(Este capítulo 35. Está basado en San Mateo
8:23-34; San Marcos 4:35-41; 5:1-20; San Lucas 8:22-39).
HABÍA sido un día lleno de
acontecimientos en la vida de Jesús. Al lado del mar de Galilea, había
pronunciado sus primeras parábolas, explicando de nuevo, mediante ilustraciones
familiares, la naturaleza de su reino y la manera en que se establecería. Había
comparado su propia obra a la del sembrador, el desarrollo de su reino al
crecimiento de la semilla de mostaza, y al efecto de la levadura en una medida
de harina. Había descrito la gran separación final de los justos y de los
impíos mediante las parábolas del trigo y de la cizaña, y de la red del
pescador. Había ilustrado la excelsa preciosura de las verdades que enseñaba,
mediante el tesoro oculto y la perla de gran precio, mientras que en la
parábola del padre de familia había enseñado a sus discípulos cómo habían de
trabajar como representantes suyos. Durante
todo el día había estado enseñando y sanando; y al llegar la noche, las
muchedumbres se agolpaban todavía en derredor de él. Día tras día, las había
atendido, sin detenerse casi para comer y descansar. Las críticas maliciosas y
las falsas representaciones con que los fariseos le perseguían constantemente,
hacían sus labores más pesadas y agobiadoras.
Y Ahora El Fin Del Día le hallaba tan sumamente cansado
que resolvió retirarse a algún lugar solitario al otro lado del lago. La región
situada al oriente del lago de Genesaret no estaba deshabitada, pues había aquí
y allí aldeas y villas, pero era desolada en comparación con la ribera
occidental. Su población era más pagana que judía y tenía poca comunicación con
Galilea. Así que ofrecía a Jesús el retiro que buscaba, y él invitó a sus
discípulos a que le acompañasen allí. Después que hubo despedido la multitud,
le llevaron, tal "como estaba," al barco, y apresuradamente zarparon.
Pero no habían de salir solos. Había otros barcos de pesca cerca de la orilla,
que pronto se llenaron de gente que se 301 proponía seguir a Jesús, ávida de
continuar viéndole y oyéndole. El Salvador estaba por fin aliviado de la
presión de la multitud, y, vencido por el cansancio y el hambre, se acostó en
la popa del barco y no tardó en quedarse dormido.
El anochecer había sido sereno y
plácido, y la calma reinaba sobre el lago. Pero de repente las tinieblas
cubrieron el cielo, bajó un viento furioso por los desfiladeros de las montañas,
que se abrían a lo largo de la orilla oriental, y una violenta tempestad
estalló sobre el lago. El sol se había puesto y la negrura de la noche se
asentó sobre el tormentoso mar. Las olas, agitadas por los furiosos vientos, se
arrojaban bravías contra el barco de los discípulos y amenazaban hundirlo.
Aquellos valientes pescadores habían pasado su vida sobre el lago, y habían
guiado su embarcación a puerto seguro a través de muchas tempestades; pero
ahora su fuerza y habilidad no valían nada. Se hallaban impotentes en las
garras de la tempestad, y desesperaron al ver cómo su barco se anegaba.
Absortos en sus esfuerzos para salvarse, se habían olvidado de que Jesús estaba
a bordo. Ahora, reconociendo que eran vanas sus labores y viendo tan sólo la muerte
delante de sí, se acordaron de Aquel a cuya orden habían emprendido la travesía
del mar.
En Jesús se hallaba su única esperanza. En
su desamparo y desesperación clamaron: "¡Maestro, Maestro!" Pero las
densas tinieblas le ocultaban de su vista. Sus voces eran ahogadas por el
rugido de la tempestad y no recibían respuesta. La duda y el temor los
asaltaban. ¿Les habría abandonado Jesús? ¿Sería ahora impotente para ayudar a
sus discípulos Aquel que había vencido la enfermedad, los demonios y aun la
muerte? ¿No se acordaba de ellos en su angustia? Volvieron a llamar, pero no
recibieron otra respuesta que el silbido del rugiente huracán. Ya se estaba
hundiendo el barco.
