
Pero podría haberlo sabido. Dios
había dado evidencias abrumadoras de que dirigía a Israel. 429 Pero Coré y sus
compañeros rechazaron la luz hasta quedar tan ciegos que las manifestaciones
más señaladas de su poder no bastaban ya para convencerlos, Las atribuían todas
a instrumentos humanos o satánicos. Lo
mismo hicieron los que, al día siguiente después de la destrucción de Coré y
sus asociados, fueron a Moisés y Aarón y les dijeron: "Vosotros habéis
muerto al pueblo de Jehová." A
pesar de que en la destrucción de los hombres que los sedujeron, habían
recibido las indicaciones más convincentes de cuánto desagradaba a Dios el
camino que llevaban, se atrevieron a atribuir sus juicios a Satanás, declarando
que por el poder de éste Moisés y Aarón habían hecho morir hombres buenos y santos.
Este acto selló su perdición. Habían cometido el pecado contra el Espíritu Santo, pecado que endurece definitivamente el corazón del hombre contra la influencia de la gracia divina. "Cualquiera que hablare contra el Hijo del hombre, le será perdonado: mas cualquiera que hablare contra el Espíritu Santo, no le será perdonado" (Mat. 12: 32), dijo nuestro Salvador cuando las obras de gracia que había realizado en virtud del poder de Dios fueron atribuidas por los judíos a Belcebú.
Por
medio del Espíritu Santo es cómo Dios se comunica con el hombre; y los que
rechazan deliberadamente este instrumento, considerándolo satánico, han cortado
el medio de comunicación entre el alma y el Cielo.
Por la manifestación de su Espíritu, Dios obra para reprender y convencer al pecador; y si se rechaza finalmente la obra del Espíritu, nada queda ya que Dios pueda hacer por el alma. Se empleó el último recurso de la misericordia divina.
El transgresor se
aisló totalmente de Dios; y el pecado no tiene ya cura. No hay ya reserva de poder mediante la cual
Dios pueda obrar para convencer y convertir al pecador. "Déjalo" (Ose. 4: 17), es la orden
divina. Entonces "ya no queda sacrificio
por el pecado, sino una horrenda esperanza de juicio, y hervor de fuego que ha
de devorar a los adversarios." (Heb. 10: 26, 27.) 430 PP/EGW
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