(Este capítulo 40. Está basado en
San Mateo 14:22-33; San Marcos 6:45-52; San Juan 6:14-21).
SENTADA SOBRE LA LLANURA CUBIERTA DE HIERBA, en el
crepúsculo primaveral, la gente comió los alimentos que Cristo había provisto.
Las palabras que había oído aquel día, le habían llegado como la voz de Dios.
Las obras de sanidad que había presenciado, eran de tal carácter que únicamente
el poder divino podía realizarlas. Pero el milagro de los panes atraía a cada
miembro de la vasta muchedumbre. Todos habían participado de su beneficio. En
Los Días De Moisés, Dios había alimentado a Israel con maná en el desierto, y
¿quién era éste que los había alimentado ese día, sino Aquel que había sido
anunciado por Moisés?
NINGÚN PODER
HUMANO PODÍA CREAR, DE CINCO PANES DE CEBADA Y DOS PECECILLOS, bastantes
comestibles para alimentar a miles de personas hambrientas. Y se decían unos a
otros: "Este verdaderamente es el
profeta que había de venir al mundo." Durante todo el día esta
convicción se había fortalecido. Ese acto culminante les aseguraba que entre
ellos se encontraba el Libertador durante tanto tiempo esperado. Las esperanzas
de la gente iban aumentando cada vez más. El sería quien haría de Judea un
paraíso terrenal, una tierra que fluyese leche y miel. Podía satisfacer todo
deseo. Podía quebrantar el poder de los odiados romanos. Podía librar a Judá y
Jerusalén. Podía curar a los soldados heridos en la batalla. Podía proporcionar
alimento a ejércitos enteros. Podía conquistar las naciones y dar a Israel el
dominio que deseaba desde hacía mucho tiempo.
EN SU
ENTUSIASMO, LA GENTE ESTABA LISTA PARA CORONARLE REY EN SEGUIDA. Se veía que él
no hacía ningún esfuerzo para llamar la atención a sí mismo, ni para atraerse
honores. En esto era esencialmente diferente de los sacerdotes y los príncipes,
y los presentes temían que nunca haría valer su derecho al trono de David.
Consultando entre sí, convinieron en tomarle por fuerza y proclamarle rey de
Israel. Los discípulos se unieron 341 a la muchedumbre para declarar que el
trono de David era herencia legítima de su Maestro. Dijeron que era la modestia
de Cristo lo que le hacía rechazar tal honor. Exalte el pueblo a su Libertador,
pensaban. Véanse los arrogantes sacerdotes y príncipes obligados a honrar a
Aquel que viene revestido con la autoridad de Dios. Con avidez decidieron
llevar a cabo su propósito; pero Jesús vio lo que se estaba tramando y
comprendió, como no podían hacerlo ellos, cuál sería el resultado de un
movimiento tal. Los sacerdotes y príncipes estaban ya buscando su vida. Le
acusaban de apartar a la gente de ellos. La violencia y la insurrección
seguirían a un esfuerzo hecho para colocarle sobre el trono, y la obra del
reino espiritual quedaría estorbada. Sin dilación, el movimiento debía ser
detenido.
LLAMANDO A SUS
DISCÍPULOS, JESÚS LES ORDENÓ QUE TOMASEN EL BOTE Y VOLVIESEN EN SEGUIDA A
CAPERNAÚM,
dejándole a él despedir a la gente. Nunca antes había parecido tan imposible
cumplir una orden de Cristo. Los discípulos habían esperado durante largo
tiempo un movimiento popular que pusiese a Jesús en el trono; no podían
soportar el pensamiento de que todo ese entusiasmo fuera reducido a la nada.
Las multitudes que se estaban congregando para observar la Pascua anhelaban ver
al nuevo Profeta. Para sus seguidores, ésta parecía la oportunidad áurea de
establecer a su amado Maestro sobre el trono de Israel. En el calor de esta
nueva ambición, les era difícil irse solos y dejar a Jesús en aquella orilla
desolada. Protestaron contra tal disposición; pero Jesús les habló entonces con
una autoridad que nunca había asumido para con ellos. Sabían que cualquier
oposición ulterior de su parte sería inútil, y en silencio se volvieron hacia
el mar.
