MIENTRAS Moisés estaba en el monte, Dios le
ordenó. "Hacerme han un santuario,
y yo habitaré entre ellos" (Exo. 25: 8); y le dio instrucciones completas
para la construcción del tabernáculo. A
causa de su apostasía, los israelitas habían perdido el derecho a la bendición
de la presencia divina, y por el momento hicieron imposible la construcción del
santuario de Dios entre ellos. Pero
después que les fuera devuelto el favor del cielo el gran caudillo procedió a
ejecutar la orden divina.
Ciertos hombres escogidos fueron especialmente dotados
por Dios con habilidad y sabiduría para la construcción del sagrado
edificio. Dios mismo le dio a Moisés el
plano con instrucciones detalladas acerca del tamaño y forma así como de los
materiales que debían emplearse y de todos los objetos y muebles que había de
contener. Los dos lugares santos hechos
a mano, habían de ser "figura del verdadero," "figuras de las
cosas, celestiales" (Heb. 9: 24, 23), es decir, una representación, en
miniatura, del templo celestial donde Cristo nuestro gran Sumo Sacerdote,
después de ofrecer su vida como sacrificio, habría de interceder en favor de
los pecadores. Dios presentó ante Moisés
en el monte una visión del santuario celestial, y le ordenó que hiciera todas
las cosas, de acuerdo con el modelo que se le había mostrado. Todas estas instrucciones fueron escritas
cuidadosamente por Moisés, quien las comunicó a los jefes del pueblo.
Para la construcción del santuario fue necesario hacer
grandes y costosos preparativos; hacía falta gran cantidad de los materiales
más preciosos y caros; no obstante, el Señor sólo aceptó ofrendas
voluntarias. "Di a los hijos de
Israel 357 que tomen para mí ofrenda: de todo varón que la diere de su voluntad,
de corazón, tomaréis mi ofrenda." (Exo. 25: 2.) Tal fue la orden divina
que Moisés repitió a la congregación. La
devoción a Dios y un espíritu de sacrificio fueron los primeros requisitos para
construir la morada del Altísimo.
Todo el pueblo respondió unánimemente. "Y vino todo varón a quien su corazón
estimuló, y todo aquel a quien su espíritu le dio voluntad, y trajeron ofrenda
a Jehová para la obra del tabernáculo del testimonio, y para toda su fábrica, y
para las sagradas vestiduras. Y vinieron
así hombres como mujeres, todo voluntario de corazón, y trajeron cadenas y
zarcillos, sortijas y brazaletes, y toda joya de oro; y cualquiera ofrecía
ofrenda de oro a Jehová.
"Todo hombre que se hallaba con jacinto, o
púrpura, o carmesí, o lino fino, o pelo de cabras, o cueros rojos de carneros,
o cueros de tejones, lo traía.
Cualquiera que ofrecía ofrenda de plata o de metal, traía a Jehová la
ofrenda: y todo el que se hallaba con madera de Sittim, traíala para toda la
obra del servicio.
"Además todas las mujeres sabias de corazón
hilaban de sus manos, y traían lo que habían hilado: cárdeno, o púrpura, o
carmesí, o lino fino. Y todas las
mujeres cuyo corazón las levantó en sabiduría, hilaron pelos de cabras.
"Y los príncipes trajeron piedras de ónix, y las piedras
de los engastes para el ephod y el racional; y la especia aromática y aceite,
para la luminaria, y para el aceite de la unción, y para el perfume
aromático." (Exo. 35: 21-28.)
Mientras se llevaba a cabo la construcción del
santuario, el pueblo, fuesen ancianos o jóvenes, adultos, mujeres o niños,
continuaron trayendo sus ofrendas hasta que los encargados de la obra vieron
que ya tenían lo suficiente, y aun más de lo que podrían usar. Y Moisés hizo proclamar por todo el
campamento: "Ningún hombre ni mujer haga más obra para ofrecer para el
santuario. Y así fue el pueblo impedido de ofrecer." (Exo. 36: 6.) 358
Las murmuraciones de los israelitas y cómo Dios
castigó sus pecados, fueron registrados como advertencia para las futuras
generaciones. Y su devoción, su celo y
liberalidad, son un ejemplo digno de imitarse.
Todos los que aman el culto de Dios y aprecian la bendición de su santa
presencia, mostrarán el mismo espíritu de sacrificio en la preparación de una
casa donde él pueda reunirse con ellos.
