(Este capítulo 22. Está basado en San Mateo
11:1-11; 14:1-11; San Marcos 6:17-28; San Lucas 7:19-28).
* JUAN EL BAUTISTA había sido el primero en proclamar el reino de
Cristo, y fue también el primero en sufrir. Desde el aire libre del desierto y
las vastas muchedumbres que habían estado suspensas de sus palabras, pasó a
quedar encerrado entre las murallas de una mazmorra, encarcelado en la
fortaleza de Herodes Antipas. En el territorio que estaba al este del Jordán,
que se hallaba bajo el dominio de Antipas, había transcurrido gran parte del
ministerio de Juan. Herodes mismo había escuchado la predicación del Bautista.
El rey disoluto había temblado al oír el llamamiento a arrepentirse.
"Herodes temía a Juan, sabiendo que era varón justo y santo,. . . y
oyéndole, hacía muchas cosas; y le oía de buena gana." Juan obró fielmente
con él, denunciando su unión inicua con Herodías, la esposa de su hermano.
DURANTE UN TIEMPO,
Herodes trató débilmente de romper la cadena de concupiscencia que le ligaba;
pero Herodías le sujetó más firmemente en sus redes y se vengó del Bautista,
induciendo a Herodes a echarlo en la cárcel. La vida de Juan había sido de
labor activa, y la lobreguez e inactividad de la cárcel le abrumaban
enormemente. Mientras pasaba semana tras semana sin traer cambio alguno, el
abatimiento y la duda fueron apoderándose de él.
SUS DISCÍPULOS NO LE ABANDONARON. Se les permitía tener acceso a la cárcel, y le traían
noticias de las obras de Jesús y de cómo la gente acudía a él. Pero preguntaban
por qué, si ese nuevo maestro era el Mesías, no hacía algo para conseguir la
liberación de Juan. ¿Cómo podía permitir que su fiel heraldo perdiese la
libertad y tal vez la vida? Estas preguntas no quedaron sin efecto. Sugirieron
a Juan dudas que de otra manera nunca se le habrían presentado. Satanás se
regocijaba al oír las palabras de esos discípulos, y al ver cómo lastimaban el
alma del mensajero del Señor.
¡Oh, 186 con cuánta frecuencia los que se creen amigos de un hombre
bueno y desean mostrarle su fidelidad, resultan ser sus más peligrosos
enemigos! ¡Con cuánta frecuencia, en vez de fortalecer su fe, sus palabras le
deprimen y desalientan!
COMO LOS DISCÍPULOS DEL SALVADOR, Juan el Bautista no comprendía la naturaleza del reino de
Cristo. Esperaba que Jesús ocupase el trono de David; y como pasaba el tiempo y
el Salvador no asumía la autoridad real, Juan quedaba perplejo y perturbado.
Había declarado a la gente que a fin de que el camino estuviese preparado
delante del Señor, la profecía de Isaías debía cumplirse; las montañas y
colinas debían ser allanadas, lo torcido enderezado y los lugares escabrosos
alisados. Había esperado que las alturas del orgullo y el poder humano fuesen
derribadas. Había señalado al Mesías como Aquel cuyo aventador estaba en su
mano, y que limpiaría cabalmente su era, que recogería el trigo en su alfolí y
quemaría el tamo con fuego inextinguible. Como el profeta Elías, en cuyo
espíritu y poder había venido a Israel, esperaba que el Señor se revelase como
Dios que contesta por fuego.
EN SU MISIÓN, el
Bautista se había destacado como intrépido reprensor de la iniquidad, tanto
entre los encumbrados como entre los humildes. Había osado hacer frente al rey
Herodes y reprocharle claramente su pecado. No había estimado preciosa su vida
con tal de cumplir la obra que le había sido encomendada. Y ahora, desde su
mazmorra, esperaba ver al León de la tribu de Judá derribar el orgullo del
opresor y librar a los pobres y al que clamaba. Pero Jesús parecía conformarse
con reunir discípulos en derredor suyo, y sanar y enseñar a la gente. Comía en
la mesa de los publicanos, mientras que cada día el yugo romano pesaba siempre
más sobre Israel; el rey Herodes y su vil amante realizaban su voluntad, y los
clamores de los pobres y dolientes ascendían al cielo. Todo esto le parecía un
misterio insondable al profeta del desierto.
