(Este capítulo 32.
Está basado en San Mateo 8:5-13; San Lucas 7:1-17).
CRISTO había dicho al
noble cuyo hijo sanara: "Si no
viereis señales y milagros no creeréis." (Juan 4:48). Le entristecía que
su propia nación requiriese esas señales externas de su carácter de Mesías.
Repetidas veces se había asombrado de su incredulidad.
PERO TAMBIÉN se asombró de
la fe del centurión que vino a él. El
centurión no puso en duda el poder del Salvador. Ni siquiera le pidió que
viniese en persona a realizar el milagro. "Solamente di la palabra
--dijo,-- y mi mozo sanará." El siervo del centurión había sido herido de
parálisis, y estaba a punto de morir. Entre
los romanos los siervos eran esclavos que se compraban y vendían en los
mercados, y eran tratados con ultrajes y crueldad. Pero el centurión amaba
tiernamente a su siervo, y deseaba grandemente que se restableciese. Creía que
Jesús podría sanarle. No había visto al Salvador, pero los informes que había
oído le habían inspirado fe. A pesar
del formalismo de los judíos, este oficial romano estaba convencido de que
tenían una religión superior a la suya. Ya
había derribado las vallas del prejuicio y odio nacionales que separaban a
los conquistadores de los conquistados. Había manifestado respeto por el
servicio de Dios, y demostrado bondad a los judíos, adoradores de Dios.
En La Enseñanza
De Cristo,
según le había sido explicada, hallaba lo que satisfacía la necesidad del alma.
Todo lo que había de espiritual en él, respondía a las palabras del Salvador.
Pero se sentía indigno de presentarse ante Jesús, y rogó a los ancianos judíos
que le pidiesen que sanase a su siervo. Pensaba que ellos conocían al gran
Maestro, y sabrían acercarse a él para obtener su favor. Al entrar Jesús en Capernaúm, fue recibido por una
delegación de ancianos, que le presentaron el deseo del centurión. Le hicieron
notar que era "digno de concederle esto; que ama nuestra nación, y él nos
edificó una sinagoga." Jesús se puso inmediatamente en camino hacia la
casa del 283 oficial; pero, asediado por la multitud, avanzaba lentamente. Las nuevas de su llegada le
precedieron, y el centurión, desconfiando de sí mismo, le envió este mensaje:
"Señor, no te incomodes, que no soy digno que entres debajo de mi
tejado." Pero el Salvador siguió
andando, y el centurión, atreviéndose por fin a acercársele, completó su
mensaje diciendo: "Ni aun me tuve por digno de venir a ti; mas di la
palabra, y mi siervo será sano. Porque también yo soy hombre puesto en
potestad, que tengo debajo de mí soldados; y digo a éste: Ve, y va; y al otro:
Ven, y viene; y a mi siervo: Haz esto, y lo hace." Como represento el
poder de Roma y mis soldados reconocen mi autoridad como suprema, así tú
representas el poder del Dios infinito y todas las cosas creadas obedecen tu
palabra. Puedes ordenar a la enfermedad que se aleje, y te obedecerá. Puedes
llamar a tus mensajeros celestiales, y ellos impartirán virtud sanadora.
Pronuncia tan sólo la palabra, y mi siervo sanará. "Lo cual oyendo Jesús,
se maravilló de él, y vuelto, dijo a las gentes que le seguían: Os digo que ni
aun en Israel he hallado tanta fe." Y al centurión le dijo: "Como
creíste te sea hecho. Y su mozo fue sano en el mismo momento."
Los Ancianos
Judíos
que recomendaron el centurión a Cristo habían demostrado cuánto distaban de
poseer el espíritu del Evangelio. No reconocían que nuestra gran necesidad es
lo único que nos da derecho a la misericordia de Dios. En su propia justicia,
alababan al centurión por los favores que había manifestado a "nuestra
nación." Pero el centurión dijo de sí mismo: "No soy digno." Su
corazón había sido conmovido por la gracia de Cristo. Veía su propia
indignidad; pero no temió pedir ayuda. No confiaba en su propia bondad; su
argumento era su gran necesidad. Su fe echó mano de Cristo en su verdadero
carácter. No creyó en él meramente como en un taumaturgo, sino como en el Amigo
y Salvador de la humanidad. Así es como cada pecador puede venir a Cristo. "No por obras de justicia que nosotros
habíamos hecho, más por su misericordia nos salvó." (Tito 3:5).