Desearán traer al Señor una ofrenda de lo mejor que posean. La casa que se construya para Dios no debe
quedar endeudada, pues con ello Dios sería deshonrado. Debiera darse voluntariamente una cantidad
suficiente para llevar a cabo la obra, para que los que la construyen puedan
decir, como dijeron los constructores del tabernáculo: "No traigáis ya
ofrendas."
El tabernáculo fue construido desarmable, de modo que
los israelitas pudieran llevarlo en su peregrinaje. Era por consiguiente, pequeño, de sólo cincuenta
y cinco pies de largo por dieciocho de ancho y alto. No obstante, era una construcción
magnífica. La madera que se empleó en el
edificio y en sus muebles era de acacia, la menos susceptible al deterioro de
todas las que había en el Sinaí. Las paredes
consistían en tablas colocadas verticalmente, fijadas en basas de plata y
aseguradas por columnas y travesaños; y todo estaba cubierto de oro, lo cual
hacía aparecer al edificio como de oro macizo.
El techo estaba formado de cuatro juegos de cortinas; el de más adentro
era "de lino torcido, cárdeno, y púrpura, y carmesí: y . . . querubines de
obra delicada" (Exo. 26: 1); los otros tres eran de pelo de cabras, de
cueros de carnero teñidos de rojo y de
cueros de tejones, arreglados de tal manera que ofrecían completa protección.
El edificio se dividía en dos secciones mediante una
bella y rica cortina, o velo, suspendida de columnas doradas; y una cortina
semejante a la anterior cerraba la entrada de la primera sección. Tanto estos
velos como la cubierta interior que formaba el techo, eran de los más
magníficos colores, azul, púrpura y escarlata, bellamente combinados, y tenían,
recamados 359 con hilos de oro y plata, querubines que representaban la hueste
de los ángeles asociados con la obra del santuario celestial, y que son
espíritus ministradores del pueblo de Dios en la tierra.
El santo tabernáculo estaba colocado en un espacio
abierto llamado atrio, rodeado por cortinas de lino fino que colgaban de
columnas de metal. La entrada a este
recinto se hallaba en el extremo oriental.
Estaba cerrada con cortinas de riquísima tela hermosamente trabajadas
aunque inferiores a las del santuario.
Como estas cortinas del atrio eran sólo de la mitad de la altura de las
paredes del tabernáculo, el edificio podía verse perfectamente desde afuera.
En el atrio, y cerca de la entrada, se hallaba el
altar de bronce del holocausto. En este
altar se consumían todos los sacrificios que debían ofrecerse por fuego al
Señor, y sobre sus cuernos se rociaba la sangre expiatoria. Entre el altar y la puerta del tabernáculo
estaba la fuente, también de metal.
Había sido hecha con los espejos donados voluntariamente por las mujeres
de Israel. En la fuente los sacerdotes
debían lavarse las manos y los pies cada vez que entraban en el departamento
santo, o cuando se acercaban al altar para ofrecer un holocausto al Señor.
En el primer departamento, o lugar santo, estaban la
mesa para el pan de la proposición, el candelero o la lámpara y el altar del
incienso. La mesa del pan de la
proposición estaba hacia el norte. Así
como su cornisa decorada, estaba revestida de oro puro, Sobre esta mesa los
sacerdotes debían poner cada sábado doce panes, arreglados en dos pilas y
rociados con incienso. Por ser santos, los panes que se quitaban, debían ser
comidos por los sacerdotes. Al sur,
estaba el candelero de siete brazos, con sus siete lámparas. Sus brazos estaban decorados con flores
exquisitamente labradas y parecidas a lirios; el conjunto estaba hecho de una
pieza sólida de oro. Como no había ventanas en el tabernáculo, las lámparas
nunca se extinguían todas al mismo tiempo, sino que 360 ardían día y
noche. Exactamente frente al velo que
separaba el lugar santo del santísimo y de la inmediata presencia de Dios,
estaba el altar de oro del incienso.
Sobre este altar el sacerdote debía quemar incienso todas las mañanas y
todas las tardes; sobre sus cuernos se aplicaba la sangre de la víctima de la
expiación, y el gran día de la expiación era rociado con sangre. El fuego que estaba sobre este altar fue
encendido por Dios mismo, y se mantenía como sagrado. Día y noche, el santo incienso difundía su
fragancia por los recintos sagrados del tabernáculo y por sus alrededores.
