(Este capítulo 75. Está basado en San Mateo 26:57-75; 27:1; San Marcos 14:53-72; 15:1; San Lucas 22:54-71; San Juan 18:13-27).
LLEVARON APRESURADAMENTE A JESÚS AL OTRO LADO
DEL ARROYO CEDRÓN, más allá de los huertos y olivares, y a través de las
silenciosas calles de la ciudad dormida. Era más de medianoche, y los clamores
de la turba aullante que le seguía rasgaban bruscamente el silencio nocturno.
El Salvador iba atado y cuidadosamente custodiado, y se movía penosamente. Pero
con apresuramiento, sus apresadores se dirigieron con él al palacio de Anás, el
ex sumo sacerdote.
ANÁS ERA CABEZA
DE LA FAMILIA SACERDOTAL EN EJERCICIO, y por deferencia a su edad, el pueblo
lo reconocía como sumo sacerdote. Se buscaban y ejecutaban sus consejos como
voz de Dios. A él debía ser presentado primero Jesús como cautivo del poder
sacerdotal. Él debía estar presente al ser examinado el preso, por temor a que
Caifás, hombre de menos experiencia, no lograse el objeto que buscaban. En esta
ocasión, había que valerse de la arteria y sutileza de Anás, porque había que
obtener sin falta la condenación de Jesús. Cristo iba a ser juzgado formalmente
ante el Sanedrín; pero se le sometió a un juicio preliminar delante de Anás.
BAJO EL GOBIERNO ROMANO, EL SANEDRÍN NO PODÍA EJECUTAR LA SENTENCIA DE MUERTE. Podía tan sólo examinar a un preso y dar su fallo, que debía ser ratificado por las autoridades romanas. Era, pues, necesario presentar contra Cristo acusaciones que fuesen consideradas como criminales por los romanos. También debía hallarse una acusación que le condenase ante los judíos. No pocos de entre los sacerdotes y gobernantes habían sido convencidos por la enseñanza de Cristo, y sólo el temor de la excomunión les impedía confesarle.
LOS SACERDOTES SE ACORDABAN MUY BIEN DE LA PREGUNTA QUE HABÍA HECHO
NICODEMO: "¿Juzga nuestra ley a
hombre, si primero no oyere de él, y entendiera lo que ha hecho?"*(Juan
7:51). Esta pregunta había producido momentáneamente la disolución del
concilio y estorbado sus planes. 648 Esta vez no se iba a convocar a José de
Arimatea ni a Nicodemo, pero había otros que podrían atreverse a hablar en
favor de la justicia. El juicio debía conducirse de manera que uniese a los
miembros del Sanedrín contra Cristo. Había dos acusaciones que los sacerdotes
deseaban mantener. Si se podía probar que Jesús había blasfemado, sería
condenado por los judíos. Si se le convencía de sedición, esto aseguraría su
condena por los romanos.
ANÁS TRATÓ
PRIMERO DE ESTABLECER LA SEGUNDA ACUSACIÓN. Interrogó a Jesús acerca de
sus discípulos y sus doctrinas, esperando que el preso diese algo que le
proporcionara material con que actuar. Pensaba arrancarle alguna declaración
que probase que estaba tratando de crear una sociedad secreta con el propósito
de establecer un nuevo reino. Entonces los sacerdotes le entregarían a los
romanos como perturbador de la paz y fautor de insurrección.
CRISTO LEÍA EL
PROPÓSITO DEL SACERDOTE COMO UN LIBRO ABIERTO. Como si discerniese el más
íntimo pensamiento de su interrogador, negó que hubiese entre él y sus
seguidores vínculo secreto alguno, o que los hubiese reunido furtivamente y en
las tinieblas para ocultar sus designios. No tenía secretos con respecto a sus
propósitos o doctrinas. "Yo manifiestamente he hablado al mundo
--contestó:-- yo siempre he enseñado en la sinagoga y en el templo, donde se
juntan todos los judíos, y nada he hablado en oculto." El Salvador
puso en contraste su propia manera de obrar con los métodos de sus acusadores.
DURANTE MESES le habían
estado persiguiendo, procurando entramparle y emplazarle ante un tribunal
secreto, donde mediante el perjurio pudiesen obtener lo que les era imposible
conseguir por medios justos. Ahora estaban llevando a cabo su propósito, El
arresto a medianoche por una turba, las burlas y los ultrajes que se le
infligieron antes que fuese condenado, o siquiera acusado, eran la manera de
actuar de ellos, y no de él. Su acción era una violación de la ley. Sus propios
reglamentos declaraban que todo hombre debía ser tratado como inocente hasta
que su culpabilidad fuese probada. Por sus propios reglamentos, los sacerdotes
estaban condenados.
VOLVIÉNDOSE
HACIA SU EXAMINADOR, JESÚS DIJO: "¿Qué me preguntas a mí?"