HABÍA HORAS en
que los susurros de los demonios atormentaban su espíritu y la sombra de un
miedo terrible se apoderaba de él. ¿Podría ser que el tan esperado Libertador
no hubiese aparecido todavía? ¿Qué significaba entonces el mensaje que él había
sido impulsado a dar? JUAN Había Quedado Acerbamente Chasqueado del
resultado de su misión. Había 187 esperado que el mensaje de Dios tuviese el
mismo efecto que cuando la ley fue leída en los días de Josías y Esdras;* (2 Cronicas
Capitulo 34; Nehemías Capítulos 8, 9). Que seguiría una profunda obra de
arrepentimiento y regreso al Señor. Había sacrificado toda su vida al éxito de
su misión. ¿Habría sido en vano? Perturbaba a Juan el ver que por amor a él sus
propios discípulos albergaban incredulidad para con Jesús. ¿Habría sido vana su
obra para ellos? ¿Habría sido él infiel en su misión, y habría de ser separado
de ella? Si el Libertador prometido había aparecido, y Juan había sido hallado
fiel a su misión, ¿no derribaría Jesús el poder del opresor, dejando en
libertad a su heraldo?
PERO EL BAUTISTA NO RENUNCIÓ A SU FE en Cristo. El recuerdo de la voz del cielo y de la paloma
que había descendido sobre él, la inmaculada pureza de Jesús, el poder del
Espíritu Santo que había descansado sobre Juan cuando estuvo en la presencia
del Salvador, y el testimonio de las escrituras proféticas, todo atestiguaba
que Jesús de Nazaret era el Prometido. Juan no quería discutir sus dudas y
ansiedades con sus compañeros. Resolvió mandar un mensaje de averiguación a
Jesús. Lo confió a dos de sus discípulos. Esperando que una entrevista con el
Salvador confirmaría su fe, e impartiría seguridad a sus hermanos. Anhelaba
alguna palabra de Cristo, pronunciada directamente para él. Los discípulos
acudieron a Jesús con la interrogación: "¿Eres tú aquel que había de venir,
o esperaremos a otro?" ¡Cuán poco tiempo había transcurrido desde que el
Bautista había proclamado, señalando a Jesús: "He aquí el Cordero de Dios,
que quita el pecado del mundo." "Este es el que ha de venir tras mí,
el cual es antes de mí."* (Juan 1:29,27).
Y AHORA PREGUNTA: "¿Eres
tú aquel que había de venir?" Era una intensa amargura y desilusión para
la naturaleza humana. Si Juan, el precursor fiel, no discernía la misión de
Cristo, ¿qué podía esperarse de la multitud egoísta? El Salvador no respondió inmediatamente
a la pregunta de los discípulos. Mientras ellos estaban allí de pie, extrañados
por su silencio, los enfermos y afligidos acudían a él para ser sanados. Los
ciegos se abrían paso a tientas a través de la muchedumbre; los aquejados de
todas clases de enfermedades, 188 algunos abriéndose paso por su cuenta, otros
llevados por sus amigos, se agolpaban ávidamente en la presencia de Jesús. La
voz del poderoso Médico penetraba en los oídos de los sordos. Una palabra, un
toque de su mano, abría los ojos ciegos para que contemplasen la luz del día,
las escenas de la naturaleza, los rostros de sus amigos y la faz del
Libertador. Jesús reprendía a la enfermedad y desterraba la fiebre. Su voz
alcanzaba los oídos de los moribundos, quienes se levantaban llenos de salud y
vigor. Los endemoniados paralíticos obedecían su palabra, su locura los
abandonaba, y le adoraban. Mientras sanaba sus enfermedades, enseñaba a la
gente. Los pobres campesinos y trabajadores, a quienes rehuían los rabinos como
inmundos, se reunían cerca de él, y él les hablaba palabras de vida eterna.
ASÍ IBA
TRANSCURRIENDO EL DÍA, viéndolo y oyéndolo todo los discípulos de Juan. Por
fin, Jesús los llamó a sí y los invitó a ir y contar a Juan lo que habían
presenciado, añadiendo: "Bienaventurado es el que no fuere escandalizado
en mí." La evidencia de su divinidad se veía en su adaptación a las
necesidades de la humanidad doliente. Su gloria se revelaba en su
condescendencia con nuestro bajo estado.