JESÚS ORDENÓ
ENTONCES A LA MULTITUD QUE SE DISPERSASE; y su actitud era tan decidida que
nadie se atrevió a desobedecerle. Las palabras de alabanza y exaltación
murieron en los labios de los concurrentes. En el mismo acto de adelantarse
para tomarle, sus pasos se detuvieron y se desvanecieron las miradas alegres y
anhelantes de sus rostros. En aquella muchedumbre había hombres de voluntad
fuerte y firme determinación; pero el porte regio de Jesús y sus pocas y
tranquilas palabras de orden apagaron el tumulto y frustraron sus designios.
Reconocieron 342 en él un poder superior a toda autoridad terrenal, y sin una
pregunta se sometieron.
CUANDO FUE
DEJADO SOLO, JESÚS "SUBIÓ AL MONTE APARTADO A ORAR." Durante horas
continuó intercediendo ante Dios. Oraba no por sí mismo sino por los hombres.
Pidió poder para revelarles el carácter divino de su misión, para que Satanás
no cegase su entendimiento y pervirtiese su juicio. El Salvador sabía que sus
días de ministerio personal en la tierra estaban casi terminados y que pocos le
recibirían como su Redentor.
Con el alma trabajada y afligida, oró por sus
discípulos. Ellos habían de ser intensamente probados. Las esperanzas que por
mucho tiempo acariciaran, basadas en un engaño popular, habrían de frustrarse
de la manera más dolorosa y humillante. En lugar de su exaltación al trono de
David, habían de presenciar su crucifixión. Tal había de ser, por cierto, su
verdadera coronación. Pero ellos no lo discernían, y en consecuencia les
sobrevendrían fuertes tentaciones que les sería difícil reconocer como tales.
SIN EL ESPÍRITU
SANTO PARA ILUMINAR LA MENTE y ampliar la comprensión, la fe de los
discípulos faltaría. Le dolía a Jesús que el concepto que ellos tenían de su
reino fuera tan limitado al engrandecimiento y los honores mundanales. Pesaba
sobre su corazón la preocupación que sentía por ellos, y derramaba sus súplicas
con amarga agonía y lágrimas.
LOS DISCÍPULOS NO HABÍAN
ABANDONADO INMEDIATAMENTE LA TIERRA, según
Jesús les había indicado. Aguardaron un tiempo, esperando que él viniese con
ellos. Pero al ver que las tinieblas los rodeaban prestamente, "entrando en un barco, venían de la
otra parte de la mar hacia Capernaúm". Habían dejado a Jesús descontentos
en su corazón, más impacientes con él que nunca antes desde que le reconocieran
como su Señor. Murmuraban porque no les había permitido proclamarle rey. Se
culpaban por haber cedido con tanta facilidad a su orden. Razonaban que si
hubiesen sido más persistentes, podrían haber logrado su propósito. La
incredulidad estaba posesionándose de su mente y corazón. El amor a los honores
los cegaba. Ellos sabían que Jesús era odiado de los fariseos y anhelaban verle
exaltado como les parecía que debía serlo.
EL ESTAR UNIDOS CON UN MAESTRO que podía
realizar grandes milagros, y, sin embargo, ser 343 vilipendiados como
engañadores era una prueba difícil de soportar. ¿Habían de ser tenidos siempre
por discípulos de un falso profeta? ¿No habría nunca de asumir Cristo su
autoridad como rey? ¿Por qué no se revelaba en su verdadero carácter el que
poseía tal poder, y así hacía su senda menos dolorosa? ¿Por qué no había
salvado a Juan el Bautista de una muerte violenta?