¿Acaso los sacerdotes y gobernantes no 649 habían enviado espías para vigilar
sus movimientos e informarlos de todas sus palabras ¿No habían estado presentes
en toda reunión de la gente y llevado información a los sacerdotes acerca de
todos sus dichos y hechos? "Pregunta a los que han oído, qué les
haya yo hablado --replicó Jesús:-- he aquí, éstos saben lo que yo he
dicho." Anás quedo acallado por la decisión de la respuesta.
Temiendo que Cristo dijese acerca de su conducta algo que él prefería mantener
encubierto, nada más le dijo por el momento.
UNO DE SUS
OFICIALES, LLENO DE IRA AL VER A ANÁS REDUCIDO AL SILENCIO, hirió a Jesús
en la cara diciendo: "¿Así respondes al pontífice?"
Cristo replicó serenamente: "Si he hablado mal, da testimonio del mal: y
si bien, ¿por qué me hieres?" No pronunció hirientes palabras de
represalia. Su serena respuesta brotó de un corazón sin pecado, paciente y
amable, a prueba de provocación.
CRISTO SUFRIÓ INTENSAMENTE BAJO LOS ULTRAJES Y LOS INSULTOS. En manos de
los seres a quienes había creado y en favor de los cuales estaba haciendo un
sacrificio infinito, recibió toda indignidad. Y sufrió en proporción a la
perfección de su santidad y su odio al pecado. El ser interrogado por hombres
que obraban como demonios, le era un continuo sacrificio. El estar rodeado por
seres humanos bajo el dominio de Satanás le repugnaba. Y sabía que en un
momento, con un fulgor de su poder divino podía postrar en el polvo a sus
crueles atormentadores. Esto le hacía tanto más difícil soportar la prueba.
LOS JUDÍOS
ESPERABAN A UN MESÍAS QUE SE REVELASE CON MANIFESTACIÓN EXTERIOR. Esperaban
que, por un despliegue de voluntad dominadora, cambiase la corriente de los
pensamientos de los hombres y los obligase a reconocer su supremacía. Así,
creían ellos, obtendría su propia exaltación y satisfaría las ambiciosas
esperanzas de ellos.
ASÍ QUE CUANDO CRISTO FUE TRATADO CON DESPRECIO, sintió una fuerte
tentación a manifestar su carácter divino. Por una palabra, por una mirada,
podía obligar a sus perseguidores a confesar que era Señor de reyes y
gobernantes, sacerdotes y templo. Pero le incumbía la tarea difícil de
mantenerse en la posición que había elegido como uno con la humanidad. 650 Los
ángeles del cielo presenciaban todo movimiento hecho contra su amado General.
ANHELABAN
LIBRAR A CRISTO. Bajo las órdenes de Dios, los ángeles son todopoderosos.
En una ocasión, en obediencia a la orden de Cristo, mataron en una noche a
ciento ochenta y cinco mil hombres del ejército asirio. ¡Cuán fácilmente los
ángeles que contemplaban la ignominiosa escena del juicio de Cristo podrían
haber testificado su indignación consumiendo a los adversarios de Dios! Pero no
se les ordenó que lo hiciesen. El que podría haber condenado a sus enemigos a
muerte, soportó su crueldad. Su amor por su Padre y el compromiso que
contrajera desde la creación del mundo, de venir a llevar el pecado, le
indujeron a soportar sin quejarse el trato grosero de aquellos a quienes había
venido a salvar.
ERA PARTE DE SU
MISIÓN SOPORTAR, EN SU HUMANIDAD, TODAS LAS BURLAS Y LOS ULTRAJES que los
hombres pudiesen acumular sobre él. La única esperanza de la humanidad
estribaba en esta sumisión de Cristo a todo el sufrimiento que el corazón y las
manos de los hombres pudieran infligirle. Nada había dicho Cristo que pudiese
dar ventaja a sus acusadores, y sin embargo estaba atado para indicar que
estaba condenado. Debía haber, sin embargo, una apariencia de justicia.
ERA NECESARIO
QUE SE VIESE UNA FORMA DE JUICIO LEGAL. Las autoridades estaban resueltas a
apresurarlo. Conocían el aprecio que el pueblo tenía por Jesús, y temían que si
cundía la noticia de su arresto, se intentase rescatarle. Además, si no se
realizaba en seguida el juicio y la ejecución, habría una demora de una semana
por la celebración de la Pascua. Esto podría desbaratar sus planes. Para
conseguir la condenación de Jesús, dependían mayormente del clamor de la turba,
formada en gran parte por el populacho de Jerusalén, Si se produjese una demora
de una semana, la agitación disminuirla, y probablemente se produciría una
reacción. La mejor parte del pueblo se decidiría en favor de Cristo; muchos
darían un testimonio que le justificaría, sacando a luz las obras poderosas que
había hecho. Esto excitaría la indignación popular contra el Sanedrín. Sus
procedimientos quedarían condenados y Jesús sería libertado, y recibiría nuevo
homenaje de las multitudes.
LOS SACERDOTES
Y GOBERNANTES RESOLVIERON, PUES, QUE ANTES QUE SE CONOCIESE SU PROPÓSITO, Jesús fuese
entregado a los romanos. 651 Pero ante todo, había que hallar una acusación.