Dentro de un momento, según parecía,
iban a ser tragados por las hambrientas aguas. De repente, el fulgor de un rayo
rasgó las tinieblas y vieron a Jesús acostado y dormido sin que le perturbase
el tumulto. Con asombro y desesperación, exclamaron: "¿Maestro, no tienes
cuidado que perecemos?" ¿Cómo podía él descansar tan 302 apaciblemente
mientras ellos estaban en peligro, luchando con la muerte? Sus clamores
despertaron a Jesús. Pero al iluminarle el resplandor del rayo, vieron la paz
del cielo reflejada en su rostro; leyeron en su mirada un amor abnegado y
tierno, y sus corazones se volvieron a él para exclamar: "Señor, sálvanos,
que perecemos." Nunca dio un alma expresión a este clamor sin que fuese
oído.
Mientras los discípulos asían sus remos
para hacer un postrer esfuerzo, Jesús se levantó. De pie en medio de los
discípulos, mientras la tempestad rugía, las olas se rompían sobre ellos y el
relámpago iluminaba su rostro, levantó la mano, tan a menudo empleada en hechos
de misericordia, y dijo al mar airado: "Calla, enmudece." La
tempestad cesó. Las olas reposaron. Disipáronse las nubes y las estrellas
volvieron a resplandecer. El barco descansaba sobre un mar sereno. Entonces,
volviéndose a sus discípulos, Jesús les preguntó con tristeza: "¿Por qué
estáis así amedrentados? ¿Cómo no tenéis fe?" El silencio cayó sobre los
discípulos. Ni siquiera Pedro intentó expresar la reverencia que llenaba su
corazón. Los barcos que habían salido para acompañar a Jesús se habían visto en
el mismo peligro que el de los discípulos. El terror y la desesperación se
habían apoderado de sus ocupantes; pero la orden de Jesús había traído calma a
la escena de tumulto. La furia de la tempestad había arrojado los barcos muy
cerca unos de otros, y todos los que estaban a bordo de ellos habían
presenciado el milagro.
Una vez que se hubo restablecido la calma,
el temor quedó olvidado. La gente murmuraba entre sí, preguntando: "¿Qué
hombre es éste, que aun los vientos y la mar le obedecen?" Cuando Jesús
fue despertado para hacer frente a la tempestad, se hallaba en perfecta paz. No
había en sus palabras ni en su mirada el menor vestigio de temor, porque no
había temor en su corazón. Pero él no confiaba en la posesión de la
omnipotencia. No era en calidad de "dueño de la tierra, del mar y del
cielo" cómo descansaba en paz. Había depuesto ese poder, y aseveraba: "No puedo yo de mí mismo hacer nada.'*
(Juan 5:30). Jesús confiaba en el poder del Padre; descansaba en la fe ---
la 303 fe en el amor y cuidado de Dios, --- y el poder de aquella palabra que
calmó la tempestad era el poder de Dios.
Así como Jesús reposaba por la fe en el cuidado del Padre,
así también hemos de confiar nosotros en el cuidado de nuestro Salvador. Si los
discípulos hubiesen confiado en él, habrían sido guardados en paz. Su temor en
el tiempo de peligro reveló su incredulidad. En sus esfuerzos por salvarse a sí
mismos, se olvidaron de Jesús; y únicamente cuando desesperando de lo que
podían hacer, se volvieron a él, pudo ayudarles.
¡Cuán
a menudo experimentamos nosotros lo que experimentaron los discípulos! Cuando
las tempestades de la tentación nos rodean y fulguran los fieros rayos y las
olas nos cubren, batallamos solos con la tempestad, olvidándonos de que hay Uno
que puede ayudarnos. Confiamos en nuestra propia fuerza hasta que perdemos
nuestra esperanza y estamos a punto de perecer. Entonces nos acordamos de
Jesús, y si clamamos a él para que nos salve, no clamaremos en vano. Aunque él
con tristeza reprende nuestra incredulidad y confianza propia, nunca deja de
darnos la ayuda que necesitamos. En la tierra o en el mar, si tenemos al
Salvador en nuestro corazón, no necesitamos temer. La fe viva en el Redentor
serenará el mar de la vida y de la manera que él reconoce como la mejor nos
librará del peligro.
ESTE MILAGRO de
calmar la tempestad encierra otra lección espiritual. La vida de cada hombre
testifica acerca de la verdad de las palabras de la Escritura: "Los impíos son como la mar en
tempestad, que no puede estarse quieta.... No hay paz, dijo mi Dios, para los
impíos."* (Isaías 57:20,21). El pecado ha destruido nuestra paz.
Mientras el yo no está subyugado, no podemos hallar descanso. Las pasiones
predominantes en el corazón no pueden ser regidas por facultad humana alguna.