Más allá del velo interior estaba el lugar santísimo
que era el centro del servicio de expiación e intercesión, y constituía el
eslabón que unía el cielo y la tierra.
En este departamento estaba el arca, que era un cofre de madera de
acacia, recubierto de oro por dentro y por fuera, y que tenía una cornisa de
oro encima. Era el repositorio de las
tablas de piedra, en las cuales Dios mismo había grabado los diez
mandamientos. Por consiguiente, se lo
llamaba arca del testamento de Dios, o arca de la alianza, puesto que los diez
mandamientos eran la base de la alianza hecha entre Dios e Israel.
La cubierta del arca sagrada se llamaba
"propiciatorio." Estaba hecha de una sola pieza de oro, y encima
tenía dos querubines de oro, uno en cada extremo. Un ala de cada ángel se extendía hacia
arriba, mientras la otra permanecía plegada sobre el cuerpo (véase Eze. 1: 11)
en señal de reverencia y humildad. La
posición de los querubines, con la cara vuelta el uno hacia el otro y mirando
reverentemente hacia abajo sobre el arca, representaba la reverencia con la
cual la hueste celestial mira la ley de Dios y su interés en el plan de
redención.
Encima del propiciatorio estaba la
"shekinah," o manifestación de la divina presencia; y desde en medio
de los querubines Dios daba a conocer su voluntad. Los mensajes divinos eran comunicados a veces
al sumo sacerdote mediante una voz que salía de la nube. Otras veces caía una
luz sobre el 361 ángel de la derecha, para indicar aprobación o aceptación, o
una sombra o nube descansaba sobre el ángel de la izquierda, para revelar
desaprobación o rechazo.
La ley de Dios, guardada como reliquia dentro del
arca, era la gran regla de la rectitud y del juicio. Esa ley determinaba la muerte del
transgresor; pero encima de la ley estaba el propiciatorio, donde se revelaba la
presencia de Dios y desde el cual, en virtud de la expiación, se otorgaba
perdón al pecador arrepentido. Así, en
la obra de Cristo en favor de nuestra redención, simbolizada por el servicio
del santuario, "la misericordia y la verdad se encontraron: la justicia y
la paz se besaron." (Sal. 85: 10.)
No hay palabras que puedan describir la gloria de la
escena que se veía dentro del santuario, con sus paredes doradas que reflejaban
la luz de los candeleros de oro, los brillantes colores de las cortinas
ricamente bordadas con sus relucientes ángeles, la mesa y el altar del incienso
refulgentes de oro; y más allá del segundo velo, el arca sagrada, con sus
querubines místicos, y sobre ella la santa "shekinah," manifestación
visible de la presencia de Jehová; pero todo esto era apenas un pálido reflejo
de las glorias del templo de Dios en el cielo, que es el gran centro de la obra
que se hace en favor de la redención del hombre.
Se necesitó alrededor de medio año para construir el
tabernáculo. Cuando se terminó, Moisés
examinó toda la obra de los constructores, comparándola con el modelo que se le
enseñó en el monte y con las instrucciones que había recibido de Dios. "Y vio Moisés toda la obra, y he aquí
que la habían hecho como Jehová había mandado; y bendíjolos." (Exo. 39:
43.) Con anhelante interés las multitudes de Israel se agolparon para ver el
sagrado edificio. Mientras contemplaban
la escena con reverente satisfacción, la columna de nube descendió sobre el
santuario, y lo envolvió. "Y la
gloria de Jehová hinchió el tabernáculo." (Exo. 40: 34.) Hubo una
revelación de la majestad divina, y por un momento ni 362 siquiera Moisés pudo
entrar. Con profunda emoción, el pueblo
vio la señal de que la obra de sus manos era aceptada. No hubo demostraciones de regocijo en alta
voz. Una solemne reverencia se apoderó
de todos. Pero la alegría de sus
corazones se manifestó en lágrimas de felicidad, y susurraron fervientes
palabras de gratitud porque Dios habla condescendido a morar con ellos.
En virtud de las instrucciones divinas, se apartó a la
tribu de Leví para el servicio del santuario. En tiempos anteriores, cada
hombre era sacerdote de su propia casa.
En los días de Abrahán, por derecho de nacimiento, el sacerdocio recaía
en el hijo mayor. Ahora, en vez del
primogénito de todo Israel, el Señor aceptó a la tribu de Leví para la obra del
santuario. Mediante este señalado honor,
Dios manifestó su aprobación por la fidelidad de los levitas, tanto por haberse
adherido a su servicio como por haber ejecutado sus juicios cuando Israel
apostató al rendir culto al becerro de oro.