LOS DISCÍPULOS
LLEVARON EL MENSAJE, Y BASTÓ. Juan
recordó la profecía concerniente al Mesías: "Me ungió Jehová; me ha enviado a predicar buenas nuevas a los
abatidos, a vendar a los quebrantados de corazón, a publicar libertad a los
cautivos, y a los presos abertura de la cárcel; a promulgar año de la buena
voluntad de Jehová." (Isaías 61:1,2). Las palabras de Cristo no sólo
le declaraban el Mesías, sino que demostraban de qué manera había de
establecerse su reino. A Juan fue revelada la misma verdad que fuera presentada
a Elías en el desierto, cuando sintió "un
grande y poderoso viento que rompía los montes, y quebraba las peñas delante de
Jehová: más Jehová no estaba en el viento. Y tras el viento un terremoto: más
Jehová no estaba en el terremoto. Y tras el terremoto un fuego: más Jehová no
estaba en el fuego."*(1 Reyes 19:11,12). Y después del fuego, Dios
habló al profeta mediante una queda vocecita. Así había de hacer Jesús su obra,
no con el fragor de las armas y el derrocamiento de tronos y reinos, sino
hablando a los corazones de los hombres por una vida de misericordia y
sacrificio. 189
EL PRINCIPIO QUE RIGIÓ LA VIDA ABNEGADA DEL BAUTISTA ERA
TAMBIÉN EL QUE REGÍA EL REINO DEL MESÍAS.
Juan sabía muy bien cuán ajeno era todo esto a los principios y esperanzas de
los dirigentes de Israel. Lo que para él era evidencia convincente de la
divinidad de Cristo, no sería evidencia para ellos, pues esperaban a un Mesías
que no había sido prometido. Juan vio que la misión del Salvador no podía
granjear de ellos sino odio y condenación. El, que era el precursor, estaba tan
sólo bebiendo de la copa que Cristo mismo debía agotar hasta las heces. Las
palabras del Salvador: "Bienaventurado es el que no fuere escandalizado en
mí," eran una suave reprensión para Juan. Y no dejó de percibirla.
COMPRENDIENDO MÁS CLARAMENTE ahora la naturaleza de la misión de Cristo, se entregó a
Dios para la vida o la muerte, según sirviese mejor a los intereses de la causa
que amaba. Después que los mensajeros se hubieron alejado,
JESÚS HABLÓ a
la gente acerca de Juan. El corazón del Salvador sentía profunda simpatía por
el testigo fiel ahora sepultado en la mazmorra de Herodes. No quería que la
gente dedujese que Dios había abandonado a Juan, o que su fe había faltado en
el día de la prueba. "¿Qué
salisteis a ver al desierto?"-¬dijo.-- "¿Una caña que es meneada
del viento?" Los altos juncos que crecían al lado del Jordán, inclinándose
al empuje de la brisa, eran adecuados símbolos de los rabinos que se habían
erigido en críticos y jueces de la misión del Bautista. Eran agitados a uno y
otro lado por los vientos de la opinión popular. No querían humillarse para
recibir el mensaje escrutador del Bautista, y sin embargo, por temor a la
gente, no se atrevían a oponerse abiertamente a su obra. Pero el mensajero de
Dios no tenía tal espíritu pusilánime. Las multitudes que se reunían alrededor
de Cristo habían presenciado las obras de Juan. Le habían oído reprender
intrépidamente el pecado. A los fariseos que se creían justos, a los
sacerdotales saduceos, al rey Herodes y su corte, príncipes y soldados,
publicanos y campesinos, Juan había hablado con igual llaneza. No era una caña
temblorosa, agitada por los vientos de la alabanza o el prejuicio humanos. Era
en la cárcel el mismo en su lealtad a Dios y celo por la justicia, que cuando 190
predicaba el mensaje de Dios en el desierto. Era tan firme como una roca en su
fidelidad a los buenos principios.
JESÚS CONTINUÓ: "Mas
¿qué salisteis a ver? ¿Un hombre cubierto de delicados vestidos? He aquí, los
que traen vestidos delicados, en las casas de los reyes están." Juan había
sido llamado a reprender los pecados y excesos de su tiempo, y su sencilla
vestimenta y vida abnegada estaban en armonía con el carácter de su misión. Los
ricos atavíos y los lujos de esta vida no son la porción de los siervos de
Dios, sino de aquellos que viven "en las casas de los reyes," los
gobernantes de este mundo, a quienes pertenecen su poder y sus riquezas.