Hasta aquí, nada habían ganado. Anás ordenó que Jesús fuese llevado a Caifás.
Este pertenecía a los saduceos, algunos de los cuales eran ahora los más
encarnizados enemigos de Jesús. El mismo, aunque carecía de fuerza de carácter,
era tan severo, despiadado e inescrupuloso como Anás. No dejaría sin probar
medio alguno de destruir a Jesús. Era ahora de madrugada y muy obscuro; así que
a la luz de antorchas y linternas, el grupo armado se dirigió con su preso al
palacio del sumo sacerdote. Allí, mientras los miembros del Sanedrín se
reunían, Anás y Caifás volvieron a interrogar a Jesús, pero sin éxito. Cuando el
concilio se hubo congregado en la sala del tribunal, Caifás tomó asiento como
presidente. A cada lado estaban los jueces y los que estaban especialmente
interesados en el juicio. Los soldados romanos se hallaban en la plataforma
situada más abajo que el solio a cuyo pie estaba Jesús. En él se fijaban las
miradas de toda la multitud. La excitación era intensa.
EN TODA LA
MUCHEDUMBRE, ÉL ERA EL ÚNICO QUE SENTÍA CALMA Y SERENIDAD. La misma
atmósfera que le rodeaba parecía impregnada de influencia santa. Caifás había
considerado a Jesús como su rival. La avidez con que el pueblo oía al Salvador
y la aparente disposición de muchos a aceptar sus enseñanzas, habían despertado
los acerbos celos del sumo sacerdote. Pero al mirar Caifás al preso, le embargó
la admiración por su porte noble y digno. Sintió la convicción de que este
hombre era de filiación divina. Al instante siguiente desterró despectivamente
este pensamiento. Inmediatamente dejó oír su voz en tonos burlones y altaneros,
exigiendo que Jesús realizase uno de sus grandes milagros delante de ellos.
Pero sus palabras cayeron en los oídos del Salvador como si no las hubiese
percibido. La gente comparaba el comportamiento excitado y maligno de Anás y
Caifás con el porte sereno y majestuoso de Jesús. Aun en la mente de aquella
multitud endurecida, se levantó la pregunta: ¿Será condenado como criminal este
hombre de presencia y aspecto divinos? Al percibir Caifás la influencia que
reinaba, apresuró el examen.
LOS ENEMIGOS DE JESÚS SE HALLABAN MUY PERPLEJOS. Estaban resueltos
a obtener su condenación, pero no sabían 652 cómo lograrla. Los miembros del
concilio estaban divididos entre fariseos y saduceos. Había acerba animosidad y
controversia entre ellos; y no se atrevían a tratar ciertos puntos en disputa
por temor a una rencilla. Con unas pocas palabras, Jesús podría haber excitado
sus prejuicios unos contra otros, y así habría apartado de sí la ira de ellos.
Caifás lo sabía, y deseaba evitar que se levantase una contienda. Había
bastantes testigos para probar que Cristo había denunciado a los sacerdotes y
escribas, que los había llamado hipócritas y homicidas; pero este testimonio no
convenía. Los saduceos habían empleado un lenguaje similar en sus agudas
disputas con los fariseos. Y un testimonio tal no habría tenido peso para los
romanos, a quienes disgustaban las pretensiones de los fariseos. Había
abundantes pruebas de que Jesús había despreciado las tradiciones de los Judíos
y había hablado con irreverencia de muchos de sus ritos; pero acerca de la
tradición, los fariseos y los saduceos estaban en conflicto; y estas pruebas no
habrían tenido tampoco peso para los romanos. Los enemigos de Cristo no se
atrevían a acusarle de violar el sábado, no fuese que un examen revelase el
carácter de su obra. Si se sacaban a relucir sus milagros de curación, se
frustraría el objeto mismo que tenían en vista los sacerdotes.
HABÍAN SIDO
SOBORNADOS FALSOS TESTIGOS PARA QUE ACUSASEN A JESÚS DE INCITAR A LA REBELIÓN y de procurar
establecer un gobierno separado. Pero su testimonio resultaba vago y
contradictorio. Bajo el examen, desmentían sus propias declaraciones. En los
comienzos de su ministerio, Cristo había dicho: "Destruid este templo, y en tres días lo levantaré." En
el lenguaje figurado de la profecía, había predicho así su propia muerte y
resurrección. "Más él hablaba del
templo de su cuerpo."*(Juan 2:19,21). Los judíos habían comprendido
estas palabras en un sentido literal, como si se refiriesen al templo de
Jerusalén. A excepción de esto, en todo lo que Jesús había dicho, nada podían
hallar los sacerdotes que fuese posible emplear contra él. Repitiendo estas
palabras, pero falseándolas, esperaban obtener una ventaja. Los romanos se
habían dedicado a reconstruir y embellecer el templo, y se enorgullecían mucho
de ello; cualquier desprecio manifestado hacia él habría de excitar 653
seguramente su indignación. En este terreno, podían concordar los romanos y los
judíos, los fariseos y los saduceos; porque todos tenían gran veneración por el
templo. Acerca de este punto, se encontraron dos testigos cuyo testimonio no
era tan contradictorio como el de los demás. Uno de ellos, que había sido
comprado para acusar a Jesús, declaró: "Este dijo: Puedo derribar el templo de
Dios, y en tres días reedificarlo."