El sacerdocio, no obstante, se restringió a la familia de Aarón. Aarón y sus hijos fueron los únicos a quienes
se les permitía ministrar ante el Señor; al resto de la tribu se le encargó el
cuidado del tabernáculo y su mobiliario; además debían ayudar a los sacerdotes
en su ministerio, pero no podían ofrecer sacrificios, ni quemar incienso, ni
mirar los santos objetos hasta que estuviesen cubiertos.
Se designó para los sacerdotes un traje especial, que
concordaba con su oficio. "Y harás
vestidos sagrados a Aarón tu hermano, para honra y hermosura" (Exo. 28:
2), fue la instrucción divina que se le dio a Moisés. El hábito del sacerdote común era de lino
blanco tejido de una sola pieza. Se
extendía casi hasta los pies, y estaba ceñido en la cintura por una faja de
lino blanco bordada de azul, púrpura y rojo.
Un turbante de lino, o mitra, completaba su vestidura exterior.
Ante la zarza ardiente se le ordenó a Moisés que se
quitase las sandalias, porque la tierra en que estaba era santa. Tampoco los sacerdotes debían entrar en el
santuario con 363 el calzado puesto. Las
partículas de polvo pegadas a él habrían profanado el santo lugar. Debían dejar los zapatos en el atrio antes de
entrar en el santuario, y también tenían que lavarse tanto las manos como los
pies antes de servir en el tabernáculo o en el altar del holocausto. En esa forma se enseñaba constantemente que
los que quieran acercarse a la presencia de Dios deben apartarse de toda
impureza.
Las vestiduras del sumo sacerdote eran de costosa tela
de bellísima hechura, como convenía a su elevada jerarquía. Además del traje de lino del sacerdote común,
llevaba una túnica azul, también tejida de una sola pieza. El borde del manto estaba adornado con
campanas de oro y granadas de color azul, púrpura y escarlata. Sobre esto llevaba el efod, vestidura más
corta, de oro, azul, púrpura, escarlata y blanco, rodeada por una faja de los
mismos colores, hermosamente elaborada. El efod no tenía mangas, y en sus
hombreras bordadas con oro, tenía engarzadas dos piedras de ónix, que llevaban
los nombres de las doce tribus de Israel.
Sobre el efod estaba el racional, la más sagrada de
las vestiduras sacerdotales. Era de la
misma tela que el efod. De forma
cuadrada, medía un palmo, y colgaba de los hombros mediante un cordón azul
prendido en argollas de oro. El ribete
estaba formado por una variedad de piedras preciosas, las mismas que forman los
doce fundamentos de la ciudad de Dios.
Dentro del ribete había doce piedras engarzadas en oro, arregladas en
hileras de a cuatro, que, como las de los hombros, tenían grabados los nombres
de las tribus. Las instrucciones del
Señor fueron: "Y llevará Aarón los nombres de los hijos de Israel en el racional
del juicio sobre su corazón, cuando entrare en el santuario, para memoria
delante de Jehová continuamente." (Exo. 28: 29.) Así también Cristo, el
gran Sumo Sacerdote, al ofrecer su sangre ante el Padre en favor de los
pecadores, lleva sobre el corazón el nombre de toda alma arrepentida y creyente. El salmista dice: "Aunque afligido yo y
necesitado, Jehová pensará de mí." (Sal. 40: 17.) 364
A la derecha y a la izquierda del racional había dos
piedras grandes y de mucho brillo. Se
llamaban Urim y Tumim. Mediante ellas se
revelaba la voluntad de Dios al sumo sacerdote. Cuando se llevaban asuntos ante
el Señor para que él los decidiera, si un nimbo iluminaba la piedra de la
derecha era señal de aprobación o consentimiento divinos, mientras que sí una
nube obscurecía la piedra de la izquierda, era evidencia de negación o
desaprobación.
La mitra del sumo sacerdote consistía en un turbante
de lino blanco, que tenía una plaquita de oro sostenida por una cinta azul, con
la inscripción: "Santidad a Jehová." Todo lo relacionado con la
indumentaria y la conducta de los sacerdotes había de ser tal, que inspirara en
el espectador el sentimiento de la santidad de Dios, de lo sagrado de su culto
y de la pureza que se exigía a los que se allegaban a su presencia.