Jesús deseaba dirigir la
atención al contraste que había entre la vestimenta de Juan y la que llevaban
los sacerdotes y gobernantes. Estos se ataviaban con ricos mantos y costosos
ornamentos. Amaban la ostentación y esperaban deslumbrar a la gente, para
alcanzar mayor consideración. Ansiaban más granjearse la admiración de los
hombres, que obtener la pureza del corazón que les ganaría la aprobación de
Dios. Así revelaban que no reconocían a Dios, sino al reino de este mundo.
"MAS, ¿QUÉ --DIJO JESÚS, -- SALISTEIS A VER? ¿Un profeta? También os digo, y más que profeta. Porque
éste es de quien está escrito: He aquí, yo envío mi mensajero delante de tu
faz, que aparejará tu camino delante de ti. "De cierto os digo, que no se
levantó entre los que nacen de mujeres otro mayor que Juan el Bautista."
En el anuncio hecho a Zacarías antes del nacimiento de Juan, el ángel había
declarado: "Será grande delante de Dios."* (Lucas 1:15).
EN LA
ESTIMA DEL CIELO, ¿QUÉ CONSTITUYE LA GRANDEZA? No
lo que el mundo tiene por tal; ni la riqueza, la jerarquía, el linaje noble, o
las dotes intelectuales, consideradas en sí mismas. Si la grandeza intelectual,
fuera de cualquier consideración superior, es digna de honor, entonces debemos
rendir homenaje a Satanás, cuyo poder intelectual no ha sido nunca igualado por
hombre alguno. Pero si el don está pervertido para servir al yo, cuanto mayor
sea, mayor maldición resulta. Lo que Dios aprecia es el valor moral. El amor y
la pureza son los atributos que más estima. Juan era grande a la vista del
Señor cuando, delante de los mensajeros del Sanedrín, delante de la gente y de
sus propios discípulos, no buscó honra para sí mismo sino que a todos 191
indicó a Jesús como el Prometido. Su abnegado gozo en el ministerio de Cristo
presenta el más alto tipo de nobleza que se haya revelado en el hombre. El
testimonio dado acerca de él después de su muerte, por aquellos que le oyeron
testificar acerca de Jesús, fue: "Juan, a la verdad, ninguna señal hizo;
mas todo lo que Juan dijo de éste, era verdad." (Juan 10:41).
NO LE FUE DADO A JUAN HACER BAJAR FUEGO DEL CIELO, ni resucitar muertos, como Elías lo había hecho, ni
manejar la vara del poder en el nombre de Dios como Moisés. Fue enviado a
pregonar el advenimiento del Salvador, y a invitar a la gente a prepararse para
su venida. Tan fielmente cumplió su misión, que al recordar la gente lo que
había enseñado acerca de Jesús, podía decir: "Todo lo que Juan dijo de
éste, era verdad." Cada discípulo del Maestro está llamado a dar semejante
testimonio de Cristo. Como heraldo del Mesías, Juan fue "más que
profeta." Porque mientras que los profetas habían visto desde lejos el
advenimiento de Cristo, le fue dado a Juan contemplarle, oír el testimonio del
cielo en cuanto a su carácter de Mesías, y presentarle a Israel como el Enviado
de Dios.
SIN EMBARGO, JESÚS DIJO: "El que es muy más pequeño en el
reino de los cielos, mayor es que él."
El profeta Juan era el eslabón que unía las dos dispensaciones. Como
representante de Dios, se dedicaba a mostrar la relación de la ley y los
profetas con la dispensación cristiana. Era la luz menor, que había de ser
seguida por otra mayor. La mente de Juan era iluminada por el Espíritu Santo, a
fin de que pudiese derramar luz sobre su pueblo; pero ninguna luz brilló ni
brillará jamás tan claramente sobre el hombre caído, como la que emanó de la
enseñanza y el ejemplo de Jesús. Cristo y su misión habían sido tan sólo
obscuramente comprendidos bajo los símbolos y las figuras de los sacrificios.
Ni Juan mismo había comprendido plenamente la vida futura e inmortal a la cual
nos da acceso el Salvador. Aparte del gozo que Juan hallaba en su misión, su
vida había sido llena de pesar. Su voz se había oído rara vez fuera del
desierto. Tuvo el destino de un solitario. No se le permitió ver los resultados
de sus propios trabajos. No tuvo el privilegio de estar con Cristo, ni de
presenciar la manifestación del poder 192 divino que acompañó a la luz mayor.