ASÍ FUERON
TORCIDAS LAS PALABRAS DE CRISTO. Si hubiesen sido repetidas
exactamente como él las dijo, no habrían servido para obtener su condena ni
siquiera de parte del Sanedrín. Si Jesús hubiese sido un hombre como los demás,
según aseveraban los judíos, su declaración habría indicado tan sólo un
espíritu irracional y jactancioso, pero no podría haberse declarado blasfemia.
Aun en la forma en que las repetían los falsos, testigos, nada contenían sus
palabras que los romanos pudiesen considerar como crimen digno de muerte. Pacientemente
Jesús escuchaba los testimonios contradictorios. Ni una sola palabra pronunció
en su defensa. Al fin, sus acusadores quedaron enredados, confundidos y
enfurecidos. El proceso no adelantaba; parecía que las maquinaciones iban a
fracasar. Caifás se desesperaba. Quedaba un último recurso; había que obligar a
Cristo a condenarse a sí mismo. El sumo sacerdote se levantó del sitial del
juez, con el rostro descompuesto por la pasión, e indicando claramente por su
voz y su porte que, si estuviese en su poder, heriría al preso que estaba delante
de él. "¿No respondes nada? --exclamó,-- ¿qué testifican éstos contra
ti?" Jesús guardó silencio. "Angustiado
él, y afligido, no abrió su boca: como cordero fue llevado al matadero; y como
oveja delante de sus trasquiladores, enmudeció, y no abrió su boca." (Isaías
53:7).
POR FIN, CAIFÁS, ALZANDO LA DIESTRA HACIA EL CIELO, SE DIRIGIÓ A JESÚS CON UN JURAMENTO SOLEMNE: "Te conjuro por el Dios viviente, que nos digas si eres tú el Cristo, Hijo de Dios." Cristo no podía callar ante esta demanda. Había tiempo en que debía callar, y tiempo en que debía hablar. No habló hasta que se le interrogó directamente. Sabía que el contestar ahora aseguraría su muerte. Pero la demanda provenía de la más alta autoridad reconocida en la nación, y en el nombre del Altísimo. Cristo no podía menos que demostrar el debido 654 respeto a la ley. Más que esto, su propia relación con el Padre había sido puesta en tela de juicio.
Debía presentar claramente su carácter y su misión. Jesús había
dicho a sus discípulos: "Cualquiera
pues, que me confesare delante de los hombres, le confesaré yo también delante
de mi Padre que está en los cielos."*(Mateo 10:32). Ahora, por su
propio ejemplo, repitió la lección. Todos los oídos estaban atentos, y todos
los ojos se fijaban en su rostro mientras contestaba: "Tú lo has dicho."
Una luz celestial parecía iluminar su semblante pálido mientras añadía: "Y
aun os digo, que desde ahora habéis de ver al Hijo del hombre sentado a la
diestra de la potencia de Dios, y que viene en las nubes del cielo."
POR UN MOMENTO
LA DIVINIDAD DE CRISTO FULGURÓ A TRAVÉS DE SU ASPECTO HUMANO. El sumo
sacerdote vaciló bajo la mirada penetrante del Salvador. Esa mirada parecía
leer sus pensamientos ocultos y entrar como fuego hasta su corazón. Nunca, en
el resto de su vida, olvidó aquella mirada escrutadora del perseguido Hijo de
Dios. "Desde ahora --dijo Jesús,-- habéis de ver al Hijo del hombre
sentado a la diestra de la potencia de Dios, y que viene en las nubes del
cielo." Con estas palabras, Cristo presentó el reverso de la
escena que ocurría entonces. El, el Señor de la vida y la gloria, estaría
sentado a la diestra de Dios. Sería el juez de toda la tierra, y su decisión
sería inapelable. Entonces toda cosa secreta estaría expuesta a la luz del
rostro de Dios, y se pronunciaría el juicio sobre todo hombre, según sus
hechos. Las palabras de Cristo hicieron estremecer al sumo sacerdote.
EL PENSAMIENTO
DE QUE HUBIESE DE PRODUCIRSE UNA RESURRECCIÓN DE LOS MUERTOS, que hiciese
comparecer a todos ante el tribunal de Dios para ser recompensados según sus
obras, era un pensamiento que aterrorizaba a Caifás. No deseaba creer que en lo
futuro hubiese de recibir sentencia de acuerdo con sus obras. Como en un
panorama, surgieron ante su espíritu las escenas del juicio final. Por un
momento, vio el pavoroso espectáculo de los sepulcros devolviendo sus muertos,
con los secretos que esperaba estuviesen ocultos para siempre. Por un momento,
se sintió como delante del Juez eterno, cuyo ojo, que lo ve todo, estaba
leyendo su alma y sacando a luz misterios que él suponía ocultos con los
muertos. 655 La escena se desvaneció de la visión del sacerdote. Las palabras
de Cristo habían herido en lo vivo al saduceo.