Somos tan impotentes en esto como los discípulos para calmar la rugiente
tempestad. Pero el que calmó las olas de Galilea ha pronunciado la palabra que
puede impartir paz a cada alma. Por fiera que sea la tempestad, los que claman
a Jesús: "Señor, sálvanos" hallarán liberación. Su gracia, que
reconcilia al alma con Dios, calma las contiendas de las pasiones humanas, y en
su amor el corazón descansa. "Hace
parar la tempestad en sosiego, y se apaciguan sus ondas. Alégranse luego porque
se reposaron; y 304 él los guía al puerto que deseaban." (Salmos
107:29,30). "Justificados pues
por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor
Jesucristo." "Y el efecto de la justicia será paz; y la labor de
justicia, reposo y seguridad para siempre." (Romanos 5:1; Isaías 32:17).
LOS ENDEMONIADOS GADARENOS. Por
la mañana temprano, el Salvador y sus compañeros llegaron a la orilla, y la luz
del sol naciente se esparcía sobre el mar y la tierra como una bendición de
paz. Pero apenas habían tocado la orilla cuando sus ojos fueron heridos por una
escena más terrible que la furia de la tempestad. Desde algún escondedero entre
las tumbas, dos locos echaron a correr hacia ellos como si quisieran
despedazarlos. De sus cuerpos colgaban trozos de cadenas que habían roto al
escapar de sus prisiones. Sus carnes estaban desgarradas y sangrientas donde se
habían cortado con piedras agudas. A través de su largo y enmarañado cabello,
fulguraban sus ojos; y la misma apariencia de la humanidad parecía haber sido
borrada por los demonios que los poseían, de modo que se asemejaban más a
fieras que a hombres. Los discípulos y sus compañeros huyeron aterrorizados;
pero al rato notaron que Jesús no estaba con ellos y se volvieron para
buscarle. Allí estaba donde le habían dejado.
El que había calmado la tempestad,
que antes había arrostrado y vencido a Satanás, no huyó delante de esos
demonios. Cuando los hombres, crujiendo los dientes y echando espuma por la
boca, se acercaron a él, Jesús levantó aquella mano que había ordenado a las
olas que se calmasen, y los hombres no pudieron acercarse más. Estaban de pie,
furiosos, pero impotentes delante de él. Con autoridad ordenó a los espíritus
inmundos que saliesen. Sus palabras penetraron las obscurecidas mentes de los
desafortunados. Vagamente, se dieron cuenta de que estaban cerca de alguien que
podía salvarlos de los atormentadores demonios. Cayeron a los pies del Salvador
para adorarle; pero cuando sus labios se abrieron para pedirle misericordia,
los demonios hablaron por su medio clamando vehementemente: "¿Qué tienes
conmigo, Jesús, Hijo del Dios Altísimo? Te conjuro por Dios que no me
atormentes." Jesús preguntó: "¿Cómo te llamas?" Y la respuesta
fue: "Legión me llamo; porque somos muchos."
Empleando a 305 aquellos
hombres afligidos como medios de comunicación, rogaron a Jesús que no los
mandase fuera del país. En la ladera de una montaña no muy distante pacía una
gran piara de cerdos. Los demonios pidieron que se les permitiese entrar en
ellos, y Jesús se lo concedió. Inmediatamente el pánico se apoderó de la piara.
Echó a correr desenfrenadamente por el acantilado, y sin poder detenerse en la
orilla, se arrojó al lago, donde pereció. Mientras tanto, un cambio maravilloso
se había verificado en los endemoniados. Había amanecido en sus mentes. Sus
ojos brillaban de inteligencia. Sus rostros, durante tanto tiempo deformados a
la imagen de Satanás, se volvieron repentinamente benignos. Se aquietaron las
manos manchadas de sangre, y con alegres voces los hombres alabaron a Dios por
su liberación.
Desde el acantilado, los cuidadores de
los cerdos habían visto todo lo que había sucedido, y se apresuraron a ir a
publicar las nuevas a sus amos y a toda la gente. Llena de temor y asombro, la
población acudió al encuentro de Jesús. Los dos endemoniados habían sido el
terror de toda la región. Para nadie era seguro pasar por donde ellos se hallaban,
porque se abalanzaban sobre cada viajero con furia demoníaca. Ahora estos
hombres estaban vestidos y en su sano juicio, sentados a los pies de Jesús,
escuchando sus palabras y glorificando el nombre de Aquel que los había sanado.