No le tocó ver a los ciegos recobrar la vista, a los enfermos sanar y a los
muertos resucitar. No contempló la luz que resplandecía a través de cada
palabra de Cristo, derramando gloria sobre las promesas de la profecía. El
menor de los discípulos que contempló las poderosas obras de Cristo y oyó sus
palabras, era en este sentido más privilegiado que Juan el Bautista, y por lo
tanto se dice que es mayor que él. Por medio de las vastas muchedumbres que habían
escuchado la predicación de Juan, su fama cundió por todo el país. Había un
profundo interés por el resultado de su encarcelamiento. Sin embargo, su vida
inmaculada y el fuerte sentimiento público en su favor, inducían a creer que no
se tomarían medidas violentas contra él.
LA MUERTE DE JUAN
HERODES
CREÍA que Juan era profeta de Dios y tenía la plena intención de devolverle
la libertad. Pero lo iba postergando por temor a Herodías. Esta sabía que por
las medidas directas no podría nunca obtener que Herodes consintiese en la
muerte de Juan, y resolvió lograr su propósito por una estratagema. En el día
del cumpleaños del rey, debía ofrecerse una fiesta a los oficiales del estado y
los nobles de la corte. Habría banquete y borrachera. Herodes no estaría en
guardia, y ella podría influir en él a voluntad. Cuando llegó el gran día, y el
rey estaba comiendo y bebiendo con sus señores, Herodías mandó a su hija a la
sala del banquete, para que bailase a fin de entretener a los invitados. Salomé
estaba en su primer florecimiento como mujer; y su voluptuosa belleza cautivó
los sentidos de los señores entregados a la orgía. No era costumbre que las
damas de la corte apareciesen en estas fiestas, y se tributó un cumplido
halagador a Herodes cuando esta hija de los sacerdotes y príncipes de Israel
bailó para divertir a sus huéspedes. El rey estaba embotado por el vino. La
pasión lo dominaba y la razón estaba destronada. Veía solamente la sala del
placer, sus invitados entregados a la orgía, la mesa del banquete, el vino
centelleante, las luces deslumbrantes y la joven que bailaba delante de él.
EN LA TEMERIDAD DEL MOMENTO, deseó hacer algún acto de ostentación que le exaltase
delante de 193 los grandes de su reino. Con juramentos prometió a la hija de
Herodías cualquier cosa que pidiese, aunque fuese la mitad de su reino. Salomé
se apresuró a consultar a su madre, para saber lo que debía pedir. La respuesta
estaba lista: la cabeza de Juan el Bautista. Salomé no conocía la sed de
venganza que había en el corazón de su madre y primero se negó a presentar la
petición; pero la resolución de Herodías prevaleció. La joven volvió para
formular esta horrible exigencia: "Quiero que ahora mismo me des en un
trinchero la cabeza de Juan el Bautista."* (Marcos 6:25 VM.).
Herodes quedó asombrado y confundido.
Cesó la ruidosa alegría y un silencio penoso cayó sobre la escena de orgía. El
rey quedó horrorizado al pensar en quitar la vida a Juan. Sin embargo, había
empeñado su palabra y no quería parecer voluble o temerario. El juramento había
sido hecho en honor de sus huéspedes, y si uno de ellos hubiese pronunciado una
palabra contra el cumplimiento de su promesa, habría salvado gustosamente al
profeta. Les dio oportunidad de hablar en favor del preso. Habían recorrido
largas distancias para oír la predicación de Juan y sabían que era un hombre
sin culpa, y un siervo de Dios. Pero aunque disgustados por la petición de la
joven, estaban demasiado entontecidos para intervenir con una protesta.
NINGUNA VOZ SE ALZÓ PARA SALVAR LA VIDA DEL MENSAJERO DEL
CIELO. Esos hombres ocupaban altos puestos
de confianza en la nación y sobre ellos descansaban graves responsabilidades;
sin embargo, se habían entregado al banqueteo y la borrachera hasta que sus
sentidos estaban embotados. Tenían la cabeza mareada por la vertiginosa escena
de música y baile, y su conciencia dormía. Con su silencio, pronunciaron la
sentencia de muerte sobre el profeta de Dios para satisfacer la venganza de una
mujer relajada. Herodes esperó en vano ser dispensado de su juramento; luego
ordenó, de mala gana, la ejecución del profeta. Pronto fue traída la cabeza de
Juan a la presencia del rey y sus huéspedes. Sellados para siempre estaban
aquellos labios que habían amonestado fielmente a Herodes a que se apartase de
su vida de pecado. Nunca más se oiría esa voz llamando a los hombres 194 al
arrepentimiento. La orgía de una noche había costado la vida de uno de los
mayores profetas.