CAIFÁS HABÍA
NEGADO LA DOCTRINA DE LA RESURRECCIÓN, del juicio y de una vida futura.
Ahora se sintió enloquecido por una furia satánica. ¿Iba este hombre, preso
delante de él, a asaltar sus más queridas teorías? Rasgando su manto, a fin de
que la gente pudiese ver su supuesto horror, pidió que sin más preliminares se
condenase al preso por blasfemia. "¿Qué más necesidad tenemos de
testigos? --dijo.-- He aquí, ahora habéis oído su blasfemia. ¿Qué
os parece?" Y todos le condenaron. La convicción, mezclada con la
pasión, había inducido a Caifás a obrar como había obrado. Estaba furioso
consigo mismo por creer las palabras de Cristo, y en vez de rasgar su corazón
bajo un profundo sentimiento de la verdad y confesar que Jesús era el Mesías,
rasgo sus ropas sacerdotales en resuelta resistencia. Este acto tenía profundo
significado. Poco lo comprendía Caifás. En este acto, realizado para influir en
los jueces y obtener la condena de Cristo, el sumo sacerdote se había condenado
a sí mismo. Por la ley de Dios, quedaba descalificado para el sacerdocio. Había
pronunciado sobre sí mismo la sentencia de muerte.
EL SUMO
SACERDOTE NO DEBÍA RASGAR SUS VESTIDURAS. La ley levítica lo prohibía bajo
sentencia de muerte. En ninguna circunstancia, en ninguna ocasión, había de
desgarrar el sacerdote sus ropas, como era, entre los judíos, costumbre hacerlo
en ocasión de la muerte de amigos y deudos. Los sacerdotes no debían observar
esta costumbre. Cristo había dado a Moisés órdenes expresas acerca de esto. (Levítico 10:6). Todo lo que llevaba el
sacerdote había de ser entero y sin defecto. Estas hermosas vestiduras
oficiales representaban el carácter del gran prototipo, Jesucristo. Nada que no
fuese perfecto, en la vestidura y la actitud, en las palabras y el espíritu,
podía ser aceptable para Dios. Él es santo, y su gloria y perfección deben ser
representadas por el servicio terrenal. Nada que no fuese la perfección podía
representar debidamente el carácter sagrado del servicio celestial. El hombre
finito podía rasgar su propio corazón mostrando un espíritu contrito y humilde.
Dios lo discernía. Pero ninguna desgarradura debía ser hecha en los mantos
sacerdotales, porque esto 656 mancillaría la representación de las cosas
celestiales.
EL SUMO
SACERDOTE que
se atrevía a comparecer en santo oficio y participar en el ministerio del
santuario con ropas rotas era considerado como separado de Dios. Al rasgar sus
vestiduras, se privaba de su carácter representativo y cesaba de ser acepto
para Dios como sacerdote oficiante. Esta conducta de Caifás demostraba pues la
pasión e imperfección humanas. Al rasgar sus vestiduras, Caifás anulaba la ley
de Dios para seguir la tradición de los hombres. Una ley de origen humano
estatuía que en caso de blasfemia un sacerdote podía desgarrar impunemente sus
vestiduras por horror al pecado. Así la ley de Dios era anulada por las leyes
de los hombres. Cada acción del sumo sacerdote era observada con interés por el
pueblo; y Caifás pensó ostentar así su piedad para impresionar. Pero en este
acto, destinado a acusar a Cristo, estaba vilipendiando a Aquel de quien Dios
había dicho: "Mi nombre está en
él."*(Éxodo 23:21).
EL MISMO ESTABA COMETIENDO BLASFEMIA. Estando él mismo bajo la
condenación de Dios, pronunció sentencia contra Cristo como blasfemo. Cuando
Caifás rasgó sus vestiduras, su acto prefiguraba el lugar que la nación judía
como nación iba a ocupar desde entonces para con Dios.
EL PUEBLO QUE
HABÍA SIDO UNA VEZ FAVORECIDO POR DIOS SE ESTABA SEPARANDO DE ÉL, y rápidamente
estaba pasando a ser desconocido por Jehová. Cuando Cristo en la cruz exclamó: "Consumado es,"*(Juan 19:30). Y
el velo del templo se rasgó de alto a bajo, el Vigilante Santo declaró que el
pueblo judío había rechazado a Aquel que era el prototipo simbolizado por todas
sus figuras, la substancia de todas sus sombras. Israel se había divorciado de
Dios. Bien podía Caifás rasgar entonces sus vestiduras oficiales que
significaban que él aseveraba ser representante del gran Sumo Pontífice; porque
ya no tendrían significado para él ni para el pueblo. Bien podía el sumo
sacerdote rasgar sus vestiduras en horror por sí mismo y por la nación.