Pero la gente que contemplaba esta maravillosa escena no se regocijó. La
pérdida de los cerdos le parecía de mayor importancia que la liberación de
estos cautivos de Satanás. Sin embargo, esta pérdida había sido permitida por
misericordia hacia los dueños de los cerdos. Estaban absortos en las cosas
terrenales y no se preocupaban por los grandes intereses de la vida espiritual.
Jesús deseaba quebrantar el hechizo de la indiferencia egoísta, a fin de que
pudiesen aceptar su gracia. Pero el pesar y la indignación por su pérdida
temporal cegaron sus ojos con respecto a la misericordia del Salvador.
La manifestación del poder sobrenatural
despertó las supersticiones de la gente y excitó sus temores. Si este forastero
quedaba entre ellos, podían seguir mayores calamidades. Ellos temían la ruina
financiera, y resolvieron librarse de su presencia. 306 Los que habían cruzado
el lago con Jesús hablaron de todo lo que había sucedido la noche anterior; del
peligro que habían corrido en la tempestad, y de cómo el viento y el mar habían
sido calmados. Pero sus palabras quedaron sin efecto. Con terror la gente se
agolpó alrededor de Jesús rogándole que se apartase de ella, y él accediendo se
embarcó inmediatamente para la orilla opuesta.
Los habitantes de Gádara tenían delante
de sí la evidencia viva del poder y la misericordia de Cristo. Veían a los
hombres a quienes él había devuelto la razón; pero tanto temían poner en
peligro sus intereses terrenales, que trataron como a un intruso a Aquel que
había vencido al príncipe de las tinieblas delante de sus ojos, y desviaron de
sus puertas el Don del cielo. No tenemos
como los gadarenos oportunidad de apartarnos de la persona de Cristo; y sin
embargo, son muchos los que se niegan a obedecer su palabra, porque la
obediencia entrañaría el sacrificio de algún interés mundanal. Por temor a que
su presencia les cause pérdidas pecuniarias, muchos rechazan su gracia y
ahuyentan de sí a su Espíritu.
PERO EL SENTIMIENTO DE LOS ENDEMONIADOS CURADOS era muy diferente. Ellos deseaban la compañía de
su libertador. Con él, se sentían seguros de los demonios que habían
atormentado su vida y agostado su virilidad. Cuando Jesús estaba por subir al
barco, se mantuvieron a su lado, y arrodillándose le rogaron que los guardase
cerca de él, donde pudiesen escuchar siempre sus palabras. Pero Jesús les
recomendó que se fuesen a sus casas y contaran cuán grandes cosas el Señor
había hecho por ellos. En esto tenían una obra que hacer: ir a un hogar pagano,
y hablar de la bendición que habían recibido de Jesús. Era duro para ellos
separarse del Salvador. Les iban a asediar seguramente grandes dificultades en
su trato con sus compatriotas paganos. Y su largo aislamiento de la sociedad
parecía haberlos descalificado para la obra que él había indicado. Pero tan
pronto como Jesús les señaló su deber, estuvieron listos para obedecer. No sólo hablaron de
Jesús a sus familias y vecinos, sino que fueron por toda Decápolis, declarando
por doquiera su poder salvador, y describiendo cómo los había librado de los
demonios. Al hacer esta obra, podían recibir una bendición 307 mayor que sí,
con el único fin de beneficiarse a sí mismos, hubieran permanecido en su
presencia.
Es trabajando en la
difusión de las buenas nuevas de la salvación, como somos acercados al
Salvador.
Los dos endemoniados curados fueron los
primeros misioneros a quienes Cristo envió a predicar el Evangelio en la región
de Decápolis. Durante tan sólo algunos momentos habían tenido esos hombres
oportunidad de oír las enseñanzas de Cristo. Sus oídos no habían percibido un solo
sermón de sus labios. No podían instruir a la gente como los discípulos que
habían estado diariamente con Jesús. Pero llevaban en su persona la evidencia
de que Jesús era el Mesías. Podían contar lo que sabían; lo que ellos mismos
habían visto y oído y sentido del poder de Cristo. Esto es lo que puede hacer
cada uno cuyo corazón ha sido conmovido por la gracia de Dios. Juan, el
discípulo amado escribió: "Lo que
era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros
ojos, lo que hemos mirado, y palparon nuestras manos tocante al Verbo de vida;
. . . lo que hemos visto y oído, eso os anunciamos." (1 Juan 1:1-3).
