(Este capítulo 33.
Está basado en San Mateo 12:22-50; San Marcos 3:20-35).
LOS HIJOS DE
JOSÉ
distaban mucho de tener simpatía por Jesús en su obra. Los informes que
llegaban a ellos acerca de su vida y labor los llenaban de asombro y congoja.
Oían que pasaba noches enteras en oración, que durante el día le rodeaban
grandes compañías de gente, y que no tomaba siquiera tiempo para comer. Sus
amigos estaban convencidos de que su trabajo incesante le estaba agotando; no
podían explicar su actitud para con los fariseos, y algunos temían que su razón
estuviese vacilando. Sus hermanos oyeron hablar de esto, y también de la
acusación presentada por los fariseos de que echaba los demonios por el poder
de Satanás. Sentían agudamente el oprobio que les reportaba su relación con
Jesús. Sabían qué tumulto habían creado sus palabras y sus obras, y no sólo
estaban alarmados por sus osadas declaraciones, sino que se indignaban porque
había denunciado a los escribas y fariseos. Llegaron a la conclusión de que se
le debía persuadir y obligar a dejar de trabajar así, e indujeron a María a
unirse con ellos, pensando que por amor a ella podrían persuadirle a ser más
prudente. Precisamente antes de esto,
Jesús había realizado por segunda vez el milagro de sanar a un hombre poseído,
ciego y mudo, y los fariseos habían reiterado la acusación: "Por el príncipe de los demonios echa
fuera los demonios."* (Mateo 9:34).
CRISTO LES DIJO
CLARAMENTE, QUE AL ATRIBUIR LA OBRA DEL ESPÍRITU SANTO A SATANÁS, se estaban
separando de la fuente de bendición. Los que habían hablado contra Jesús mismo,
sin discernir su carácter divino, podrían ser perdonados; porque podían ser
inducidos por el Espíritu Santo a ver su error y arrepentirse. Cualquiera que
sea el pecado, si el alma se arrepiente y cree, la culpa queda lavada en la
sangre de Cristo; pero el que rechaza la obra del Espíritu Santo se coloca
donde el arrepentimiento y la fe no pueden alcanzarle. Es por el Espíritu Santo
cómo 289 obra Dios en el corazón; cuando los hombres rechazan voluntariamente
al Espíritu y declaran que es de Satanás, cortan el conducto por el cual Dios
puede comunicarse con ellos. Cuando se rechaza finalmente al Espíritu, no hay
más nada que Dios pueda hacer para el alma.
LOS FARISEOS A
QUIENES JESÚS DIRIGIÓ esta
amonestación no creían la acusación que presentaban contra él. No había uno
solo de aquellos dignatarios que no se sintiese atraído hacia el Salvador.
Habían oído en su propio corazón la voz del Espíritu que le declaraba el Ungido
de Israel y los instaba a confesarse sus discípulos. A la luz de su presencia,
habían comprendido su falta de santidad y habían anhelado una justicia que
ellos no podían crear. Pero después de rechazarle, habría sido demasiado
humillante recibirle como Mesías. Habiendo puesto los pies en la senda de la
incredulidad, eran demasiado orgullosos para confesar su error. Y para no tener
que confesar la verdad, procuraban con violencia desesperada rebatir la
enseñanza del Salvador. La evidencia de su poder y misericordia los exasperaba.
NO PODÍAN IMPEDIR QUE EL SALVADOR
REALIZASE MILAGROS, no podían acallar su enseñanza; pero hacían cuanto estaba
a su alcance para representarle mal y falsificar sus palabras. Sin embargo, el
convincente Espíritu de Dios los seguía, y tenían que crear muchas barreras
para resistir su poder. El agente más poderoso que pueda ponerse en juego en el
corazón humano estaba contendiendo con ellos, pero no querían ceder. No es Dios
quien ciega los ojos de los hombres y endurece su corazón. Él les manda luz
para corregir sus errores, y conducirlos por sendas seguras; es por el
rechazamiento de esta luz como los ojos se ciegan y el corazón se endurece. Con
frecuencia, esto se realiza gradual y casi imperceptiblemente. Viene luz al
alma por la Palabra de Dios, por sus siervos, o por la intervención directa de
su Espíritu; pero cuando un rayo de luz es despreciado, se produce un
embotamiento parcial de las percepciones espirituales, y se discierne menos
claramente la segunda revelación de la luz. Así aumentan las tinieblas, hasta
que anochece en el alma. Así había sucedido con estos dirigentes judíos. Estaban
convencidos de que un poder divino acompañaba a Cristo, pero a fin de resistir
a la verdad, atribuyeron la obra del Espíritu Santo a Satanás. Al hacer esto,
290 prefirieron deliberadamente el engaño; se entregaron a Satanás, y desde
entonces fueron dominados por su poder.