EL SANEDRÍN HABÍA DECLARADO A JESÚS DIGNO DE MUERTE; pero era contrario a la ley judaica juzgar a un preso de noche. Un fallo legal no podía pronunciarse sino a la luz del día y ante una sesión plenaria del concilio. No obstante esto, el Salvador fue tratado como criminal condenado, y entregado para ser 657 ultrajado por los más bajos y viles de la especie humana. El palacio del sumo sacerdote rodeaba un atrio abierto en el cual los soldados y la multitud se habían congregado. A través de ese patio, y recibiendo por todos lados burlas acerca de su aserto de ser Hijo de Dios, Jesús fue llevado a la sala de guardia. Sus propias palabras, "sentado a la diestra de la potencia" y "que viene en las nubes del cielo," eran repetidas con escarnio. Mientras estaba en la sala de guardia aguardando su juicio legal, no estaba protegido.
EL POPULACHO IGNORANTE HABÍA VISTO LA CRUELDAD CON QUE HABÍA SIDO
TRATADO ANTE EL CONCILIO, y por tanto se tomó la libertad de manifestar
todos los elementos satánicos de su naturaleza. La misma nobleza y el porte
divino de Cristo lo enfurecían. Su mansedumbre, su inocencia y su majestuosa
paciencia, lo llenaban de un odio satánico. Pisoteaba la misericordia y la
justicia. Nunca fue tratado un criminal en forma tan inhumana como lo fue el
Hijo de Dios. Pero una angustia más intensa desgarraba el corazón de Jesús;
ninguna mano enemiga podría haberle asestado el golpe que le infligió su dolor
más profundo.
MIENTRAS
ESTABA SOPORTANDO LAS BURLAS DE UN EXAMEN DELANTE DE CAIFÁS, Cristo había
sido negado por uno de sus propios discípulos. Después de abandonar a su
Maestro en el huerto, dos de ellos se habían atrevido a seguir desde lejos a la
turba que se había apoderado de Jesús. Estos discípulos eran Pedro y Juan. Los
sacerdotes reconocieron a Juan como discípulo bien conocido de Jesús, y le
dejaron entrar en la sala esperando que, al presenciar la humillación de su
Maestro, repudiaría la idea de que un ser tal fuese Hijo de Dios. Juan habló en
favor de Pedro y obtuvo permiso para que entrase también. En el atrio, se había
encendido un fuego; porque era la hora más fría de la noche, precisamente antes
del alba, Un grupo se reunió en derredor del fuego, y Pedro se situó
presuntuosamente entre los que lo formaban. No quería ser reconocido como
discípulo de Jesús. Y mezclándose negligentemente con la muchedumbre, esperaba
pasar por alguno de aquellos que habían traído a Jesús a la sala.
PERO AL
RESPLANDECER LA LUZ SOBRE EL ROSTRO DE PEDRO, la mujer que cuidaba la puerta
le echó una mirada escrutadora. Ella había notado que había entrado con Juan,
observó el aspecto 658 de abatimiento que había en su cara y pensó que sería un
discípulo de Jesús. Era una de las criadas de la casa de Caifás, y tenía
curiosidad por saber si estaba en lo cierto. Dijo a Pedro: "¿No eres tú también de los discípulos de este hombre?"
Pedro se sorprendió y confundió; al instante todos los ojos del grupo se
fijaron en él. El hizo como que no la comprendía, pero ella insistió y dijo a
los que la rodeaban que ese hombre estaba con Jesús.
PEDRO
SE VIO OBLIGADO A CONTESTAR, Y DIJO AIRADAMENTE:
"Mujer, no le conozco." Esta era la
primera negación, e inmediatamente el gallo cantó. ¡Oh, Pedro, tan pronto te
avergüenzas de tu Maestro! ¡Tan pronto niegas a tu Señor!
EL DISCÍPULO
JUAN, al entrar en la sala del tribunal, no trató de ocultar el hecho de que
era seguidor de Jesús. No se mezcló con la gente grosera que vilipendiaba a su
Maestro. No fue interrogado, porque no asumió una falsa actitud y así no se
hizo sospechoso. Buscó un rincón retraído, donde quedase inadvertido para la
muchedumbre, pero tan cerca de Jesús como le fuese posible estar. Desde allí,
pudo ver y oír todo lo que sucedió durante el proceso de su Señor.
PEDRO no había querido que fuese conocido su verdadero
carácter.
Al asumir un aire de indiferencia, se había colocado en el terreno del enemigo,
y había caído fácil presa de la tentación. Si hubiese sido llamado a pelear por
su Maestro, habría sido un soldado valeroso; pero cuando el dedo del escarnio le
señaló, se mostró cobarde.
MUCHOS QUE NO REHÚYEN UNA GUERRA ACTIVA POR SU SEÑOR, son
impulsados por el ridículo a negar su fe. Asociándose con aquellos a quienes
debieran evitar, se colocan en el camino de la tentación. Invitan al enemigo a
tentarlos, y se ven inducidos a decir y hacer lo que nunca harían en otras
circunstancias. El discípulo de Cristo que en nuestra época disfraza su fe por
temor a sufrir oprobio niega a su Señor tan realmente como lo negó Pedro en la
sala del tribunal.