¡CUÁN A MENUDO ha
sido sacrificada la vida de los inocentes por la intemperancia de los que
debieran haber sido guardianes de la justicia! El que lleva a sus labios la
copa embriagante se hace responsable de toda la injusticia que pueda cometer
bajo su poder embotador. Al adormecer sus sentidos, se incapacita para juzgar
serenamente o para tener una clara percepción de lo bueno y de lo malo. Prepara
el terreno para que por su medio Satanás oprima y destruya al inocente. "El
vino es escarnecedor, la cerveza alborotadora; y cualquiera que por ello
errare, no será sabio." Por esta causa "la justicia se puso lejos; .
. . y el que se apartó del mal, fue puesto en presa." (Proverbios 20:1;
Isaías 59:14,15).
Los que tienen jurisdicción sobre la vida de
sus semejantes deberían ser tenidos por culpables de un crimen cuando se
entregan a la intemperancia. Todos los que aplican las leyes deben ser
observadores de ellas. Deben ser hombres que ejerzan dominio propio. Necesitan
tener pleno goce de sus facultades físicas, mentales y morales, a fin de poseer
vigor intelectual y un alto sentido de la justicia.
LA CABEZA DE JUAN el
Bautista fue llevada a Herodías, quien la recibió con feroz satisfacción. Se
regocijaba en su venganza y se lisonjeaba de que la conciencia de Herodes ya no
le perturbaría. Pero su pecado no le dio felicidad. Su nombre se hizo notorio y
aborrecido, mientras que Herodes estuvo más atormentado por el remordimiento
que antes por las amonestaciones del profeta. La influencia de las enseñanzas
de Juan no se hundió en el silencio; había de extenderse a toda generación
hasta el fin de los tiempos. El pecado de Herodes estaba siempre delante de él.
Constantemente procuraba hallar alivio de las acusaciones de su conciencia
culpable. Su confianza en Juan era inconmovible. Cuando recordaba su vida de
abnegación, sus súplicas fervientes y solemnes, su sano criterio en los consejos,
y luego recordaba cómo había hallado la muerte, Herodes no podía encontrar
descanso.
MIENTRAS ATENDÍA LOS ASUNTOS DEL ESTADO, recibiendo honores de los hombres, mostraba un rostro
sonriente y un porte digno, pero ocultaba un corazón ansioso, siempre temeroso
de que una maldición pesara sobre él. 195 Herodes había quedado profundamente
impresionado por las palabras de Juan, de que nada puede ocultarse de Dios.
Estaba convencido de que Dios estaba presente en todo lugar, que había
presenciado la orgía de la sala del banquete, que había oído la orden de
decapitar a Juan, y había visto la alegría de Herodías y el insulto que
infligió a la cercenada cabeza del que la había reprendido. Y muchas cosas que
Herodes había oído de los labios del profeta hablaban ahora a su conciencia más
distintamente de lo que lo hiciera su predicación en el desierto. Cuando
Herodes oyó hablar de las obras de Cristo, se perturbó en gran manera. Pensó
que Dios había resucitado a Juan de los muertos, y lo había enviado con poder
aun mayor para condenar el pecado. Temía constantemente que Juan vengase su
muerte condenándole a él y a su casa. Herodes estaba cosechando lo que Dios
había declarado resultado de una conducta pecaminosa: "Corazón tembloroso, y
caimiento de ojos, y tristeza de alma: y tendrás tu vida como colgada delante
de ti, y estarás temeroso de noche y de día, y no confiarás de tu vida. Por la
mañana dirás: ¡Quién diera fuese la tarde! y a la tarde dirás: ¡Quién diera
fuese la mañana! por el miedo de tu corazón con que estarás amedrentado, y por
lo que verán tus ojos." (Deuteronomio 28:65-67).
LOS PENSAMIENTOS DEL PECADOR SON SUS
ACUSADORES; no podría sufrir tortura
más intensa que los aguijones de una conciencia culpable, que no le deja
descansar ni de día ni de noche. Para muchos, un profundo misterio rodea la
suerte de Juan el Bautista. Se preguntan por qué se le debía dejar languidecer
y morir en la cárcel. Nuestra visión humana no puede penetrar el misterio de
esta sombría providencia; pero ésta no puede conmover nuestra confianza en Dios
cuando recordamos que Juan no era sino partícipe de los sufrimientos de Cristo.