ESTRECHAMENTE RELACIONADA CON LA AMONESTACIÓN
DE CRISTO ACERCA DEL PECADO CONTRA EL ESPÍRITU SANTO, se halla la
amonestación contra las palabras ociosas y perversas. Las palabras son un
indicio de lo que hay en el corazón. "Porque de la abundancia del corazón
habla la boca." Pero las palabras son más que un indicio del
carácter; tienen poder para reaccionar sobre el carácter. Los hombres sienten
la influencia de sus propias palabras. Con frecuencia, bajo un impulso
momentáneo, provocado por Satanás, expresan celos o malas sospechas, dicen algo
que no creen en realidad; pero la expresión reacciona sobre los pensamientos.
Son engañados por sus palabras, y llegan a creer como verdad lo que dijeron a
instigación de Satanás. Habiendo expresado una vez una opinión o decisión, son,
con frecuencia, demasiado orgullosos para retractarse, y tratan de demostrar
que tienen razón, hasta que llegan a creer que realmente la tienen. Es
peligroso pronunciar una palabra de duda, peligroso poner en tela de juicio y
criticar la verdad divina. La costumbre de hacer críticas descuidadas e
irreverentes reacciona sobre el carácter y fomenta la irreverencia e
incredulidad. Más de un hombre que seguía esta costumbre ha proseguido,
inconsciente del peligro, hasta que estuvo dispuesto a criticar y rechazar la
obra del Espíritu Santo. Jesús dijo: "Toda
palabra ociosa que hablaren los hombres, de ella darán cuenta en el día del
juicio. Porque por tus palabras serás justificado, y por tus palabras serás
condenado."
LUEGO AÑADIÓ UNA
AMONESTACIÓN A AQUELLOS QUE HABÍAN SIDO IMPRESIONADOS POR SUS PALABRAS, que le habían
oído gustosamente, pero que no se habían entregado para que el Espíritu Santo
morase en ellos. No sólo por la resistencia, sino también por la negligencia,
es destruida el alma. "Cuando el espíritu inmundo ha salido
del hombre -¬dijo Jesús,-- anda por lugares secos, buscando reposo, y no lo
halla. Entonces dice: Me volveré a mi casa de donde salí: y cuando viene, la
halla desocupada, barrida y adornada. Entonces va, y toma consigo otros siete
espíritus peores que él, y entrados, moran allí." En los días de
Cristo, como hoy, eran muchos los que parecían momentáneamente emancipados del
dominio de Satanás; 291 por la gracia de Dios habían quedado libres de los
malos espíritus que dominaran su alma. Se gozaban en el amor de Dios; pero,
como los oyentes representados en la parábola por el terreno pedregoso, no
permanecían en su amor. No se entregaban a Dios cada día para que Cristo morase
en su corazón y cuando volvía el mal espíritu, con "otros siete espíritus
peores que él," quedaban completamente dominados por el mal.
Cuando el alma se entrega a Cristo, un nuevo poder se posesiona del nuevo
corazón. Se realiza un cambio que ningún hombre puede realizar por su cuenta.
Es una obra sobrenatural, que introduce un elemento sobrenatural en la
naturaleza humana.
EL ALMA QUE SE ENTREGA A CRISTO, llega a ser
una fortaleza suya, que él sostiene en un mundo en rebelión, y no quiere que
otra autoridad sea conocida en ella sino la suya. Un alma así guardada en
posesión por los agentes celestiales es inexpugnable para los asaltos de
Satanás. Pero a menos que nos entreguemos al dominio de Cristo, seremos
dominados por el maligno. Debemos estar inevitablemente bajo el dominio del uno
o del otro de los dos grandes poderes que están contendiendo por la supremacía
del mundo. No es necesario que elijamos deliberadamente el servicio del reino
de las tinieblas para pasar bajo su dominio. Basta que descuidemos de aliarnos
con el reino de la luz. Si no cooperamos con los agentes celestiales, Satanás
se posesionará de nuestro corazón, y hará de él su morada. La única defensa
contra el mal consiste en que Cristo more en el corazón por la fe en su
justicia. A menos que estemos vitalmente relacionados con Dios, no podremos
resistir los efectos profanos del amor propio, de la complacencia propia y de
la tentación a pecar.