COMO TESTIGOS DE CRISTO,
debemos decir lo que sabemos, lo que nosotros mismos hemos visto, oído y
palpado. Si hemos estado siguiendo a Jesús paso a paso, tendremos algo oportuno
que decir acerca de la manera en que nos ha conducido. Podemos explicar cómo
hemos probado su promesa y la hemos hallado veraz. Podemos dar testimonio de lo
que hemos conocido acerca de la gracia de Cristo. Este es el testimonio que
nuestro Señor pide y por falta del cual el mundo perece.
Aunque
los habitantes de Gádara no habían recibido a Jesús, él no los dejó en las
tinieblas que habían elegido. Cuando le pidieron que se apartase de ellos, no
habían oído sus palabras. Ignoraban lo que rechazaban. Por lo tanto, les volvió
a mandar luz, y por medio de personas a quienes no podían negarse a escuchar.
Al ocasionar la destrucción de los cerdos, Satanás se proponía apartar a la
gente del Salvador e impedir la predicación del Evangelio en esa región. Pero
este mismo incidente despertó a toda la comarca como no podría haberlo hecho
otra cosa alguna y dirigió su atención a Cristo. Aunque el Salvador mismo se
fue, los hombres a quienes había sanado permanecieron 308 como testigos de su
poder. Los que habían sido agentes del príncipe de las tinieblas vinieron a ser
conductos de luz, mensajeros del Hijo de Dios. Los hombres se maravillaban al
escuchar las noticias prodigiosas. Se abrió una puerta a la entrada del Evangelio
en toda la región.
CUANDO JESÚS VOLVIÓ A DECÁPOLIS,
la gente acudía a él, y durante tres días, no sólo los habitantes de un pueblo,
sino miles de toda la región circundante oyeron el mensaje de salvación. Aun el
poder de los demonios está bajo el dominio de nuestro Salvador, y él predomina
para bien sobre las obras del mal. El encuentro con los endemoniados de Gádara
encerraba una lección para los discípulos. Demostró las profundidades de la
degradación a las cuales Satanás está tratando de arrastrar a toda la especie
humana y la misión que traía Cristo de librar a los hombres de su poder.
Aquellos míseros seres que moraban en los sepulcros, poseídos de demonios,
esclavos de pasiones indomables y repugnantes concupiscencias, representan lo
que la humanidad llegaría a ser si fuese entregada a la jurisdicción satánica.
La influencia de Satanás se ejerce
constantemente sobre los hombres para enajenar los sentidos, dominar la mente
para el mal e incitar a la violencia y al crimen. El debilita el cuerpo, obscurece
el intelecto y degrada el alma. Siempre que los hombres rechacen la invitación
del Salvador, se entregan a Satanás. En toda ramificación de la vida, en el
hogar, en los negocios y aun en la iglesia, son multitudes los que están
haciendo esto hoy. Y a causa de esto la violencia y el crimen se han difundido
por toda la tierra; las tinieblas morales, como una mortaja, envuelven las
habitaciones de los hombres. Mediante sus especiosas tentaciones, Satanás
induce a los hombres a cometer males siempre peores, hasta provocar completa
degradación y ruina. La única salvaguardia contra su poder se halla en la
presencia de Jesús. Ante los hombres y los ángeles, Satanás se ha revelado como
el enemigo y destructor del hombre; Cristo, como su amigo y libertador. Su
Espíritu desarrollará en el hombre todo lo que ennoblece el carácter y
dignifica la naturaleza. Regenerará al hombre para la gloria de Dios, en
cuerpo, alma y espíritu. "Porque no
nos ha dado Dios el espíritu de temor, sino el de fortaleza, y de amor, y de
templanza [griego, mente sana]."* (2 Timoteo 1:7). Él nos ha llamado
"para alcanzar 309 la gloria -el carácter--de nuestro Señor
Jesucristo;" nos ha llamado a ser "hechos conformes a la imagen de su
Hijo." (2 Tesalonicenses 2:14; Romanos 8:29). Y las almas que han sido
degradadas en instrumentos de Satanás siguen todavía mediante el poder de
Cristo, siendo transformadas en mensajeras de justicia y enviadas por el Hijo
de Dios a contar "cuán grandes cosas el Señor ha hecho contigo, y cómo ha tenido
misericordia de ti." 310
(Este capítulo 35. Está basado en San Mateo 8:23-34; San
Marcos 4:35-41; 5:1-20; San Lucas 8:22-39).
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