ASÍ RAZONABAN
LOS DISCÍPULOS hasta que atrajeron sobre sí grandes tinieblas
espirituales. Se preguntaban: ¿Podía ser Jesús un impostor, según aseveraban
los fariseos? Ese día los discípulos habían presenciado las maravillosas obras
de Cristo. Parecía que el cielo había bajado a la tierra. El recuerdo de aquel
día precioso y glorioso debiera haberlos llenado de fe y esperanza. Si de la
abundancia de su corazón hubiesen estado conversando respecto a estas cosas, no
habrían entrado en tentación. Pero su desilusión absorbía sus pensamientos.
HABÍAN OLVIDADO LAS PALABRAS DE CRISTO:
"Recoged los pedazos que han quedado, porque no se pierda nada."
Aquellas habían sido horas de gran bendición para los discípulos, pero las
habían olvidado.
Estaban en medio de aguas agitadas. Sus pensamientos eran
tumultuosos e irrazonables, y el Señor les dio entonces otra cosa para afligir
sus almas y ocupar sus mentes. Dios hace con frecuencia esto cuando los hombres
se crean cargas y dificultades. Los discípulos no necesitaban hacerse
dificultades. El peligro se estaba acercando rápidamente. Una violenta
tempestad estaba por sobrecogerles y ellos no estaban preparados para ella. Fue
un contraste repentino, porque el día había sido perfecto; y cuando el huracán
los alcanzó, sintieron miedo. Olvidaron su desafecto, su incredulidad, su
impaciencia. Cada uno se puso a trabajar para impedir que el barco se hundiese.
Por el mar, era corta la distancia que separaba a Betsaida del punto adonde
esperaban encontrarse con Jesús, y en tiempo ordinario el viaje requería tan
sólo unas horas, pero ahora eran alejados cada vez más del punto que buscaban.
HASTA LA CUARTA
VELA DE LA NOCHE LUCHARON CON LOS REMOS. Entonces los hombres cansados se
dieron por perdidos. En la tempestad y las tinieblas, el mar les había enseñado
cuán desamparados estaban, y anhelaban la presencia de su Maestro.
JESÚS NO LOS HABÍA
OLVIDADO. El que velaba
en la orilla vio a 344 aquellos hombres que llenos de temor luchaban con la
tempestad. Ni por un momento perdió de vista a sus discípulos. Con la más
profunda solicitud, sus ojos siguieron al barco agitado por la tormenta con su
preciosa carga; porque estos hombres habían de ser la luz del mundo. Como una
madre vigila con tierno amor a su hijo, el compasivo Maestro vigilaba a sus
discípulos. Cuando sus corazones estuvieron subyugados, apagada su ambición
profana y en humildad oraron pidiendo ayuda, les fue concedida.
EN EL MOMENTO
EN QUE ELLOS SE CREYERON PERDIDOS, un rayo de luz reveló una figura
misteriosa que se acercaba a ellos sobre el agua. Pero no sabían que era Jesús.
Tuvieron por enemigo al que venía en su ayuda. El terror se apoderó de ellos
Las manos que habían asido los remos con músculos de hierro, los soltaron. El
barco se mecía al impulso de las olas, todos los ojos estaban fijos en esta
visión de un hombre que andaba sobre las espumosas olas de un mar agitado.
Ellos pensaban que era un fantasma que presagiaba su destrucción y gritaron
atemorizados. Jesús siguió avanzando, como si quisiese pasar más allá de donde
estaban ellos, pero le reconocieron, y clamaron a él pidiéndole ayuda.
SU AMADO
MAESTRO SE VOLVIÓ ENTONCES, Y SU VOZ AQUIETÓ SU TEMOR: "ALENTAOS; YO SOY,
NO TEMÁIS." Tan pronto como pudieron creer el hecho prodigioso, PEDRO se
sintió casi fuera de sí de gozo. Como si apenas pudiese creer, exclamó: "Señor, si tú eres, manda que yo vaya
a ti sobre las aguas Y él dijo: Ven." Mirando a Jesús, Pedro andaba
con seguridad; pero cuando con satisfacción propia, miró hacia atrás, a sus
compañeros que estaban en el barco, sus ojos se apartaron del Salvador. El
viento era borrascoso. Las olas se elevaban a gran altura, directamente entre
él y el Maestro; y Pedro sintió miedo. Durante un instante, Cristo quedó oculto
de su vista, y su fe le abandonó. Empezó a hundirse. Pero mientras las ondas
hablaban con la muerte, Pedro elevó sus ojos de las airadas aguas y fijándolos
en Jesús, exclamó: "Señor, sálvame".