Cuando Satanás nos dice que somos pecadores y que no podemos
esperar recibir la bendición de Dios, digámosle que Cristo vino al mundo para
salvar a los pecadores. No tenemos nada que nos recomiende a Dios; pero 284 la
súplica que podemos presentar ahora y siempre es la que se basa en nuestra
falta absoluta de fuerza, la cual hace de su poder redentor una necesidad.
Renunciando a toda dependencia de nosotros mismos, podemos mirar la cruz del
Calvario y decir: "Ningún otro asilo hay, indefenso acudo a ti."
Desde la niñez, los judíos habían recibido instrucciones acerca de la obra del
Mesías. Habían tenido las inspiradas declaraciones de patriarcas y profetas, y
la enseñanza simbólica de los sacrificios ceremoniales; pero habían despreciado
la luz, y ahora no veían en Jesús nada que fuese deseable.
Pero el
centurión,
nacido en el paganismo y educado en la idolatría de la Roma imperial,
adiestrado como soldado, aparentemente separado de la vida espiritual por su
educación y ambiente, y aún más por el fanatismo de los judíos y el desprecio
de sus propios compatriotas para con el pueblo de Israel, percibió la verdad a
la cual los hijos de Abrahán eran ciegos. No aguardó para ver si los judíos mismos
recibirían a Aquel que declaraba ser su Mesías. Al resplandecer sobre él "la luz verdadera, que alumbra a todo
hombre que viene a este mundo,"* (Juan 1:9). Aunque se hallaba lejos,
había discernido la gloria del Hijo de Dios. Para Jesús, ello era una prenda de
la obra que el Evangelio iba a cumplir entre los gentiles. Con gozo miró
anticipadamente a la congregación de almas de todas las naciones en su reino. Con
profunda tristeza, describió a los judíos lo que les acarrearía el rechazar la
gracia: "Os digo que vendrán muchos del oriente y del occidente, y se
sentarán con Abraham, e Isaac, y Jacob, en el reino de los cielos: Mas los
hijos del reino serán echados a las tinieblas de afuera: allí será el lloro y
el crujir de dientes." ¡Oh, cuántos hay que se están preparando la misma
fatal desilusión!
Mientras las
almas
que estaban en las tinieblas del paganismo aceptan su gracia, ¡cuántos hay en
los países cristianos sobre los cuales la luz resplandece solamente para ser
rechazada!
LA
VIUDA DE NAIN. A unos treinta kilómetros de Capernaúm, en una altiplanicie
que dominaba la ancha y hermosa llanura de Esdraelón, se hallaba la aldea de
Naín, hacia la cual Jesús encaminó luego sus pasos. Le acompañaban muchos de
sus discípulos, con 285 otras personas, y a lo largo de todo el camino la gente
acudía, deseosa de oír sus palabras de amor y compasión, trayéndole sus
enfermos para que los sanase, y siempre con la esperanza de que el que ejercía
tan maravilloso poder se declararía Rey de Israel. Una multitud le rodeaba a
cada paso; pero era una muchedumbre alegre y llena de expectativa la que le
seguía por la senda pedregosa que llevaba hacia las puertas de la aldea
montañesa.
Mientras se
acercaban,
vieron venir hacia ellos un cortejo fúnebre que salía de las puertas. A paso
lento y triste, se encaminaba hacia el cementerio. En un féretro abierto,
llevado al frente, se hallaba el cuerpo del muerto, y en derredor de él estaban
las plañideras, que llenaban el aire con sus llantos. Todos los habitantes del
pueblo parecían haberse reunido para demostrar su respeto al muerto y su
simpatía hacia sus afligidos deudos. Era una escena propia para despertar
simpatías. El muerto era el hijo unigénito de su madre viuda. La solitaria
doliente iba siguiendo a la sepultura a su único apoyo y consuelo terrenal.
"Y como el Señor la vio, compadecióse de ella."