PODEMOS DEJAR MUCHAS MALAS COSTUMBRES y
momentáneamente separarnos de Satanás; pero sin una relación vital con Dios por
nuestra entrega a él momento tras momento, seremos vencidos. Sin un
conocimiento personal de Cristo y una continua comunión, estamos a la merced
del enemigo, y al fin haremos lo que nos ordene. "Son peores las cosas
últimas del tal hombre que las primeras: así también --dijo Jesús-¬acontecerá a
esta generación mala." Nadie se endurece tanto como aquellos que
han despreciado la invitación de la misericordia y mostrado aversión al
Espíritu de gracia. La manifestación más común del pecado 292 contra el
Espíritu Santo consiste en despreciar persistentemente la invitación del Cielo
a arrepentirse. Cada paso dado hacia el rechazamiento de Cristo, es un paso
hacia el rechazamiento de la salvación y hacia el pecado contra el Espíritu
Santo.
AL RECHAZAR A CRISTO, el pueblo judío
cometió el pecado imperdonable, y desoyendo la invitación de la misericordia,
podemos cometer el mismo error. Insultamos al Príncipe de la vida, y le
avergonzamos delante de la sinagoga de Satanás y ante el universo celestial
cuando nos negamos a escuchar a sus mensajeros, escuchando en su lugar a los
agentes de Satanás que quisieran apartar de Cristo nuestra alma. Mientras uno
hace esto, no puede hallar esperanza ni perdón y perderá finalmente todo deseo
de reconciliarse con Dios.
MIENTRAS JESÚS ESTABA TODAVÍA ENSEÑANDO
A LA GENTE,
sus discípulos trajeron la noticia de que su madre y sus hermanos estaban
afuera y deseaban verle. Él sabía lo que sentían ellos en su corazón, y "respondiendo
él al que le decía esto, dijo: ¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?
Y extendiendo su mano hacia sus discípulos, dijo: He aquí mi madre y mis
hermanos. Porque todo aquel que hiciere la voluntad de mi Padre que está en los
cielos, ese es mi hermano, y hermana, y madre." Todos los que quisieran
recibir a Cristo por la fe iban a estar unidos con él por un vínculo más íntimo
que el del parentesco humano. Iban a ser uno con él, como él era uno con el
Padre. Al creer y hacer sus palabras, su madre se relacionaba en forma
salvadora con Jesús y más estrechamente que por su vínculo natural con él. Sus
hermanos no se beneficiarían de su relación con él a menos que le aceptasen
como su Salvador personal.
¡QUÉ APOYO HABRÍA ENCONTRADO JESÚS EN
SUS PARIENTES TERRENALES SI HUBIESEN CREÍDO EN ÉL COMO ENVIADO DEL CIELO Y
HUBIESEN COOPERADO CON ÉL EN HACER LA OBRA DE DIOS! Su
incredulidad echó una sombra sobre la vida terrenal de Jesús. Era parte de la
amargura de la copa de desgracia que él bebió por nosotros. El Hijo de Dios
sentía agudamente la enemistad encendida en el corazón humano contra el
Evangelio, y le resultaba muy dolorosa en su hogar; porque su propio corazón
estaba lleno de bondad y amor, y apreciaba la tierna consideración en las
relaciones familiares. Sus hermanos deseaban que él cediese a 293 sus ideas,
cuando una actitud tal habría estado en completa contradicción con su misión
divina. Consideraban que él necesitaba de sus consejos. Le juzgaban desde su
punto de vista humano, y pensaban que si dijera solamente cosas aceptables para
los escribas y fariseos, evitaría las controversias desagradables que sus
palabras despertaban. Pensaban que estaba loco al pretender que tenía autoridad
divina, y al presentarse ante los rabinos como reprensor de sus pecados. Sabían
que los fariseos estaban buscando ocasiones de acusarle, y les parecía que ya
les había dado bastantes. Con su medida corta, no podían sondear la misión que
había venido a cumplir, y por lo tanto no podían simpatizar con él en sus
pruebas. Sus palabras groseras y carentes de aprecio demostraban que no tenían
verdadera percepción de su carácter, y que no discernían cómo lo divino se
fusionaba con lo humano. Le veían con frecuencia lleno de pesar; pero en vez de
consolarle, el espíritu que manifestaban y las palabras que pronunciaban no
hacían sino herir su corazón. Su naturaleza sensible era torturada, sus motivos
mal comprendidos, su obra mal entendida.