Inmediatamente Jesús asió la mano extendida, diciéndole: "Oh hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?" Andando lado a
lado, y teniendo Pedro su mano en la de su Maestro, entraron juntos en el
barco. Pero Pedro estaba ahora 345 subyugado y callado. No tenía motivos para
alabarse más que sus compañeros, porque por la incredulidad y el ensalzamiento
propio, casi había perdido la vida. Cuando apartó sus ojos de Jesús, perdió pie
y se hundía en medio de las ondas.
CUANDO LA DIFICULTAD NOS SOBREVIENE, CON
CUÁNTA FRECUENCIA SOMOS COMO PEDRO. Miramos las olas en vez de mantener
nuestros ojos fijos en el Salvador. Nuestros pies resbalan, y las orgullosas
aguas sumergen nuestras almas. Jesús no le había pedido a Pedro que fuera a él
para perecer; él no nos invita a seguirle para luego abandonarnos. "No
temas -dice- porque yo te redimí; te puse nombre, mío eres tú. Cuando pasares
por las aguas, yo seré contigo; y por los ríos, no te anegarán. Cuando pasares
por el fuego, no te quemarás, ni la llama arderá en ti. Porque yo Jehová Dios
tuyo, el Santo de Israel, soy tu Salvador.'* (Isaías 43:1-3).
JESÚS LEÍA EL
CARÁCTER DE SUS DISCÍPULOS. Sabía cuán intensamente había de ser
probada su fe. En este incidente sobre el mar, deseaba revelar a Pedro su
propia debilidad, para mostrarle que su seguridad estaba en depender
constantemente del poder divino. En medio de las tormentas de la tentación,
podía andar seguramente tan sólo si, desconfiando totalmente de sí mismo, fiaba
en el Salvador.
EN EL PUNTO EN
QUE PEDRO SE CREÍA FUERTE, ERA DONDE ERA DÉBIL; y hasta que
pudo discernir su debilidad no pudo darse cuenta de cuánto necesitaba depender
de Cristo. Si él hubiese aprendido la lección que Jesús trataba de enseñarle en
aquel incidente sobre el mar, no habría fracasado cuando le vino la gran
prueba.
DÍA TRAS DÍA, DIOS INSTRUYE A SUS HIJOS. Por las
circunstancias de la vida diaria, los está preparando para desempeñar su parte
en aquel escenario más amplio que su providencia les ha designado. Es el
resultado de la prueba diaria lo que determina su victoria o su derrota en la
gran crisis de la vida.
LOS QUE DEJAN DE SENTIR QUE DEPENDEN
CONSTANTEMENTE DE DIOS, SERÁN VENCIDOS POR LA TENTACIÓN. Podemos suponer
ahora que nuestros pies están seguros y que nunca seremos movidos. Podemos
decir con confianza: Yo sé a quién he creído; nada quebrantará mi fe en Dios y
su Palabra. Pero Satanás está proyectando aprovecharse de nuestras
características heredadas y cultivadas, y cegar nuestros ojos acerca de
nuestras propias 346 necesidades y defectos. Únicamente Comprendiendo Nuestra
Propia Debilidad Y Mirando Fijamente A Jesús, Podemos Estar Seguros.
APENAS HUBO TOMADO JESÚS SU LUGAR EN EL BARCO, cuando el
viento cesó, "y luego el barco llegó a la tierra donde iban." La
noche de horror fue sucedida por la luz del alba. Los discípulos, y otros que
estaban a bordo, se postraron a los pies de Jesús con corazones agradecidos,
diciendo: "Verdaderamente eres Hijo de Dios." 347
(Este capítulo 40. Está basado en San Mateo 14:22-33; San Marcos 6:45-52; San Juan 6:14-21).
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