Mientras ella
seguía ciegamente llorando, sin notar su presencia, él se acercó a ella, y amablemente
le dijo: "No llores." Jesús estaba por cambiar su pesar en gozo, pero
no podía evitar esta expresión de tierna simpatía. "Y acercándose, tocó el
féretro." Ni aun el contacto con la muerte podía contaminarle. Los
portadores se pararon y cesaron los lamentos de las plañideras. Los dos grupos se reunieron alrededor
del féretro, esperando contra toda esperanza. Allí se hallaba un hombre que
había desterrado la enfermedad y vencido demonios; ¿estaba también la muerte
sujeta a su poder? Con voz clara y llena
de autoridad pronunció estas palabras: "Mancebo, a ti digo,
levántate." Esa voz penetra los oídos del muerto. El joven abre los ojos,
Jesús le toma de la mano y lo levanta. Su mirada se posa sobre la que estaba
llorando junto a él, y madre e hijo se unen en un largo, estrecho y gozoso
abrazo. La multitud mira en silencio, como hechizada. "Y todos tuvieron
miedo." Por un rato permanecieron callados y reverentes, como en la misma
presencia de Dios. Luego 286 "glorificaban a Dios, diciendo: Que un gran
profeta se ha levantado entre nosotros; y que Dios ha visitado a su
pueblo."
El cortejo
fúnebre volvió a Naín como una procesión triunfal. "Y salió esta fama de él
por toda Judea, y por toda la tierra de alrededor." El que estuvo al lado
de la apesadumbrada madre cerca de la puerta de Naín, vela con toda persona que
llora junto a un ataúd. Se conmueve de simpatía por nuestro pesar. Su corazón,
que amó y se compadeció, es un corazón de invariable ternura. Su palabra, que
resucitó a los muertos, no es menos eficaz ahora que cuando se dirigió al joven
de Naín.
Él dice:
"Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra." (Mateo 28:18).
Ese
poder no ha sido disminuido por el transcurso de los años, ni agotado por la
incesante actividad de su rebosante gracia. Para todos los que creen en él, es
todavía un Salvador viviente. Jesús cambió el pesar de la madre en gozo cuando
le devolvió su hijo; sin embargo, el joven no fue sino restaurado a esta vida
terrenal, para soportar sus tristezas, sus afanes, sus peligros, y para volver
a caer bajo el poder de la muerte.
PERO JESÚS consuela nuestra tristeza por los muertos con un mensaje de esperanza infinita: "Yo soy . . . el que vivo, y he sido muerto; y he aquí que vivo por siglos de siglos.... Y tengo las llaves del infierno y de la muerte."
"Así que, por cuanto los hijos participaron
de carne y sangre, él también participó de lo mismo, para destruir por la
muerte al que tenía el imperio de la muerte, es a saber, al diablo, y librar a
los que por el temor de la muerte estaban por toda la vida sujetos a
servidumbre."* (Apocalipsis 1:8; Hebreos 2:14,15).
Satanás no puede retener los muertos en su poder cuando el
Hijo de Dios les ordena que vivan. No puede retener en la muerte espiritual a
una sola alma que con fe reciba la palabra de poder de Cristo. Dios dice a todos los que están muertos en
el pecado: "Despiértate, tú que
duermes, y levántate de los muertos."* (Efesios 5:14).
Esa palabra es vida eterna. Como la palabra de
Dios, que ordenó al primer hombre que viviera, sigue dándonos vida; como la
palabra de Cristo: "Mancebo, a ti digo, levántate," dio la vida al
joven de Naín, así también aquella palabra: "Levántate de los
muertos," es vida para el alma que la recibe.
DIOS
"nos ha librado de la potestad de
las tinieblas, 287 y trasladado al reino de su amado Hijo." (Colosenses
1:13). En
su palabra, todo nos es ofrecido. Si la recibimos, tenemos liberación. "Y si el Espíritu de Aquel que levantó
de los muertos a Jesús mora en vosotros, el que levantó a Cristo Jesús de los
muertos, vivificará también vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que mora
en vosotros." "Porque el
mismo Señor con aclamación, con voz de arcángel, y con trompeta de Dios,
descenderá del cielo; y los muertos en Cristo resucitarán primero: luego
nosotros, los que vivimos, los que quedamos, juntamente con ellos seremos
arrebatados en las nubes a recibir al Señor en el aire, y así estaremos siempre
con el Señor." (Romanos 8:11; 1 Tesalonicenses 4:16,17). Tales son las
palabras de consuelo con que él nos invita a que nos consolemos unos a otros.
288
(Este capítulo 32.
Está basado en San Mateo 8:5-13; San Lucas 7:1-17).
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