No sólo el santuario mismo, sino también el ministerio
de los sacerdotes, debía servir "de bosquejo y sombra de las cosas
celestiales." (Heb. 8: 5.) Por eso era de suma importancia; y el Señor,
por medio de Moisés, dio las instrucciones más claras y precisas acerca de cada
uno de los puntos de este culto simbólico.
El ministerio del santuario consistía en dos partes:
un servicio diario y otro anual. El
servicio diario se efectuaba en el altar del holocausto en el atrio del
tabernáculo, y en el lugar santo; mientras que el servicio anual se realizaba
en el lugar santísimo.
Ningún ojo mortal excepto el del sumo sacerdote debía
mirar el interior del lugar santísimo.
Sólo una vez al año podía entrar allí el sumo sacerdote, y eso después
de la preparación más cuidadosa y solemne.
Temblando, entraba para presentarse ante Dios, y el pueblo en reverente
silencio esperaba su regreso, con los corazones elevados en fervorosa oración
para pedir la bendición divina. Ante el
propiciatorio, el sumo sacerdote hacia expiación por Israel; y en la nube de
gloria, Dios se encontraba con él. Si su
permanencia en 365 dicho sitio duraba más del tiempo acostumbrado, el pueblo
sentía temor de que, a causa de los pecados de ellos o de él mismo, le hubiese
muerto la gloria del Señor.
El servicio diario consistía en el holocausto matutino
y el vespertino, en el ofrecimiento del incienso en el altar de oro y de los
sacrificios especiales por los pecados individuales. Además, había sacrificios para los sábados,
las lunas nuevas y las fiestas especiales.
Cada mañana y cada tarde, se ofrecía sobre el altar un
cordero de un año, con las oblaciones apropiadas de presentes, para simbolizar
la consagración diaria a Dios de toda la nación y su constante dependencia de
la sangre expiatoria de Cristo. Dios les
indicó expresamente que toda ofrenda presentada para el servicio del santuario
debía ser "sin defecto." (Exo. 12: 5.) Los sacerdotes debían examinar
todos los animales que se traían como sacrificio, y rechazar los
defectuosos. Sólo una ofrenda "sin
defecto" podía simbolizar la perfecta pureza de Aquel que había de
ofrecerse como "cordero sin mancha y sin contaminación." (1 Ped. 1:
19.)
El apóstol Pablo señala estos sacrificios como una
ilustración de lo que los seguidores de Cristo han de llegar a ser. Dice: "Así que, hermanos, os ruego por
las misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo,
santo, agradable a Dios, que es vuestro racional culto." (Rom. 12: 1.)
Hemos de entregarnos al servicio de Dios, y debiéramos tratar de hacer esta
ofrenda tan perfecta como sea posible.
Dios no quedará satisfecho sino con lo mejor que podamos ofrecerle. Los que le aman de todo corazón, desearán
darle el mejor servicio de su vida, y constantemente tratarán de poner todas
las facultades de su ser en perfecta armonía con las leyes que nos habilitan
para hacer la voluntad de Dios.
Al presentar la ofrenda del incienso, el sacerdote se
acercaba más directamente a la presencia de Dios que en ningún otro acto de los
servicios diarios. Como el velo interior
del santuario no llegaba hasta el techo del edificio, la gloria de 366 Dios,
que se manifestaba sobre el propiciatorio, era parcialmente visible desde el
lugar santo. Cuando el sacerdote ofrecía
incienso ante el Señor, miraba hacia el arca; y mientras ascendía la nube de
incienso, la gloria divina descendía sobre el propiciatorio y henchía el lugar
santísimo, y a menudo llenaba tanto las dos divisiones del santuario que el
sacerdote se veía obligado a retirarse hasta la puerta del tabernáculo. Así como en ese servicio simbólico el
sacerdote miraba por medio de la fe el propiciatorio que no podía ver, así
ahora el pueblo de Dios ha de dirigir sus oraciones a Cristo, su gran Sumo
Sacerdote, quien invisible para el ojo humano, está intercediendo en su favor
en el santuario celestial.
El incienso, que ascendía con las oraciones de Israel,
representaba los méritos y la intercesión de Cristo, su perfecta justicia, la
cual por medio de la fe es acreditada a su pueblo, y es lo único que puede
hacer el culto de los seres humanos aceptable a Dios. Delante del velo del lugar santísimo, había
un altar de intercesión perpetua; y delante del lugar santo, un altar de
expiación continua. Había que acercarse a Dios mediante la sangre y el
incienso, pues estas cosas simbolizaban al gran Mediador, por medio de quien
los pecadores pueden acercarse a Jehová, y por cuya intervención tan sólo puede
otorgarse misericordia y salvación al alma arrepentida y creyente.