PEDRO PROCURABA
NO MOSTRARSE INTERESADO EN EL JUICIO DE SU MAESTRO, pero su
corazón estaba desgarrado por el pesar al oír las crueles burlas y ver los
ultrajes que sufría. Más aún, se sorprendía y airaba de que Jesús se humillase
a sí mismo y a sus seguidores sometiéndose a un trato tal. A fin de ocultar sus
659 verdaderos sentimientos, trató de unirse a los perseguidores de Jesús en
sus bromas inoportunas, pero su apariencia no era natural. Mentía por sus
actos, y mientras procuraba hablar despreocupadamente no podía refrenar sus
expresiones de indignación por los ultrajes infligidos a su Maestro.
LA ATENCIÓN FUE ATRAÍDA A ÉL POR SEGUNDA VEZ, y se le volvió a acusar de ser seguidor de Jesús. Declaró ahora con juramento: "No conozco al hombre." Le fue dada otra oportunidad. Transcurrió una hora, y uno de los criados del sumo sacerdote, pariente cercano del hombre a quien Pedro había cortado una oreja, le preguntó: "¿No te vi yo en el huerto con él?" "Verdaderamente tú eres de ellos; porque eres Galileo, y tu habla es semejante." Al oír esto, Pedro se enfureció. Los discípulos de Jesús eran conocidos por la pureza de su lenguaje, y a fin de engañar plenamente a los que le interrogaban y justificar la actitud que había asumido, Pedro negó ahora a su Maestro con maldiciones y juramentos. El gallo volvió a cantar. Pedro lo oyó entonces, y recordó las palabras de Jesús: "Antes que el gallo haya cantado dos veces, me negarás tres veces." (Marcos 14:30).
MIENTRAS LOS JURAMENTOS
ENVILECEDORES ESTABAN TODAVÍA EN LOS LABIOS DE PEDRO y el agudo
canto del gallo repercutía en sus oídos, el Salvador se desvió de sus ceñudos
jueces y miró de lleno a su pobre discípulo. Al mismo tiempo, los ojos de Pedro
fueron atraídos hacia su Maestro. En aquel amable semblante, leyó profunda
compasión y pesar, pero no había ira. Al ver ese rostro pálido y doliente, esos
labios temblorosos, esa mirada de compasión y perdón, su corazón fue atravesado
como por una flecha. Su conciencia se despertó. Los recuerdos acudieron a su
memoria y Pedro rememoró la promesa que había hecho unas pocas horas antes, de
que iría con su Señor a la cárcel y a la muerte. Recordó su pesar cuando el
Salvador le dijo en el aposento alto que negaría a su Señor tres veces esa
misma noche.
PEDRO ACABABA DE DECLARAR QUE NO CONOCÍA A JESÚS, pero ahora comprendía, con amargo pesar, cuán bien su Señor lo conocía a él, y cuán exactamente había discernido su corazón, cuya falsedad desconocía él mismo. Una oleada de recuerdos le abrumó. La tierna misericordia 660 del Salvador, su bondad y longanimidad, su amabilidad y paciencia para con sus discípulos tan llenos de yerros: lo recordó todo. También recordó la advertencia: "Simón, Simón, he aquí Satanás os ha pedido para zarandaros como a trigo; mas yo he rogado por ti que tu fe no falte." (Lucas 22:31,32).
REFLEXIONÓ CON HORROR en su propia ingratitud, su falsedad,
su perjurio. Una vez más miró a su Maestro, y vio una mano sacrílega que le
hería en el rostro. No pudiendo soportar ya más la escena, salió corriendo de
la sala con el corazón quebrantado. Siguió corriendo en la soledad y las
tinieblas, sin saber ni querer saber adónde. Por fin se encontró en Getsemaní.
Su espíritu evocó vívidamente la escena ocurrida algunas horas antes. El rostro
dolorido de su Señor, manchado con sudor de sangre y convulsionado por la
angustia, surgió delante de él. Recordó con amargo remordimiento que Jesús
había llorado y agonizado en oración solo, mientras que aquellos que debieran
haber estado unidos con él en esa hora penosa estaban durmiendo. Recordó su
solemne encargo: "Velad y orad, para
que no entréis en tentación." (Mateo 26:41).
VOLVIÓ A PRESENCIAR LA ESCENA DE LA SALA DEL TRIBUNAL. Torturaba su
sangrante corazón el saber que había añadido él la carga más pesada a la
humillación y el dolor del Salvador. En el mismo lugar donde Jesús había
derramado su alma agonizante ante su Padre, cayó Pedro sobre su rostro y deseó
morir. Por haber dormido cuando Jesús le había invitado a velar y orar, Pedro
había preparado el terreno para su grave pecado. Todos los discípulos, por
dormir en esa hora crítica, sufrieron una gran pérdida. Cristo conocía la
prueba de fuego por la cual iban a pasar. Sabía cómo iba a obrar Satanás para
paralizar sus sentidos a fin de que no estuviesen preparados para la prueba.
