(Este capítulo 36.
Está basado en San Mateo 9:18-26; San Marcos 5:21-43; San Lucas 8:40-56).
Al Volver de Gádara a la
orilla occidental, Jesús encontró una multitud reunida para recibirle, la cual
le saludó con gozo. Permaneció él a orillas del mar por un tiempo, enseñando y
sanando, y luego se dirigió a la casa de Leví Mateo para encontrarse con los
publicanos en su fiesta.
Allí le
encontró JAIRO, príncipe de la sinagoga. Este anciano de los judíos vino a
Jesús con gran angustia, y se arrojó a sus pies exclamando: "Mi hija está
a la muerte: ven y pondrás las manos sobre ella para que sea salva, y
vivirá." Jesús se encaminó inmediatamente con el príncipe hacia su casa.
Aunque los discípulos habían visto tantas de sus obras de misericordia, se
sorprendieron al verle acceder a la súplica del altivo rabino; sin embargo,
acompañaron a su Maestro, y la gente los siguió, ávida y llena de expectación.
La casa del príncipe no quedaba muy lejos, pero Jesús y sus compañeros
avanzaban lentamente porque la muchedumbre le apretujaba de todos lados.
La dilación
impacientaba al ansioso padre, pero Jesús, compadeciéndose de la
gente, se detenía de vez en cuando para aliviar a algún doliente o consolar a
algún corazón acongojado. Mientras estaban todavía en camino, un mensajero se
abrió paso a través de la multitud, trayendo a Jairo la noticia de que su hija
había muerto y era inútil molestar ya al Maestro. Mas el oído de Jesús
distinguió las palabras. "No temas --dijo:-- cree solamente, y será
salva." Jairo se acercó aún más al Salvador y juntos se apresuraron a
llegar a la casa del príncipe. Ya las plañideras y los flautistas pagados estaban
allí, llenando el aire con su clamor.
La presencia de
la muchedumbre y el tumulto contrariaban el espíritu de Jesús. Trató de
acallarlos diciendo: "¿Por qué alborotáis y lloráis? La muchacha no es
muerta, más duerme." Ellos se indignaron al oír las palabras del
forastero. Habían visto a la 311 niña en las garras de la muerte, y se burlaron
de él. Después de exigir que todos abandonasen la casa, Jesús tomó al padre y a
la madre de la niña, y a Pedro, Santiago y Juan, y juntos entraron en la cámara
mortuoria. Jesús se acercó a la cama, y tomando la mano de la niña en la suya,
pronunció suavemente en el idioma familiar del hogar, las palabras:
"Muchacha, a ti digo, levántate." Instantáneamente, un temblor pasó
por el cuerpo inconsciente. El pulso de la vida volvió a latir. Los labios se
entreabrieron con una sonrisa. Los ojos se abrieron como si ella despertase del
sueño, y la niña miró con asombro al grupo que la rodeaba. Se levantó, y sus
padres la estrecharon en sus brazos llorando de alegría.
LA
MUJER CON FLUJO… Mientras se dirigía a la casa del príncipe, Jesús había
encontrado en la muchedumbre una pobre mujer que durante doce años había estado
sufriendo de una enfermedad que hacía de su vida una carga. Había gastado todos
sus recursos en médicos y remedios, con el único resultado de ser declarada
incurable. Pero sus esperanzas revivieron cuando oyó hablar de las curaciones
de Cristo. Estaba segura de que si podía tan sólo ir a él, sería sanada. Con
debilidad y sufrimiento, vino a la orilla del mar donde estaba enseñando Jesús
y trató de atravesar la multitud, pero en vano.
Luego le siguió
desde la casa de Leví Mateo, pero tampoco pudo acercársele. Había empezado a
desesperarse, cuando, mientras él se abría paso por entre la multitud, llegó
cerca de donde ella se encontraba. Había llegado su áurea oportunidad. ¡Se
hallaba en presencia del gran Médico! Pero entre la confusión no podía
hablarle, ni lograr más que vislumbrar de paso su figura. Con temor de perder
su única oportunidad de alivio, se adelantó con esfuerzo, diciéndose: "Si
tocare tan solamente su vestido, seré salva." Y mientras él pasaba, ella
extendió la mano y alcanzó a tocar apenas el borde de su manto; pero en aquel
momento supo que había quedado sana. En
aquel toque se concentró la fe de su vida, e instantáneamente su dolor y
debilidad fueron reemplazados por el vigor de la perfecta salud.
Con Corazón
Agradecido,
trató entonces de retirarse de la muchedumbre; pero de repente Jesús se detuvo
y la gente también hizo alto. Jesús se dio vuelta, y mirando en derredor 312
preguntó con una voz que se oía distintamente por encima de la confusión de la
multitud: "¿Quién es el que me ha tocado?" La gente contestó esta
pregunta con una mirada de asombro. Como se le codeaba de todos lados, y se le
empujaba rudamente de aquí para allá parecía una pregunta extraña.
Pedro, siempre
listo para hablar, dijo: "Maestro, la compañía te aprieta y oprime, y dices:
¿Quién es el que me ha tocado?" Jesús contestó: "Me ha tocado
alguien; porque yo he conocido que ha salido virtud de mí." El Salvador
podía distinguir el toque de la fe del contacto casual de la muchedumbre
desprevenida. Una confianza tal no debía pasar sin comentario. Él quería
dirigir a la humilde mujer palabras de consuelo que fuesen para ella un
manantial de gozo; palabras que fuesen una bendición para sus discípulos hasta
el fin del tiempo.