Mientras de mañana y de tarde los sacerdotes entraban
en el lugar santo a la hora del incienso, el sacrificio diario estaba listo
para ser ofrecido sobre el altar de afuera, en el atrio. Esta era una hora de intenso interés para los
adoradores que se congregaban ante el tabernáculo. Antes de allegarse a la presencia de Dios por
medio del ministerio del sacerdote, debían hacer un ferviente examen de sus
corazones y luego confesar sus pecados.
Se unían en oración silenciosa, con los rostros vueltos hacia el lugar
santo. Así sus peticiones ascendían con
la nube de incienso, mientras la fe aceptaba los 367 méritos del Salvador
prometido al que simbolizaba el sacrificio expiatorio.
Las horas designadas para el sacrificio matutino y
vespertino se consideraban sagradas, y llegaron a observarse como momentos
dedicados al culto por toda la nación judía.
Y cuando en tiempos posteriores los judíos fueron diseminados como
cautivos en distintos países, aun entonces a la hora indicada dirigían el
rostro hacía Jerusalén, y clavaban sus oraciones al Dios de Israel. En esta costumbre, los cristianos tienen un
ejemplo para su oración matutina y vespertina. Si bien Dios condena la mera ejecución de ceremonias que carezcan del
espíritu de culto, mira con gran satisfacción a los que le aman y se postran de
mañana y tarde, para pedir el perdón de los pecados cometidos y las bendiciones
que necesitan.
El pan de la proposición se conservaba siempre ante la
presencia del Señor como una ofrenda perpetua.
De manera que formaba parte del sacrificio diario, y se llamaba "el
pan de la proposición" o el pan de la presencia, porque estaba siempre
ante el rostro del Señor. (Exo. 25: 30.) Era un reconocimiento de que el hombre
depende de Dios tanto para su alimento temporal como para el espiritual, y de
que se lo recibe únicamente en virtud de la mediación de Cristo. En el desierto Dios había alimentado a Israel
con el pan del cielo, y el pueblo seguía dependiendo de su generosidad, tanto
en lo referente a las bendiciones temporales como a las espirituales. El maná, así como el pan de la proposición,
simbolizaba a Cristo, el pan viviente, quien está siempre en la presencia de
Dios para interceder por nosotros. El
mismo dijo: "Yo soy el pan vivo que he descendido del cielo." (Juan
6: 48-51.) Sobre el pan se ponía incienso.
Cuando se cambiaba cada sábado, para reemplazarlo por pan fresco, el
incienso se quemaba sobre el altar como recordatorio delante de Dios.
La parte más importante del servicio diario era la que
se realizaba en favor de los individuos.
El pecador arrepentido 368 traía, su ofrenda a la puerta del tabernáculo,
y colocando la mano sobre la cabeza de la víctima, confesaba sus pecados; así,
en un sentido figurado, los trasladaba de su propia persona. a la víctima
inocente. Con su propia mano mataba
entonces el animal, y el sacerdote llevaba la sangre al lugar santo y la
rociaba ante el velo, detrás del cual estaba el arca que contenía la ley que el
pecador había violado. Con esta
ceremonia y en un sentido simbólico, el pecado era trasladado al santuario por
medio de la sangre. En algunos casos no
se llevaba la sangre al lugar santo (véase el Apéndice, nota 9); sino que el
sacerdote debía comer la carne, tal como Moisés ordenó a los hijos de Aarón,
diciéndoles: "Diola él a vosotros para llevar la iniquidad de la
congregación." (Lev. 10: 17.) Las dos ceremonias simbolizaban igualmente
el traslado del pecado del hombre arrepentido al santuario.
Tal era la obra que se hacía diariamente durante todo
el año. Con el traslado de los pecados
de Israel al santuario, los lugares santos quedaban manchados, y se hacia necesaria
una obra especial para quitar de allí los pecados. Dios ordenó que se hiciera expiación para
cada una de las sagradas divisiones lo mismo que para el altar. Así "lo limpiará, y lo santificará de
las inmundicias de los hijos de Israel." (Lev. 16: 19.) Una vez al año, en
el gran día de la expiación, el sacerdote entraba en el lugar santísimo para
limpiar el santuario. La obra que se
llevaba a cabo allí completaba el ciclo anual de ceremonias.