Todos los que sigan a Cristo llevarán la corona del sacrificio. Serán por
cierto mal comprendidos por los hombres egoístas, y blanco de los feroces
asaltos de Satanás. El reino de éste se estableció para destruir ese principio
de la abnegación, y peleará contra él dondequiera que se manifieste.
LA NIÑEZ, JUVENTUD Y EDAD ADULTA DE JUAN se caracterizaron por la
firmeza y la fuerza moral. Cuando su voz se oyó en el desierto diciendo: "Aparejad el camino del Señor,
enderezad 196 sus veredas,'* (Mateo 3:3).
SATANÁS TEMIÓ POR LA
SEGURIDAD DE SU REINO. El carácter pecaminoso
del pecado se reveló de tal manera que los hombres temblaron. Quedó quebrantado
el poder que Satanás había ejercido sobre muchos que habían estado bajo su
dominio. Había sido incansable en sus esfuerzos para apartar al Bautista de una
vida de entrega a Dios sin reserva; pero había fracasado. No había logrado
vencer a Jesús. En la tentación del desierto, Satanás había sido derrotado, y
su ira era grande. Resolvió causar pesar a Cristo hiriendo a Juan. Iba a hacer
sufrir a Aquel a quien no podía inducir a pecar.
JESÚS NO SE INTERPUSO PARA LIBRAR A SU SIERVO. Sabía que Juan soportaría la prueba. Gozosamente habría
ido el Salvador a Juan, para alegrar la lobreguez de la mazmorra con su
presencia. Pero no debía colocarse en las manos de sus enemigos, ni hacer
peligrar su propia misión. Gustosamente habría librado a su siervo fiel. Pero
por causa de los millares que en años ulteriores debían pasar de la cárcel a la
muerte, Juan había de beber la copa del martirio. Mientras los discípulos de
Jesús languideciesen en solitarias celdas, o pereciesen por la espada, el potro
o la hoguera, aparentemente abandonados de Dios y de los hombres, ¡qué apoyo
iba a ser para su corazón el pensamiento de que Juan el Bautista, cuya
fidelidad Cristo mismo había atestiguado, había experimentado algo similar! Se
le permitió a Satanás abreviar la vida terrenal del mensajero de Dios; pero el
destructor no podía alcanzar esa vida que "está escondida con Cristo en
Dios.' (Colosenses 3:3).
Se regocijó por haber causado pesar a Cristo; pero no había logrado vencer a
Juan. La misma muerte le puso para siempre fuera del alcance de la tentación.
EN SU GUERRA, SATANÁS ESTABA REVELANDO SU CARÁCTER. Puso de manifiesto, delante del universo que la
presenciaba, su enemistad hacia Dios y el hombre. Aunque ninguna liberación
milagrosa fue concedida a Juan, no fue abandonado. Siempre tuvo la compañía de
los ángeles celestiales, que le hacían comprender las profecías concernientes a
Cristo y las preciosas promesas de la Escritura. Estas eran su sostén, como
iban a ser el sostén del pueblo de Dios a través de los siglos venideros.
A JUAN EL BAUTISTA, como a aquellos que vinieron después de él, se aseguró: "He aquí, yo estoy con vosotros todos
los días, hasta el fin del mundo” (Mateo 28:20). 197
Dios no
conduce nunca a sus hijos de otra manera que la que ellos elegirían si pudiesen
ver el fin desde el principio, y discernir la gloria del propósito que están
cumpliendo como colaboradores suyos.
Ni Enoc, que fue trasladado al cielo, ni
Elías, que ascendió en un carro de fuego, fueron mayores o más honrados que
Juan el Bautista, que pereció solo en la mazmorra. "A vosotros es concedido por Cristo, no sólo que creáis en él,
sino también que padezcáis por él” (Filipenses 1:29). Y de todos los dones
que el Cielo puede conceder a los hombres, la comunión con Cristo en sus
sufrimientos es el más grave cometido y el más alto honor. DTG/EGW
(Este capítulo 22. Está basado en San Mateo
11:1-11; 14:1-11; San Marcos 6:17-28; San Lucas 7:19-28).
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