Mirando hacia
la mujer,
Jesús insistió en saber quién le había tocado. Hallando que era vano tratar de
ocultarse, ella se adelantó temblorosa, y se echó a los pies de Jesús. Con
lágrimas de agradecimiento, relató la historia de sus sufrimientos y cómo había
hallado alivio. Jesús le dijo amablemente: "Hija, tu fe te ha salvado: ve
en paz."
EL NO DIO OPORTUNIDAD a que la superstición proclamase que había
una virtud sanadora en el mero acto de tocar sus vestidos. No era mediante el
contacto exterior con él, sino por medio de la fe que se aferraba a su poder
divino, cómo se había realizado la curación.
La muchedumbre maravillada que se agolpaba en derredor de
Cristo no sentía la manifestación del poder vital. Pero cuando la mujer enferma
extendió la mano para tocarle, creyendo que sería sanada, sintió la virtud
sanadora. Así es también en las cosas espirituales.
El hablar de religión de una manera casual, el
orar sin hambre del alma ni fe viviente, no vale nada. Una fe nominal en
Cristo, que le acepta simplemente como Salvador del mundo, no puede traer
sanidad al alma. La fe salvadora no es un mero asentimiento intelectual a la
verdad.
El que aguarda hasta
tener un conocimiento completo antes de querer ejercer fe, no puede recibir
bendición de Dios. No es suficiente creer acerca de Cristo; debemos creer en
él. La única fe que nos beneficiará es la que le acepta a él como Salvador
personal; que nos pone en posesión de sus 313 méritos.
MUCHOS ESTIMAN QUE LA FE ES UNA OPINIÓN. La fe salvadora
es una transacción por la cual los que reciben a Cristo se unen con Dios
mediante un pacto. La fe genuina es vida. Una fe viva significa un aumento de
vigor, una confianza implícita por la cual el alma llega a ser una potencia
vencedora.
Después
De Sanar A La Mujer, Jesús deseó que ella reconociese la bendición recibida.
Los dones del Evangelio no se obtienen a hurtadillas ni se disfrutan en
secreto. Así también el Señor nos invita a confesar su bondad. "Vosotros pues sois mis testigos, dice
Jehová, que yo soy Dios.' (Isaías 43:12).
Nuestra
confesión
de su fidelidad es el factor escogido por el Cielo para revelar a Cristo al
mundo. Debemos reconocer su gracia como fue dada a conocer por los santos de
antaño; pero lo que será más eficaz es el testimonio de nuestra propia
experiencia.
Somos
testigos de Dios mientras revelamos en nosotros mismos la obra
de un poder divino. Cada persona tiene una vida distinta de todas las demás y una
experiencia que difiere esencialmente de la suya. Dios desea que nuestra
alabanza ascienda a él señalada por nuestra propia individualidad. Estos preciosos reconocimientos para alabanza de la
gloria de su gracia, cuando son apoyados por una vida semejante a la de Cristo,
tienen un poder irresistible que obra para la salvación de las almas.
Cuando los diez leprosos vinieron
a Jesús para ser sanados, les ordenó que fuesen y se mostrasen al sacerdote. En
el camino quedaron limpios, pero uno solo volvió para darle gloria. Los otros
siguieron su camino, olvidándose de Aquel que los había sanado.
¡Cuántos hay que hacen
todavía lo mismo! El
Señor obra de continuo para beneficiar a la humanidad. Está siempre impartiendo
sus bondades. Levanta a los enfermos de las camas donde languidecen, libra a
los hombres de peligros que ellos no ven, envía a los ángeles celestiales para
salvarlos de la calamidad, para protegerlos de "la pestilencia que ande en oscuridad" y de la "mortandad que en medio del día destruya;
(Salmos 91:6). Pero sus corazones no quedan impresionados. El dio toda la
riqueza del cielo para redimirlos; y sin embargo, no piensan en su gran amor.
Por su ingratitud, cierran su corazón a la gracia de Dios. Como el brezo del
desierto, no saben cuándo viene el bien, y sus almas habitan en los lugares
yermos. 314 Para nuestro propio beneficio, debemos refrescar en nuestra mente
todo don de Dios. Así se fortalece la fe para pedir y recibir siempre más.
Hay para nosotros mayor
estímulo en la menor
bendición que recibimos de Dios, que en todos los relatos que podemos leer de
la fe y experiencia ajenas. El alma que responda a la gracia de Dios será como
un jardín regado.
Su salud brotará rápidamente; su luz saldrá en la obscuridad, y la
gloria del Señor le acompañará.
RECORDEMOS, pues, la
bondad del Señor, y la multitud de sus tiernas misericordias. Como el pueblo de
Israel, levantemos nuestras piedras de testimonio, e inscribamos sobre ellas la
preciosa historia de lo que Dios ha hecho por nosotros. Y mientras repasemos su
trato con nosotros en nuestra peregrinación, declaremos, con corazones
conmovidos por la gratitud: "¿Qué
pagaré a Jehová por todos sus beneficios para conmigo? Tomaré la copa de la
salud, e invocaré el nombre de Jehová. Ahora pagaré mis votos a Jehová delante
de todo su pueblo."* (Salmos 116: 12-14). 315
(Este capítulo 36.
Está basado en San Mateo 9:18-26; San Marcos 5:21-43; San Lucas 8:40-56).
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