El día de la expiación, se llevaban dos machos cabríos
a la puerta del tabernáculo, y se echaba suerte sobre ellos, "la una
suerte por Jehová, y la otra suerte por Azazel." (Vers. 8.) El macho
cabrío sobre el cual caía la primera suerte debía matarse como ofrenda por el
pecado del pueblo. Y el sacerdote había de llevar la sangre más allá del velo,
y rociarla sobre el propiciatorio.
"Y limpiará el santuario, de las inmundicias de los hijos de Israel
y de sus rebeliones, y de todos sus pecados: de la misma manera hará también al
tabernáculo 369 del testimonio, el cual reside entre ellos en medio de sus
inmundicias." (Vers. 16.)
"Y pondrá Aarón ambas manos suyas sobre la cabeza
del macho cabrío vivo, y confesará sobre él todas las iniquidades de los hijos
de Israel, y todas sus rebeliones, y todos sus pecados, poniéndolos así sobre
la cabeza del macho cabrío, y lo enviará al desierto por mano de un hombre
destinado para esto. Y aquel macho
cabrío llevará sobre sí todas las iniquidades de ellos a tierra inhabitada: y
dejará ir el macho cabrío por el desierto." (Vers. 21, 22.) Sólo después
de haberse alejado al macho cabrío de esta manera, se consideraba el pueblo
libre de la carga de sus pecados. Todo hombre había de contristar su alma
mientras se verificaba la obra de expiación.
Todos los negocios se suspendían, y toda la congregación de Israel
pasaba el día en solemne humillación delante de Dios, en oración, ayuno y
profundo análisis del corazón.
Mediante este servicio anual le eran enseñadas al
pueblo importantes verdades acerca de la expiación. En la ofrenda por el pecado que se ofrecía
durante el año, se había aceptado un substituto en lugar del pecador; pero la
sangre de la víctima no había hecho completa expiación por el pecado. Sólo había provisto un medio en virtud del cual
el pecado se transfería al santuario. Al
ofrecerse la sangre, el pecador reconocía la autoridad de la ley, confesaba la
culpa de su transgresión y expresaba su fe en Aquel que había de quitar los
pecados del mundo; pero no quedaba completamente, exonerado de la condenación
de la ley.
El día de la expiación, el sumo sacerdote, llevando
una ofrenda por la congregación, entraba en el lugar santísimo con la sangre, y
la rociaba sobre el propiciatorio, encima de las tablas de la ley. En esa forma
los requerimientos de la ley, que exigían la vida del pecador, quedaban
satisfechos. Entonces, en su carácter de mediador, el sacerdote tomaba los
pecados sobre sí mismo, y salía del santuario llevando sobre sí la carga de las
culpas de Israel. A la puerta del tabernáculo
370 ponía las manos sobre la cabeza del macho cabrío símbolo de Azazel, y
confesaba "sobre él todas las iniquidades de los hijos de Israel, y todas
sus rebeliones, y todos sus pecados, poniéndolos así sobre la cabeza del macho
cabrío." Y cuando el macho cabrío que llevaba estos pecados era conducido
al desierto, se consideraba que con él se alejaban para siempre del
pueblo. Tal era el servicio verificado
como "bosquejo y sombra de las cosas celestiales." (Heb. 8: 5.)
Como se ha dicho, el santuario terrenal fue construido
por Moisés, conforme al modelo que se le mostró en el monte. "Era figura de aquel tiempo presente, en
el cual se ofrecían presentes y sacrificios." Los dos lugares santos eran
"figuras de las cosas celestiales." Cristo, nuestro gran Sumo
Sacerdote, es el "ministro del santuario, y de aquel verdadero tabernáculo
que el Señor asentó, y no hombre." (Heb. 9: 9, 23; 8: 2.) Cuando en visión
se le mostró al apóstol Juan el templo de Dios que está en el cielo, vio allí
"siete lámparas de fuego . . . ardiendo delante del trono." Vio
también a un ángel "teniendo un incensario de oro; y le fue dado mucho
incienso para que lo añadiese a las oraciones de todos los santos sobre el
altar de oro que estaba delante del trono." (Apoc. 4: 5; 8: 3.) Se le
permitió al profeta contemplar el lugar santo del santuario celestial; y vio
allí "siete lámparas de fuego ardiendo" y "el altar de
oro," representados por el candelero de oro y el altar del incienso o
perfume en el santuario terrenal.