CON FRECUENCIA SUS HERMANOS PRESENTABAN
LA FILOSOFÍA DE LOS FARISEOS, antiquísima y gastada, y afectaban
creer que podían enseñar a Aquel que comprendía toda la verdad y todos los
misterios. Condenaban libremente lo que no podían comprender. Sus reproches le
herían en lo vivo y angustiaban su alma. Profesaban tener fe en Dios y creían
justificarle, cuando Dios estaba con ellos en la carne y no le conocían. Estas
cosas hacían muy espinosa la senda de Jesús. Tanto se condolía Cristo de la
incomprensión que había en su propio hogar, que le era un alivio ir adonde ella
no reinaba. Había un hogar que le agradaba visitar: la casa de Lázaro, María y
Marta; porque en la atmósfera de fe y amor, su espíritu hallaba descanso. Sin
embargo, no había en la tierra nadie que pudiese comprender su misión divina ni
conocer la carga que llevaba en favor de la humanidad. Con frecuencia podía
hallar descanso únicamente estando a solas y en comunión con su Padre
celestial.
LOS QUE ESTÁN LLAMADOS A
SUFRIR POR CAUSA DE CRISTO, que tienen que soportar incomprensión y
desconfianza aun en su 294 propia casa, pueden hallar consuelo en el
pensamiento de que Jesús soportó lo mismo. Se compadece de ellos. Los invita a
hallar compañerismo en él, y alivio donde él lo halló: en la comunión con el
Padre. Los que aceptan a Cristo como su Salvador personal no son dejados
huérfanos, para sobrellevar solos las pruebas de la vida. El los recibe como
miembros de la familia celestial, los invita a llamar a su Padre, Padre de
ellos también. Son sus "pequeñitos," caros al corazón de Dios,
vinculados con él por los vínculos más tiernos y permanentes. Tiene para con
ellos una ternura muy grande, que supera la que nuestros padres o madres han
sentido hacia nosotros en nuestra incapacidad como lo divino supera a lo
humano.
EN LAS LEYES DADAS A ISRAEL, hay una
hermosa ilustración de la relación de Cristo con su pueblo. Cuando por la pobreza un hebreo había
quedado obligado a separarse de su patrimonio y a venderse como esclavo, el
deber de redimirle a él y su herencia recaía sobre el pariente más cercano. (Véase
Levítico 25:25; 47-49; Rut 2:20). Así también la obra de redimirnos a
nosotros y nuestra herencia, perdida por el pecado, recayó sobre Aquel que era
pariente cercano nuestro. Y a fin de redimirnos, él se hizo pariente nuestro. Más cercano que el padre, la madre, el
hermano, el amigo o el amante, es el Señor nuestro Salvador. "No temas
-dice él,- porque yo te redimí; te puse nombre, mío eres tú. Porque en mis ojos
fuiste de grande estima, fuiste honorable, y yo te amé: daré pues hombres por
ti, y naciones por tu alma."* (Isaías 43:1,4). Cristo ama a los seres
celestiales que rodean su trono; pero ¿qué explicará el gran amor con que nos
amó a nosotros? No lo podemos comprender, pero en nuestra propia experiencia
podemos saber que existe en verdad. Y si sostenemos un vínculo de parentesco
con él, ¡con qué ternura debemos considerar a los que son hermanos y hermanas
de nuestro Señor! ¿No debiéramos estar listos para reconocer los derechos de
nuestra relación divina? Adoptados en la familia de Dios, ¿no honraremos a
nuestro Padre y a nuestra parentela? 295
(Este capítulo 33.
Está basado en San Mateo 12:22-50; San Marcos 3:20-35).
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