Por lo tanto, los había amonestado.
SI HUBIESEN PASADO EN
VIGILIA Y ORACIÓN AQUELLAS HORAS TRANSCURRIDAS EN EL HUERTO, Pedro no habría
tenido que depender de su propia y débil fuerza. No habría negado a su Señor.
Si los discípulos hubiesen velado con Cristo en su agonía, habrían estado
preparados para contemplar sus sufrimientos en la cruz. Habrían comprendido en
cierto grado la naturaleza de su angustia abrumadora. Habrían podido recordar
sus palabras que 661 predecían sus sufrimientos, su muerte y su resurrección.
En medio de la lobreguez de la hora más penosa, algunos rayos de luz habrían
iluminado las tinieblas y sostenido su fe.
TAN PRONTO COMO FUE DE DÍA,
EL SANEDRÍN SE VOLVIÓ A REUNIR, y Jesús fue traído de nuevo a la sala
del concilio. Se había declarado Hijo de Dios, y habían torcido sus palabras de
modo que constituyeran una acusación contra él. Pero no podían condenarle por
esto, porque muchos de ellos no habían estado presentes en la sesión nocturna,
y no habían oído sus palabras. Y sabían que el tribunal romano no hallaría en
ellas cosa digna de muerte. Pero si todos podían oírle repetir con sus propios
labios estas mismas palabras, podrían obtener su objeto. Su aserto de ser el
Mesías podía ser torcido hasta hacerlo aparecer como una tentativa de sedición
política.
"¿ERES TÚ
EL CRISTO? --DIJERON,-- DÍNOSLO." Pero Cristo permaneció callado.
Continuaron acosándole con preguntas. Al fin, con acento de la más profunda
tristeza, respondió: "Si os lo dijere, no creeréis; y
también si os preguntare, no me responderéis, ni me soltaréis."
Pero a fin de que quedasen sin excusa, añadió la solemne advertencia: "Mas
después de ahora el Hijo del hombre se asentará a la diestra de la potencia de
Dios." "¿Luego tú eres Hijo de Dios? preguntaron a una voz. Y él les
dijo: "Vosotros decís que soy." Clamaron entonces: "¿Qué más
testimonio deseamos? porque nosotros lo hemos oído de su boca." Y
así, por la tercera condena de las autoridades judías, Jesús había de morir.
Todo lo que era necesario ahora, pensaban, era que los romanos ratificasen esta
condena, y le entregasen en sus manos.
ENTONCES
SE PRODUJO LA TERCERA ESCENA DE ULTRAJES Y BURLAS, peores aún que
las infligidas por el populacho ignorante. En la misma presencia de los
sacerdotes y gobernantes, y con su sanción, sucedió esto. Todo sentimiento de
simpatía o humanidad se había apagado en su corazón. Si bien sus argumentos
eran débiles y no lograban acallar la voz de Jesús, tenían otras armas, como
las que en toda época se han usado para hacer callar a los herejes: el
sufrimiento, la violencia y la muerte.
CUANDO
LOS JUECES PRONUNCIARON LA CONDENA DE JESÚS, una 662 furia
satánica se apoderó del pueblo. El rugido de las voces era como el de las
fieras. La muchedumbre corrió hacia Jesús, gritando: ¡Es culpable! ¡Matadle!
De no haber sido por los soldados romanos, Jesús no habría vivido para ser
clavado en la cruz del Calvario. Habría sido despedazado delante de sus jueces,
si no hubiese intervenido la autoridad romana y, por la fuerza de las armas,
impedido la violencia de la turba.
LOS PAGANOS SE AIRARON AL VER EL TRATO BRUTAL
INFLIGIDO A UNA PERSONA CONTRA QUIEN NADA HABÍA SIDO PROBADO. Los oficiales
romanos declararon que los judíos, al pronunciar sentencia contra Jesús,
estaban infringiendo las leyes del poder romano, y que hasta era contrario a la
ley judía condenar a un hombre a muerte por su propio testimonio. Esta
intervención introdujo cierta calma en los procedimientos; pero en los
dirigentes judíos habían muerto la vergüenza y la compasión.
LOS SACERDOTES Y GOBERNANTES SE OLVIDARON DE LA DIGNIDAD DE SU OFICIO, y ultrajaron al Hijo de Dios con epítetos obscenos. Le escarnecieron acerca de su parentesco, y declararon que su aserto de proclamarse el Mesías le hacía merecedor de la muerte más ignominiosa. Los hombres más disolutos sometieron al Salvador a ultrajes infames. Se le echó un viejo manto sobre la cabeza, y sus perseguidores le herían en el rostro, diciendo: "Profetízanos tú, Cristo, quién es el que te ha herido." Cuando se le quitó el manto, un pobre miserable le escupió en el rostro. Los ángeles de Dios registraron fielmente toda mirada, palabra y acto insultantes de los cuales fue objeto su amado General. Un día, los hombres viles que escarnecieron y escupieron el rostro sereno y pálido de Cristo, mirarán aquel rostro en su gloria, más resplandeciente que el sol. DTG/EGW
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