Nuevamente "el templo de Dios fue abierto en el cielo" (Apoc.
11: 19), y vio el lugar santísimo detrás del velo interior. Allí contempló "el arca de su
testamento," representada por el arca sagrada construida por Moisés para
guardar la ley de Dios.
Moisés hizo el santuario terrenal, "según la
forma que había visto." Pablo declara que "el tabernáculo y todos los
vasos del ministerio," después de haber sido hechos, eran símbolos de
"las cosas celestiales." (Hech 7: 44; Heb. 9: 21, 23.) Y Juan dice
que vio el santuario celestial. Aquel
santuario, en el cual oficia Jesús en nuestro favor, es el gran 371original,
del cual el santuario construido por Moisés era una copia.
Ningún edificio terrenal podría representar la
grandeza y la gloria del templo celestial, la morada del Rey de reyes donde
"millares de millares" le sirven y "millones de millones"
están delante de él (Dan. 7:10), de aquel templo henchido de la gloria del
trono eterno, donde los serafines, sus guardianes resplandecientes, se cubren
el rostro en su adoración. Sin embargo,
las verdades importantes acerca del santuario celestial y de la gran obra que
allí se efectúa en favor de la redención del hombre debían enseñarse mediante
el santuario terrenal y sus servicios.
Después de su ascensión, nuestro Salvador iba a
principiar su obra como nuestro Sumo Sacerdote.
El apóstol Pablo dice: "No entró Cristo en el santuario hecho de
mano, figura del verdadero, sino en el mismo cielo para presentarse ahora por
nosotros en la presencia de Dios." (Heb. 9: 24.) Como el ministerio de
Cristo iba a consistir en dos grandes divisiones, ocupando cada una un período
de tiempo y teniendo un sitio distinto en el santuario celestial, asimismo el
culto simbólico consistía en el servicio diario y el anual, y a cada uno de
ellos se dedicaba una sección del tabernáculo.
Como Cristo, después de su ascensión, compareció ante
la presencia de Dios para ofrecer su sangre en beneficio de los creyentes
arrepentidos, así el sacerdote rociaba en el servicio diario la sangre del
sacrificio en el lugar santo en favor de los pecadores.
Aunque la sangre de Cristo habría de librar al pecador
arrepentido de la condenación de la ley, no había de anular el pecado; éste
queda registrado en el santuario hasta la expiación final; así en el símbolo,
la sangre de la víctima quitaba el pecado del arrepentido, pero quedaba en el
santuario hasta el día de la expiación.
En el gran día del juicio final, los muertos han de
ser juzgados "por las cosas que" están "escritas en los libros,
según sus obras." (Apoc. 20:12.) 372 Entonces en virtud de la sangre
expiatoria de Cristo, los pecados de todos los que se hayan arrepentido
sinceramente serán borrados de los libros celestiales. En esta forma el santuario será liberado, o
limpiado, de los registros del pecado.
En el símbolo, esta gran obra de expiación, o el acto de borrar los
pecados, estaba representada por los servicios del día de la expiación, o sea
de la purificación del santuario terrenal, la cual se realizaba en virtud de la
sangre de la víctima y por la eliminación de los pecados que lo manchaban.
Así como en la expiación final los pecados de los
arrepentidos han de borrarse de los registros celestiales, para no ser ya
recordados, en el símbolo terrenal eran enviados al desierto y separados para
siempre de la congregación.
Puesto que Satanás es el originador del pecado, el
instigador directo de todos los pecados que causaron la muerte del Hijo de
Dios, la justicia exige que Satanás sufra el castigo final. La obra de Cristo en favor de la redención
del hombre y la purificación del pecado del universo, será concluida quitando
el pecado del santuario celestial y colocándolo sobre Satanás, quien sufrirá el
castigo final. Así en el servicio
simbólico, el ciclo anual del ministerio se completaba con la purificación del
santuario y la confesión de los pecados sobre la cabeza del macho cabrío
símbolo de Azazel.
De este modo, en el servicio del tabernáculo, y en el
del templo que posteriormente ocupó su lugar, se enseñaban diariamente al
pueblo las grandes verdades relativas a la muerte y al ministerio de Cristo, y
una vez al año sus pensamientos eran llevados hacia los acontecimientos finales
de la gran controversia entre Cristo y Satanás, y hacia la purificación final
del universo, que lo limpiará del pecado y de los pecadores. 373 PP/EGW
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